29.9.20

Palomo cojo

 


Relato publicado en el libro: El palomar

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Palomo: Manolo / Paloma: Pruden, su hermana


    Pruden es una mujer muy ordenada, limpia como buena manchega, muy de su casa. Su rutina diaria no era alterada por nada, festivos o no, todos los días contaban con la misma dinámica mañanera.

Abría todas las ventanas para ventilar la casa durante el tiempo del desayuno y sacaba la ropa de la cama, también por la ventana, para airearla. Después barría las habitaciones que más se usaban: la salita, la entrada, la cocina, el dormitorio y el baño. Luego venía el tiempo de la fregona, cuya agua cambiaba en cada habitación; salvo cuando terminaba la última de ellas que, entonces, reservaba el cubo con el agua y la lejía para fregar, ahora con el mocho viejo, la acera de su casa.

Barría la acera correspondiente a su fachada con una escoba de mano. Tras repasar la acera y empujar lo poco que había a un recogedor, pasaba la fregona con porte orgulloso, ya que se sabía observada por las vecinas, que siempre comentaban lo muy limpia que era.

Volvía dentro de la casa y le preparaba el desayuno a su hermano Manolo, que en todo ese tiempo se había refugiado en su despacho. Este lo utilizó cuando trabajaba, hace años, de comercial de la cooperativa de aceite de su pueblo. Manolo era muy conocido porque fue gerente de la cooperativa Virgen de la Roca durante treinta años. Muy afable y con gran don de gentes, su casa siempre abierta y la sonrisa preparada para atender a sus vecinos. Soltero como su hermana, ambos se mantuvieron en la casa de sus padres, viviendo y cuidándose el uno del otro.

Pruden es modista y costurera. Recibe a las mujeres en su salita y tiene una gran lista de clientes reincidentes. La salita está siempre provista de las últimas revistas de moda y de cotilleo. Las fotos de las famosas asistiendo a una boda o en una fiesta eran la inspiración de sus clientas, que siempre decían: Cópiame uno como este, el que lleva la Infanta en la boda, pero un poco más alegre, que parece una monja con ese escote cerrado.

Siempre las complacía, había heredado las mismas habilidades de su hermano. Era muy agradable y sociable, esa amabilidad y tener su casa siempre abierta le permitía recibir muchas visitas y generar pedidos que las mujeres no se habían ni planteado. Hablaba muy alto, casi gritando, y era muy extravertida. Tenía la virtud de ser la primera en enterarse de todo, quién había muerto, quién estaba enfermo, quién se casaba, quién se descasaba, todo pasaba por su consulta, como llamaba Manolo a la salita bien iluminada donde, por las tardes, se animaba la charla de palomas gorgojando sin parar.

Manolo, desde que se jubiló, frecuentaba todos los días, antes de la hora de comer, los bares de la plaza, donde alternaba con los hombres y se ponían al día de sus quehaceres. Nunca se le conoció novia ni relación, todos admitían su homosexualidad no confesa a diferencia de otros casos donde el amaneramiento les ponía a la opinión pública en contra. En la Cooperativa trabajó muchos años un tal Miguel, pero todo el pueblo le llamaba Lola porque su ídolo fue Lola Flores y su amaneramiento era muy flamenco.

Manolo es muy masculino, nunca se insinuó a ningún varón conocido, salvo alguna escapada a un burdel de Madrid cuando iba a la feria de la alimentación. Allí perdió su virginidad a los cuarenta y ocho años con un chapero de veinte años, que le guió en su desahogo. Durante quince años, esta es su única escapada anual, el resto del calendario se ajusta entre el pueblo y los viajes que realizaba para vender el aceite.

Siempre se le iba la mirada a los más jóvenes, casi niños. Le atraían los silenciosos a la salida del Instituto, buscaba sin atreverse un clon a lo que él sintió en su juventud. Nunca le gustaron los chistes de coños, tetas o culos. Las frases malsonantes de sus amigos respecto a las vecinas solo tenían definición de caza mayor, no de respeto. A él le gustaban los más callados, los más apocados, sin vello y con voz suave.

En los últimos tiempos, su imaginación se alimentaba con los hijos de su vecina María. El segundo era de su tipo, no le gustaba el ejercicio ni los deportes ni salir con amigos. De vez en cuando le preguntaba en la calle cómo estaba y cómo le iba en el colegio, pero el chico, educado y sonriente, siempre abreviaba los encuentros y se apresuraba a su casa. Alguna vez había notado la mirada de águila de María para dejarle claro que estaba vigilando y que no iba a consentir que le tocara un pelo a su hijo de dieciséis años. Pero Manolo sabía muy bien que una cosa es la imaginación y otra muy distinta es atreverse. Además, ya había decidido muchas décadas atrás que toda posible relación tendría lugar fuera del pueblo.

