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8.10.21

Vidas paralelas

 



Recuerdo mi fascinación por la mujer del parque. Siempre arreglada con abrigos de un paño que desde lejos se adivina de calidad, coronado por un pañuelo de seda anudado alrededor de su cuello, manos cuidadas y voz suave, de esas que nunca levantan la voz. Con delicadeza hace aparecer la merienda de su hija de una pequeña maleta del tamaño de una libreta.

 

Alguna vez hemos coincidido jugando juntas sin llegar a ser amigas hacemos un buen equipo. Ella viste el uniforme de las Clarisas, con sus calcetines altos color azul que nunca los vi caer. Su pelo siempre recogido en dos trenzas perfectas con un olor perenne a colonia. Se llama Sara, adorna su cara una incipiente sombra preludio de bigote moreno. Su nariz ancha, me recuerda a la narizota de mi madre, ancha y con las cuencas muy abiertas.

 

Me fascina esa mujer por su elegancia, su saber estar y por esa postura al sentarse, siempre con sus piernas juntas protegiendo la intimidad que cubre la falda. Mi madre, Isabel, es más destartalada. Siempre en chándal y zapatillas de deporte, no recuerdo haberla visto nunca con falda y mucho menos con vestido. Trabaja en un supermercado reponiendo las estanterías y cobrando en la caja. Su horario es amplio y exigente. Tanto que llega derrotada. En ocasiones, olvida quitarse sus zapatillas blancas que imitan a una marca muy cara de deportivas y se tira en la cama durante horas, durmiendo a la hora que tenga a bien tumbarse. 

 

Hay días que almorzamos a la hora de la merienda y ya que se pone, la convierte en merienda cena para trabajar poco. Mi padre, Juan, casi siempre está en casa, sobrevive con trabajos esporádicos. Hombros caídos y peludos, camiseta blanca de tirantes llena de lámparas de grasa imposibles de limpiar por su descuido recurrente y viajes intermitentes a la nevera. Solo cuando falta cerveza se escucha su voz recordándole a mamá que tiene que traer más bebida del súper. No hay mucha conversación, el rumor de la televisión, siempre encendida, llena de ambiente mi hogar. 

 

He jugado con Sara a las muñecas, me ha prestado la suya. Un modelo publicitado en televisión, deseo de todas las de mi generación. Yo le he prestado la muñeca de trapo que me hizo mi abuela con retales. Nos hemos intercambiado nuestros mundos por un momento. Su madre, Ascensión, ha repartido la merienda que traía preparada para Sara para que nos llegue a ambas. Le conté que mis padres no estaban en el parque y que bajo sola a jugar. Le señalé mi casa a escasos doscientos metros de distancia en una zona sin tráfico. Ella asintió con mirada de lástima mientras nos iba racionando las galletas de la merienda. 

 

Suenan las campanas de la ermita, mi señal para regresar a casa, doy las gracias por todo y me despido. No he recorrido tres metros cuando oigo la voz melodiosa de Ascensión.

 

–¿Cómo te llamas, niña?

–Laura. – me despido con la mano mientras corro hacia casa.

 

Doce años después, coincido, en una noche de botellón, con Sara. Nos saludamos con el respeto del sabernos compañeras de juegos en la infancia. Ella tan mona, con ropa de marca, sigue con sus trenzas, el bigote ya lo disimuló. Todavía no tiene edad para arreglarse su nariz. Yo con un chándal heredado de mi madre, cada una a su estilo nos comportamos con total normalidad una con la otra, nuestras amistades desconfían. Choca mucho la diferencia social entre ambas y lo bien que nos llevamos. 

 

–¿Sabes, Sara? Parece que mi madre no era mi madre. 

–No entiendo. 

–Es complicado, mi madre falleció cuando yo tenía seis años. Mi padre me dejó al cuidado de mi abuela materna. Hasta ahí bien, resulta que mi abuela cansada de reclamarle el dinero para mi cuidado le puso una demanda en el juzgado ante su negativa a pasar la pensión de alimentos. Él argumentó que yo no soy su hija y el juzgado terminó solicitando una prueba forense de ADN que confirmó que no soy hija de mi padre ni de mi madre. 

–¿Y eso, cómo puede ser? 