Manolo solo mira, alimenta su deseo con la imaginación. Y empezó a preparar cada vez con más reiteración viajes a Madrid: que si voy a ir al fútbol a ver a mi Atleti, que si vamos al teatro, que si comida de antiguos clientes de la cooperativa… Estaba más activo sexualmente a los sesenta y ocho que nunca.

Pruden, a diferencia de él, no es homosexual. Simplemente ella es muy fea y ningún hombre la quiso. Aunque agradable al trato, su cara y su cuerpo cuadrado no le dieron muchas oportunidades. Ella sabía que a Manolo no le iban las mujeres y que su comportamiento en el pueblo era sencillamente egodistrónico, se rechazaba como era él. Pero estaba equivocada, Manolo estaba reprimido y autoreprimido en su entorno rural, cosa que aprendió para no verse rechazado por sus iguales en su pueblo. Pero Manolo tiene sus sentimientos y sus necesidades. Su sueño había sido siempre haberse ido a vivir a Madrid o a Barcelona, donde pudo haber tenido una vida plena sin esconderse, pero no se atrevió. El pueblo tira mucho a los inseguros, pues se sienten muy cobijados en las costumbres y en las personas. Tampoco se atrevió a dejar sola a Pruden en el pueblo.

Manolo salió a dar su paseo hasta la plaza, donde se encontraría con sus amigos de aperitivo. Iba despacio por la acera, se le apreciaba una pequeña cojera al andar, un recuerdo de su caída de una mula al trote cuando tenía seis años. En aquel incidente cayó mal y su pierna se rompió por dos partes, el muslo y el tobillo. No le curaron bien y cuando cicatrizó, su pierna derecha resultó un centímetro más corta que la izquierda. 

Un palomo cojo 


27.9.20

La piruleta

 


Recuerdo que de niña apoyaba la frente en el escaparate de la tienda de alimentación cercana a mi casa, con mis manos abiertas apoyadas de canto en el vidrio fabricaba un campo visual libre de los brillos del exterior. Centraba mi mirada en la piruleta grande, rojo granate, que marcaba la zona del mostrador preferida por los niños. El paraíso de dulces y golosinas. Mi golosina preferida, la piruleta de fresa, me atraía hasta su envoltorio de celofán enroscado en el palo. 

Cada tarde al regresar del colegio dedicaba un par de minutos a soñar con una piruleta. La situación económica en casa era muy justa, en ocasiones mi madre compraba a cuenta alimentos básicos, en la misma tienda de ultramarinos, con la promesa de pagar en cuanto ingresara dinero mi padre. Sus trabajos precarios y su afición a la bebida nos limitaban los ingresos familiares. Un viernes de paga, salieron antes de la fábrica por culpa de un accidente que resultó ser mortal, mi padre y sus compañeros no regresaron a sus domicilios directamente, se dedicaron a brindar por el compañero fallecido. A la hora de comer el nivel de alcohol en sangre de mi padre era tan elevado que se tumbó en un banco del parque para dormir la mona. Le robaron la paga de su bolsillo. Nos costó meses el recuperarnos. 

Mi madre conseguía trabajos esporádicos gracias a la generosidad de las vecinas que la demandaban para costura. Se le daba bien la aguja y el dedal, con una finura adquirida con la experiencia zurcía y reparaba todo tipo de prendas.

Cada tarde miraba la piruleta desde el escaparate, eran mi ilusión y entretenimiento. La ilusión de una niña puede llenarte tardes enteras. 

Hoy casi cuarenta años después mi ilusión ha cambiado, con el tiempo mi situación mejoró gracias a mis estudios universitarios, conseguí un trabajo que me gusta y me financia una vida cómoda y sin dificultades. Sigo con la ilusión de la piruleta grabada en mi mente. 

Vivo en el mismo barrio de mi niñez. La tienda de ultramarinos cerró a mediados de los años ochenta. El local ha visto una sucesión de negocios tan grande que no soy capaz de recordar a qué se dedicaban. Recuerdo venta de teléfonos, un chino, una panadería y hoy es una agencia inmobiliaria. Cuando regreso a casa y paso cerca, me gusta mirar su escaparate, ahora de lejos que ya no tengo edad para pegar mi frente a los escaparates. La piruleta no está, la veo en el sitio que siempre ocupó, ya no está. Su lugar actual lo ocupa la cabeza de una vendedora de pisos poco agraciada quien mejora mucho gracias a su sonrisa amable. Me mira, le devuelvo la sonrisa y regreso a mis ocupaciones. 

Recuerdo que con diez años, mi madre me regaló por Navidad, una piruleta. Nunca le comenté mis deseos de dulce, debió ser la dueña del establecimiento que me saludaba por las tardes cuando repetía mi rutina. Ella se lo comentaría a mi madre quien me sorprendió con el dulce. Tardé una semana en decidir cómo darle cuenta al caramelo. Me entretuve esos días mirando y sosteniendo entre mis manos la piruleta sujetando el palo con admiración. Su diseño simple, cargado de simetría gracias a la inserción del palo justo en el centro del círculo de caramelo. Siete días más tarde separé con ceremonia el celofán, pude admirar el brillo granate del dulce justo antes de apoyarlo sobre mi lengua que noté más húmeda de lo normal. ¡Mmm! Dulce, casi empalagoso, el anunciado sabor a fresa no se lo encontré. En muy poco tiempo caí en la tentación de morder el caramelo. Mi boca se llenó de trozos de piruleta, varios caramelitos granates viajaban entre mi lengua y los dientes. Un breve instante de arrepentimiento por haber mordido atravesó mi cabeza sin llegar a perturbarme, los siete u ocho trocitos de caramelo en el interior de mi boca me tuvieron entretenida un buen rato. Disfruté de ese regalo que agradecí a mi madre con un enorme abrazo. Sin conseguir abarcar su contorno a la altura de las caderas, mis manos descansaban en el nudo que sostenía su delantal. 

No recuerdo más piruletas, su gusto agradable y dulce no me engañó del todo, quedé insatisfecha por su sabor. La atracción que sentí por el diseño se ha mantenido toda mi vida. 

Hoy me gano la vida como diseñadora industrial, dirijo mi propia empresa con cinco empleados, cuatro de ellos son diseñadores gráficos e ingenieros. El logo y el nombre de mi empresa es un guiño a mi vida. La piruleta.

19.9.20

Enamorada

 


Llueve, hará mucha falta para el planeta, la limpieza de la atmósfera, llenar los pantanos y para mover la economía. Ya. ¿Y no puede llover de lunes a viernes? Hoy tengo plan. Cuando llueve el pelo pierde su compostura, se riza, se alborota y pierde el peinado que tantos esfuerzos le dedico. No me gusta la imagen de descuidada que transmite mi cabello rebelde.

Dedicaré la mañana a recomponer mi pelo, quiero estar deslumbrante para la hora de comer, hoy tiene que ser el día, no voy a esperar más. Me tiene un poca harta con sus dudas, qué más quiere. Estoy entregada en la escucha de sus interminables dilemas, compañía a demanda, asesora de moda e imagen, correctora de textos, hombro para llorar, incluso he ido al cine en versión original para ver una película en coreano. ¿Existe prueba más grande que esta? Cierto es que me dormí y no es fácil, para mí el coreano suena a enfado, gritos y siempre terminan las frases en a. No lo soporto, ese tono musical monótono de enfado chillón. Sí, me dormí. Hasta ronqué. En la sala convivimos cinco pirados intentando seguir el argumento a una película absurda. Creo que mi ronquido despertó a más de uno. Me gané un codazo en las costillas del que aún mantengo recuerdo en forma de cardenal. 

Comida informal en un restaurante del centro de Madrid. Informal no está en mi diccionario, me visto de princesa, con mis mejores galas, el maquillaje perfecto y el peinado dominado. La calle, más vacía que de costumbre. El centro está muerto, sin los turistas ahuyentados por el temor al contagio del virus se quedaron en sus lugares de vida, el resultado desolador. Varios locales cerrados con carteles de traspaso o venta. Restaurantes con aforo limitado y muchas mesas libres. La crisis se ceba con los que viven del turismo. 

El restaurante se encuentra prácticamente vacío, cuatro de las doce mesas están con clientes. El camarero se contagia por al aburrimiento del poco trabajo, languidece y pierde la atención. Le llamo hasta tres veces para que se acerque a nuestra mesa, viene solícito y sonriente. Sin quitarme ojo de encima, le gusto. Espero sacar algo de ventaja con su servicio.

Una vez dictada la comanda, nos volcamos en nuestra conversación. Me toca el papel de psicóloga paciente que desmembra cada parte del problema hasta banalizarlo e intentar demostrar que no es para tanto y que de esto se sale más fuerte.

Sus ojos me miran sin ver, no profundizan en los míos. No sabe leer mi sentimiento, mi amor y mi desesperación. No lo sabe pero hoy me he dado un ultimátum, si no enganchamos, me olvido de este amor que me está consumiendo y no me lleva a ningún lado.

La comida pasa rápido, el servicio de cocina es ágil y nuestra hambre escasa. Salimos a la calle buscando un poco de aire, la plaza de España y el cercano templo de Debod nos llama. Me agarro a su brazo procurando rozar más de la cuenta mi pecho derecho con su hombro. Su colonia y la mía se mezclan, combinan bien, son olores compatibles. Hasta en eso. Juego con la piel de su muñeca, mis uñas acarician esa zona mientras la conversación nos lleva a lugares preferidos para viajar.