–Eso es lo que quiero averiguar. He visitado al abogado gratuito que te ofrece el ayuntamiento y parece que la única opción para conocer la verdad es demandar al hospital donde nací. 

–¿Dónde naciste? 

–En el San José. El 7 de octubre de 2002

 

Sara queda pensativa, aparentemente afectada, con la mirada perdida en un infinito ilocalizable. Sus grandes aletas de la nariz se abren y cierran a un ritmo acelerado y creciente. 

 

–¿Estás bien? –pregunto. 

–Sí, perdona, yo también nací en el San José. –Calla que ambas coinciden en la fecha de nacimiento– ¡Qué fuerte! Ya me irás contando, Laura.

 

Dos años más tarde, ya con dieciocho años, Sara, junto con otras dos mujeres que nacieron el mismo día en el hospital de San Juan, recibe una notificación judicial para realizarse una prueba de ADN.

 

Sara intuye el resultado y se llena de miedos ante la posibilidad de perder a sus maravillosos padres. Miedos que su madre mitiga con ternura y una explicación sobre el concepto de ser madre e hija.

 

Sara y Laura nacieron con una diferencia de cinco horas, ambas compartieron sala de incubadoras durante un par de días. La enfermera encargada cometió el error involuntario de cambiar las hijas a sus madres, variando sus futuros. El destino resulta ser muy cruel con Laura. 

 

Casi con total probabilidad este intercambio nunca se habría conocido de no haber sido por la tacañería y el dolor de cuernos de Juan. 

 

La apariencia física de Laura alimentó durante años la sospecha de Juan sobre la infidelidad de la difunta Isabel. No era capaz de encontrar ningún gesto o característica física en la niña que le recordara a su familia. Se llegó a convencer de que no era su hija lo que terminó por justificar su incumplimiento de sus obligaciones económicas como padre.

 

La investigación ordenada por el tribunal confirma que Laura es hija biológica de Ascensión. 

 

El juzgado de familia sentencia en favor de la demandante, la abuela, y obliga a Juan a pagar la manutención de Laura actualizando los meses de impago previos. El argumento expuesto aclara que la paternidad legalmente reconocida es la que se refleja en el Registro Civil y en el Libro de familia. Laura fue inscrita como hija de Juan e Isabel lo que la convierte en su hija desde un punto de vista legal.

 

El abogado me aconseja reclamar judicialmente al Hospital y a la Comunidad Autónoma por los daños morales ocasionados durante estos años de separación de mi vínculo sanguíneo. Daños muy difíciles de cuantificar. ¿Cuánto vale una vida miserable comparada con una vida en un entorno normal, cariñoso, ordenado y limpio?

 

Actualmente estoy en tratamiento psicológico en un intento por mitigar el estado de ansiedad y desapego general que me impide conciliar el sueño, ordenar mi vida y centrarme en los estudios. Desearía encontrar el valor para ir a visitar a Ascensión, aquella mujer que me tenía fascinada en mi niñez y que tan amable se mostró siempre conmigo. Resulta que es mi madre biológica. Me frena poder hacer daño a Sara. De alguna manera somos como hermanas. Suelo verlas de lejos, a Sara paseando con su madre y mantienen intacta su relación forjada durante dieciocho años de cariño y complicidad. Esa vida que estaba escrita para mí y me robaron.

 

–¡Qué mala suerte y qué mala solución tiene todo esto! y ¿ahora qué, papá? o ¿te tengo que llamar Juan?




Ficción inspirada en una historia real:https://www.niusdiario.es/sociedad/sucesos/joven-reclama-indemnizacion-tres-millones-salud-larioja-intercambio-bebes-incubadora-reciennacidos-ninas_18_3199095114.html

7.8.21

Hikikomori

 


– Miguelito, son las once de la mañana. Ya es hora de que te levantes – Carmiña está que trina, no soporta ver a su hijo en plan camastrón perdiéndose la vida con tal de dormir sin parar.