Rodeamos el templo hasta la barandilla del mirador de la casa de campo. Silencio. Mi vista se pierde en el horizonte, más allá de las siluetas de los grandes aparatos del parque de atracciones. Es hoy o nunca, me juego perder o ganar. No puedo vivir con esta agonía, tengo que decirlo, por mí. Por mi tranquilidad, con sinceridad y sin temor. No hay nada malo en querer a otra persona.

Estoy enamorada de ti. 

Sin atreverme a cambiar la mirada del horizonte. Mis orejas están atentas a cualquier sonido que me pueda dar una pista de cómo reacciona tras mi declaración. Nada, silencio. Vuelvo a repetir

Estoy enamorada de ti. Quiero que lo sepas. No puedo vivir más con esta situación. Te quiero, eres mi vida y deseo estar contigo siempre.

Silencio. Noto cómo traga saliva. Me preparo para la mala noticia. Sus manos se apoyan en mis hombros, a mi espalda. Noto cómo me obligan a girarme ciento ochenta grados. Nuestros ojos se encuentran. Me acaricia la cara con su mano derecha, puedo notar el metal de su alianza recorrer mi pómulo. Me siento morir, soy un volcán de emociones. Quiero que termine ya esta secuencia, que me aclare de una vez, que se vaya, que me bese. Que haga algo. Su mirada ahora sí me ve. La profundidad de sus ojos transmiten sosiego y una enorme paz. Su mano izquierda retira unos pelos rebeldes de mi flequillo que se estaban enredando con mis pestañas.

Y yo a ti, tonta. Y yo.

Por fin me besa. Tan largo es el ósculo y tan extraño para los pocos que están a nuestro alrededor. A nuestra edad, sesenta y dos, no es frecuente ver demostraciones de pasión en la calle. Con habilidad nuestras mascarillas se han caído como dos baberos. Empiezo a reír, sin poder evitar parar. Río y río empujada por los nervios. No me lo puedo creer. Por fin.

¿Cómo se lo digo a mi marido?, me dice.

No lo sé, entiendo que de una manera civilizada, lo entenderá. Es amor, le dolerá perderte y lo entenderá, el amor lo entiende todo el mundo

Después de quince años juntos, le voy a destrozar

Piensa en ti, piensa en mí. Merecemos ser felices y nos queda vida por disfrutar

Pobre hombre, siempre me ha cuidado

Por lo que siempre me has contado no hay amor, nunca lo sentiste. Fue la presión social, la edad o vete a saber el qué lo que os unió en una relación dormida

Pobre Miguel

Sí, Juan, pobre Miguel. Piensa en ti, ganas vida, alegría y amor

Miguel odia a los transexuales, no entiende el cambio de cuerpo. Cuando se lo cuente le voy a destrozar

Le va a doler, sea yo hombre o mujer. Te pierde a ti y eso duele, sin importarte quién sea yo. Cierto es que estoy a medias, me faltó dinero y ganas de quirófano. Tengo un buen pecho femenino. Me siento mujer y amo como un hombre. ¿A ti te gusto así? ¿Sí? Pues, adelante mi amor.

7.9.20

El valor de un abrazo

 


Para Fede y Paqui


El ser humano aún con las costumbres matizadas por las diferentes culturas, necesita del contacto con sus semejantes. El tacto ya sea más íntimo a imagen del extremo oriente o más extrovertido como en el mediterráneo; siempre está presente en nuestras relaciones. 

El tacto y la mirada crean vínculos de afecto entre los humanos. Ayuda a identificar los sentimientos, a dar apoyo, a consolar y a amar. Somos seres sociales, casi gregarios. Un abrazo expresa más sentimientos que mil palabras, una mirada franca une una conversación por encima de la retórica. Los amantes buscan el contacto, los amigos se abrazan, se apoyan. Los amigos en culturas de Asia lo demuestran andando unidos con las manos enlazadas, en culturas como la nuestra los amigos se abrazan y besan al encontrarse.

Estamos unidos a nuestra especie gracias al contacto. Unir las yemas de los dedos con las de otra persona genera un crecimiento de la empatía y de la energía vital. Los espíritus de los unidos sienten que adquieren una deuda vital con el espíritu de la otra persona.

Dicen que cuando muere alguien muy cercano, te duele en el alma. Ese vínculo espiritual se rompe y el superviviente nota la ausencia hasta el punto de somatizarlo como dolor.

Tu descendencia hereda además de la carga genética, la suma de abrazos, de caricias, de  roces. Toda esa fricción mezcla los espíritus entre progenitores e hijos consiguiendo nuevas relaciones espirituales. Es el secreto de la prevalencia del ser humano. El contacto reiterado fabrica espíritus homogéneos, por esa razón, cuando por ley de vida los mayores nos dejan, su espíritu pervive entre nosotros. Siempre queda mucho de nosotros en el mundo. Cuanto más abracemos, amemos, toquemos y besemos, más huella dejamos.

Tengo dolor en mi corazón. Paqui se ha ido, joven, jovial, sonriente y alegre. Su espíritu se ha frotado tanto con los nuestros, que mucho de ella se queda. Solo tengo que recordar su risa para verla sentada con nosotros. Su mirada profunda, con coraje, sentida y limpia la hemos perdido. Lo que sentía con esa mirada, perdurará mientras viva. 

Te quiero mucho, Paqui. Me conformo con sentirte cerca, gracias por rozarte, gracias por repartir tu bondad entre todos nosotros, todos somos un poco tú. Tu espíritu perdurará entre nosotros.


6.9.20

Nuevos vecinos

 


La urbanización “El pinar” es un recinto de casas unifamiliares con amplias parcelas que permiten disfrutar de un jardín, piscina e incluso canchas de padel o tenis. Construidas la mayoría de las viviendas en los años ochenta del pasado siglo, en el fin de la moda de la segunda residencia en la sierra. Poco a poco los campos colindantes se han ido urbanizando, promocionado por los ayuntamientos, de viviendas adosadas en su mayoría. La mejora de las carreteras, la prolongación de la línea de ferrocarril con conexión directa a la capital con alta frecuencia de trenes y el cambio en los gustos de las familias que apostaron por una vida urbana en el medio rural favoreció que familias trabajadoras de la capital fijaran su residencia en la sierra. 

Este cambio de moda afectó a la urbanización “El pinar”, los propietarios históricos espaciaban cada vez más sus visitas a sus segundas residencias, sus hijos crecieron y tienen sus vidas; las casas son muy grandes para acoger a los matrimonios con edad avanzada. Los altos precios que han llegado a alcanzar las viviendas de la sierra y sus amplias parcelas convirtieron sus fincas en atractivo para los constructores. Muchos vecinos terminaron por vender sus casas. Nuevos vecinos aparecen por la urbanización con sus coches de gran cilindrada, sus trabajos importantes y sus vidas urbanas. Ya no se ven grupos de chicos en bicicleta explorando los alrededores, ni cazando lagartijas. Abundan las motos e incluso los mini coches que no dejan de ser un motocarro con volante. La vida cambia. 

La gran casa de los Martinez, antaño la envidia de la urba, vecinos de la parcela de mi familia, desapareció bajo la presión de las palas escavadoras, en su lugar levantaron cuatro casas con parcela que según nos informamos costaron cerca de millón y medio cada una. Los nuevos vecinos son majos. En la primera casa, la más cercana a la mía, vive una mujer de unos cuarenta, aparente, bien vestida que conduce en Q3. Madruga mucho para ir a la capital, siempre en traje de chaqueta. Media melena muy cuidada y zapatos de tacón. Todas las mañanas aparece en zapatillas blancas de tenis y sus zapatos de tacón en la mano. Se cambia al llegar a su trabajo. Tiene una hija de unos siete años al cuidado de una interna de origen peruano. No le conozco padre. 

En la segunda vivienda se aloja un matrimonio de similar edad que la anterior, también coches de alta gama. Tienen tres hijos entre catorce y once años. Todas las mañanas salen con sus chaquetas verdes y sus pantalones grises. Está claro que son alumnos del colegio de opus que está a unos doce kilómetros. Un autobús pasa a recogerles por la mañana pronto. La tercera casa es de un matrimonio maduro, no llegan a los sesenta y por lo que comentó el día que vino a presentarse es prejubilado de Iberia. Fue piloto y su mujer también se prejubiló con él. Viven muy cómodamente, viajan con asiduidad. El golf es su deporte preferido, ambos suelen ir al campo de la urba dos o tres mañanas a la semana. Una mañana coincidí con ellos, juegan a buen ritmo con ánimo de pasear. No se molestan en terminar los hoyos en el green. Levantan bola y siguen. Tras sus dieciocho hoyos marchan a su casa para sus rutinas. Muy educados y sociables, en poco tiempo se han dado a conocer entre los históricos de la urba

Los habitantes de la última casa son los que me tienen más intrigado. Una familia de cinco miembros, matrimonio con abuela y dos hijos, chica y chico. El pack completo. Su vestimenta es más desenfadada de lo habitual en la comarca. Las chicas de la familia tienen por costumbre ir con túnicas a modo de vírgenes vestales. Los chicos, más hippies. El olor a chocolate de sus pipas llega hasta mis dominios estando a bastante distancia. Juan, el marido y padre, conduce un opel con veinte años de antigüedad. Maite, su mujer, se mueve en bicicleta, de esas con la cesta en el manillar. Los hijos de unos quince o dieciséis años van al instituto del municipio que se encuentra a unos dos kilómetros, distancia que recorren a pié cada día. 

Me intrigan, por lo distintos que son y porque tengo menor visión desde mi ventana de su casa. He dedicado los últimos meses a observarles, no soy cotilla, es por curiosidad sana, comprender cómo pueden vivir esos vecinos tan diferentes. ¿De qué hablan?¿Qué les preocupa?¿Cómo han podido pagar esa casa cuando aparentan menores ingresos que los nuevos vecinos? Ayudado de mi cámara con zoom, vigilo fundamentalmente a Maite ya que Juan pasa mucho tiempo fuera de casa. Hace yoga por las mañanas, instruye a la empleada del hogar que limpia y cocina sobre las tareas del día y tras sus ejercicios desaparece de mi control durante unos veinte minutos que es cuando debe ducharse, deduzco porque aparece siempre con una túnica clara color hueso y el pelo mojado que deja secar al aire en su terraza. Todo aparentemente normal. Juan llega a eso de las ocho y media todas las tardes y los chicos en su horario escolar. 

Me intrigan varios detalles, nunca les he visto comprar comida ni sentarse a la mesa a comer. No recuerdo imágenes de desayunos, ni de tazas de café o comidas en la cocina o en el jardín. Con lo importante que es para mí la comida, me cuesta entender que una familia no dedique tiempo a disfrutar de los alimentos. También me llama la atención que al anochecer, nunca encienden luces en la casa. Su pequeño jardín sí cuenta con iluminación, lo que me demuestra que no tienen problemas para pagar el recibo de la compañía eléctrica. Y lo que más me mosquea es que no tienen contacto físico entre ellos, en las ocasiones que coinciden los cinco, mantienen una distancia personal exacta entre ellos, que suelen mantenerse en pié en un círculo imaginario. Por cómo se dirigen a Maite, está claro que ella es la responsable, la jefa de la familia. Todas las decisiones son consultadas con ella. Mide unos centímetros más que Juan y que los chicos. Le calculo 1,85 a Maite; 1,80 a Juan y los chicos aproximadamente 1,75 metros. La abuela un poco más bajita. Maite es la jefa. 

Ayer por la noche, a eso de las diez, llegó el vecino de la segunda casa. Por despiste puso las luces largas de su coche, solo un instante, apenas unos segundos, hasta que se dio cuenta y las apagó justo antes de bajar de su vehículo. El potente chorro de luz de sus faros iluminó el salón de la cuarta familia. La escena iluminada la tengo grabada desde ese instante, en un perfecto círculo, pude apreciar a Maite con más espacio a sus lados y los otros cuatro respetando las posiciones  atentos a la madre. Juraría que se estaban comunicando sin hablar, en la oscuridad de su vivienda y suspendidos en el aire. Poco tiempo se iluminó la estancia y puede ser un efecto óptico con el que mi cerebro me quiere involucrar para seguir investigando. Estoy seguro que estaban levitando vestidos los cinco con unas túnicas sencillas. Casi como unos fantasmas, flotando en mitad de su salón, sin hablar. Noté la mirada de la abuela en dirección a mi habitación, como si notara mi presencia en la habitación a oscuras. Noté su mirada fuerte en mis ojos mientras una voz interior me decía, tranquilo somos pacíficos. 

Esta mañana he coincidido con Maite en la parada del autobús que me lleva a la estación del ferrocarril, de camino a la universidad. Me ha saludado y hemos hecho el recorrido comentando banalidades. Tiene una voz sensual, que te acaricia el oído y mece su cerebro embrujando mis neuronas. Tiene la capacidad de transmitirte una tranquilidad y una paz desconocidas para mí hasta hora. Noto que su conversación agradable y armoniosa me atrapa. No soy consciente mientras ocurre, simultáneamente a cómo recibo las palabras de Maite, mi cerebro va olvidando la escena de ayer por la noche. Al llegar a mi parada, me levanto con cuidado para evitar golpear a alguien con mi mochila de estudiante. Me despido con educación y bajo del autobús. ¡Qué voz! Para enamorarse de ese rumor. Casi juraría que no abrió la boca en ningún momento que se comunica directa a mi mente.

Por la tarde, de regreso, actúo sin pensar, mis rutinas dictan mis acciones. Ducha, música, estudio y cena. Tras la cena, mi rutina dicta limpiarme los dientes y repasar mi diario de exploración, donde escribo mis avances con la familia hippie. Leo lo que escribí ayer y no lo reconozco, no tengo memoria sobre lo ocurrido. Pongo toda mi atención en lo descrito. Estoy preparado. Hace semanas que decidí escribir todos mis descubrimientos y me conjuré que nunca dudaría sobre lo que escribí por si me pasaba algo. 

Mantengo la vigilancia hasta media noche. El recuerdo de esa voz me acompaña, Maite me está hablando directamente. Me está invitando a su casa, ahora. Dudo, no sé si fiarme. Insiste. Una atracción sexual nace en mí, con una fuerza desconocida que me llama para ir corriendo a la casa. Me resisto, no me fío.

Una imagen se me aparece delante de mí. 

No temas, soy Maite, me dice sin abrir la boca ni articular palabra 

¿Quién eres?¿Quienes sois? 

Somos amigos que hemos venido a vivir aquí, no podemos volver a nuestra casa, una fuerza externa muy bien entrenada invadió nuestro hogar y nos hemos escondido aquí. 

¿Quiénes sois?

Amigos

¿Amigos? 

Mira al cielo estrellado en dirección sur, descubrirás una estrella de color azul, de allí venimos, de un planeta muy parecido a este tan acogedor.

Me voy a dormir, no estoy para cuentos.

Al abrir las sábanas para entrar en mi cama, veo a Maite desnuda sobre la misma. 

Tienes que creerme, Oscar, nuestra seguridad va en ello 

¿Cómo te llamas? 

Elipán, me dicen. Para tí Maite. Me dice mientras toma mi mano acercándome hacia ella. A las caricias a mi cerebro se unen sensaciones en mi piel. Su voz embriaga, su tacto enloquece ¿Cómo no voy a confiar?


2.9.20

Lucía ojos azules

 

Lucía es mucho de enumerar, de contar. Trabajó durante un tiempo en una guardería infantil a cargo de quince niños de dos años de edad. Uno, dos, tres, hasta quince. Lo hacía continuamente. Al salir del aula, al regresar, mientras comían. Su gran temor era perder un niño, una responsabilidad a la que nunca llegó a acostumbrarse. Por eso dimitió. 

Mas la costumbre sumadora se le quedó y la incorporó a su día a día, con gran trajín, cuenta y cuenta. Una, dos, tres mujeres embarazadas. Seis carros de mellizos por la calle, ocho ancianos con zapatillas deportivas, siete culonas con mallas compresoras negras, cincuenta y dos escalones hasta el garaje, seis mil novecientos trece pasos en su paseo matutino antes de prepararse para ir a trabajar. 

Esta tarde han quedado en la casa familiar para celebrar el encuentro anual entre los primos Blazquez, quince nada menos. Lucía es puntual y como siempre, se presenta la primera. La recibe su abuela con quien comparte nombre y color de ojos, azules llenos de vida. Color océano los llama su abuela Lucía. 

Hola cariño, siempre la primera, pasa, ven, ayúdame con los preparativos. Supongo que tus primas y primos llegarán con retraso, como siempre. 

La abuela hace de anfitriona interesada en mantener el contacto entre la segunda generación de su linaje consciente de que es que al faltar ella fácilmente los contactos se diluirán por efecto de las quince vidas y sus evoluciones. 

Todos los años, en la primera semana de septiembre organiza una merienda a la que invita a todos sus nietos a los que lleva comprometiendo para la causa durante todo el año, impidiendo cualquier deserción y eso que Emilio siempre lo intenta, hasta ahora sin éxito. Menuda es la abuela cuando se empeña en algo.

Van llegando los primos y Lucía contando. De uno hasta dieciséis. Algo falla, vuelve a empezar, se repite así misma que no se cuenta a la abuela. Uno, dos, tres, dieciséis. Empieza a fallar. Ella siempre ha sido infalible con los números, no hay sucesión que se le escape. Vuelve a contar. Uno, dos, tres, cambia de habitación y suman cinco más, van ocho, en la terraza cinco más, van trece y en la cocina dos más con la abuela que sumándose hacen dieciséis. 

Abuela, ¿cuántos somos? 

¡Qué pregunta más extraña, Lucía! ¿Cuántos vamos a ser? Los de siempre. 

Lucía regresa hasta la puerta de la casa y repite el conteo. Riguroso, científico y ordenado, sin permitir que nadie cambie de escena. Dieciséis. Busca en el aparador de la entrada una pequeña libreta y un bolígrafo. Sabe que su abuela siempre tiene a mano esa libreta para apuntar imprevistos que necesita comprar. En la primera hoja, la lista de la compra. Su mirada acaricia con amor la letra inclinada y perfectamente alineada de la abuela. Pasa la página para utilizar una hoja en blanco. Vamos a ver Lucía, no te vuelvas gilipollas, escribe los nombres de los primos por orden y origen de tío.

Esperanza, Emilio y Nacho. Celia, Marta, Lucía 1 y Juan. Luis y María. Alejandro, Juan Antonio, Jorge y Javier. Su hermano Miguel y ella, Lucía 2. Total quince. 

Vamos a hacernos una foto de recuerdos todos. 

Ya suena Juan Antonio, el enamorado de retratar cada encuentro, cada vez que se juntan comparte un álbum en google fotos con cuarenta o cincuenta instantáneas de la reunión. Suelen estar muy bien y ayudan a recordar con el paso de los años cómo cambian de moda y apariencia.

Salgamos al jardín, instruye Juan Antonio. 

Ordena a los primos, con la abuela en el centro de los dos escalones de bajada a la hierba. Los altos atrás, las primas abajo con la abuela. Fija su cámara al trípode que siempre va con él y gracias a su mando a distancia, dispara un sin fin de fotos. Luego cambia las posiciones para la foto sin la abuela. Repite el protocolo de disparo. 

Tras el ejercicio de retrato colectivo, la abuela llama y fija el inicio de la merienda que consiste en una mesa repleta de comida con dos pilas de platos para que cada uno se sirva y pueda comer de pie o sentado en las sillas colocadas alrededor de la sala. De esta manera favorece la comunicación entre todos, evitando las limitaciones que produce la mesa que casi te obliga a dirigirte a los que se sientan más cerca. Perdiendo la oportunidad de conversar con los más alejados.

La cercanía de edad entre todos ayuda mucho a crear un ambiente de complicidad. Ocho años distancian a la mayor, Esperanza, con el pequeño, Javier. Durante los años escolares ocho años es un mundo. Ahora con todos adultos se reducen las diferencias, se facilita la unión y se asientan las relaciones creadas hace años al calor del veraneo en conjunto. Coinciden ejemplos donde más que primos, son amigos. Les unen lazos antiguos, complicidades adolescentes e incluso aprendizajes naturales llenos de curiosidad y morbo. 

Lucía reconoce que cada año siente pereza para ajustar sus tiempos para dedicar un día a la merienda de la abuela, acude gracias a su insistencia implacable, al igual que le ocurre a cada uno de los asistentes. Están juntos por lo pesada que es la abuela y por cómo es capaz de decir a cada uno la frase necesaria para asegurarse su presencia. 

Lucía reconoce que cada año se alegra por compartir la experiencia y disfrutar de su familia en un ambiente agradable y cercano.

Sobre la mesa quedan doce medias noches, ocho pastas de mantequilla y tres porciones de tarta de Santiago que hace la propia abuela. Nada más. Poco queda por contar. Un éxito.

Juan Antonio, termina su álbum, tras enseñarle en exclusiva a la anfitriona que disfruta de cada una de las instantáneas, lo comparte con el resto de los presentes. Reciben todos los primos la invitación para adherirse al álbum de recuerdo. Sesenta y dos fotos. El año que más. Dos de los corrillos formados comparten comentarios de cada una de las instantáneas. Alguna risa remarca situaciones cómicas descubiertas por el objetivo de la canon de JuanAn. Lucía se anima a repasar por encima las fotos, esa noche en casa las verá despacio. Las fotos en el jardín llaman su atención, están todos e instintivamente suma. Dieciséis con la abuela en el centro, sonriente y con sus ojos azules llenos de felicidad. La siguiente foto es donde están los primos sin la abuela. Otra vez dieciséis. 

Vuelva a contar, no puede ser. Dieciséis. Levanta la mirada de su móvil, encuentra los ojos de su abuela esperándola. Mirada amable que la hace comprender que ella sabe lo que está pasando. Lucía se levanta para acercarse a su abuela.

Lo sé hija mía, lo sé. Sólo tú lo ves ¿verdad? 

¿Quién es? 

Eres tú, mi amor, tu imagen de hace mucho tiempo, de cuando te fuiste con doce años. Es hora que tu alma descanse. 

- Estoy aquí, abuela. Y entonces ¿salgo dos veces?

Sales con tu imagen del pasado y la que tendrías hoy. Una imagen idéntica a como era yo con veintitrés años. Piensa, mi amor, piensa ¿Con quién has hablado hoy?¿Qué has comido? Repasa las fotos. 

Lucía repasa las sesenta fotos restantes. 

No estoy en ninguna, abuela, salvo en las de grupo 

Porque no estás. Sé que has venido a por mí, te intuía desde hace tiempo. 

Las Lucía del pasado y del presente desplazan su mirada alrededor de la sala, la familia pierde nitidez se difuminan hasta borrarse todos los cuerpos. Se han quedado solas, el reloj de pared del salón marca con sus campanadas las diez de la noche, en septiembre ya es de noche. Los ojos azules infinitos de Lucía se apagan. Una vecina comentará que vio volar, en la oscuridad, a dos gorriones en dirección a la luna. Dos gorriones azules. Azul océano.


Buen viaje, Joe

  Joe, simplemente Joe. Omitiendo, desde siempre, el rango familiar de tío. Recuerdo tu aterrizaje entre la familia cuando Ana, también sin ...