 

No oye respuesta alguna, ni un sonido que señale algo de actividad tras la puerta de la habitación del niño. En plena adolescencia le permitieron, por intercesión de su padre, decorar la puerta de su dormitorio con un letrero escrito sobre una señal de tráfico de stop – No pasar – 

 

– ¡Miguel! – suena fuerte y agudo. Hoy no tiene el coño para ruidos y su hijo le está agotando la paciencia – ¡Miguel! — repite

 

Seguimos igual, sin vida reconocible al otro lado de la puerta. En lenguaje materno por todos conocido en la casa, perder el diminutivo en el nombre, indica que Carmiña ha sobrepasado el nivel superior de la paciencia. Ningún mortal arriesga su integridad ni se le ocurre superar la tercera llamada.

 

– ¡Miguel, la madre que te parió!

 

Carmiña abre la puerta del territorio prohibido con la energía de la rabia y la frustración. En su interior lleva cociendo la intención de limpiar y ventilar el estercolero en que se ha convertido la habitación de su hijo aficionado a la informática y a los juegos conectados a internet. En Japón bautizaron a los jóvenes que pasan el día encerrados con la única compañía de la tecnología. Esos jóvenes que entre el ordenador, la consola, los juegos, las series y alguna película son capaces de estar años sin salir de su domicilio, abandonando su habitación solo para la mínima higiene imprescindible o para alimentarse, preferentemente con bebidas excitantes con taurina y cafeína que les ayude a permanecer más tiempo conectados sin que les venza el sueño. Hikikomori.

 

La última vez que Miguel se dignó a pisar el exterior de su domicilio fue el día que una sobrecarga en el sistema eléctrico del barrio colapsó por exceso de demanda en plena ola de calor africano. Seis horas sin luz son seis horas sin internet, buscó desesperadamente un local cercano donde tuvieran wifi disponible, sin suerte pues la avería fue general. Descubrió que la moda había cambiado, las barbas desaliñadas y el pelo largo habían migrado a cortes de pelo muy agresivos con el cogote afeitado al estilo de marines de academia naval. Las ropas más estrechas permitiendo presumir de cuerpo atlético y escasamente alimentado. Eso fue meses atrás.

 

Carmiña del impulso de su entrada, choca con la mesa situada al fondo de la estancia junto a la ventana. Sube la persiana y el fuerte sol del mediodía de agosto ilumina una habitación con tres pantallas, una de ella una televisión de cuarenta pulgadas, dos ordenadores y una maraña de cables conectando servidores, plataformas y pantallas. Un botella de coca-cola junto al teclado, de cristal, por supuesto. Miguel lleva su fanatismo protector del planeta hasta el límite descartando comprar todo aquello que se encuentre dentro de envases de plástico o de lata. En la pared la orla de su promoción en la Universidad, más de cuatro años han pasado desde que se graduó sin conseguir trabajo serio alguno, salvo los que puede desarrollar desde sus teclados encerrado en su cárcel. La cama perfectamente estirada, sin arruga alguna, la ropa colocada en perfecto orden por tamaño y colores en su armario. Tres fotos enmarcadas en la pared, con su padre, otra con Carmiña y una tercera junto a una pelirroja que no identifica, los dos sacando la lengua.

 

– Cariño ¿otra vez?

 

Carmiña con el pelo recogido con un pañuelo y el palo de la mopa en la mano gira su cabeza  hacia la puerta donde le espera la mirada bondadosa y paciente de Juan, su eterno compañero.

 

– Carmiña ¿No te acuerdas? Miguel se mudó con Carla y viven en San Francisco, en el sitio ese donde todos son informáticos como ellos. Volverán por Navidad acompañados de tu nieto que está próximo a nacer. 

 

¡Lástima de Alzheimer!

20.7.21

Un regalo repetido

 


Ovidio a sus ochenta y nueve años contempla la vida desde el rincón del prestado, ha ido perdiendo a sus amigos del alma de uno en uno. La soledad, su compañera más fiel a la que ha llegado a acostumbrarse, no le pesa, le acompaña sin dolor. Ha aprendido a acostumbrarse a las despedidas.
La lista la inauguró Elena, su mujer, su compañera del alma. Se fue muy pronto, a los sesenta y uno. Un cáncer maldito, dio la cara muy tarde, demasiado tarde. Meses después se fue Enrique, su hermano pequeño, en un accidente de moto. Dichosos vehículos donde vas expuesto a cada momento. Sus amigos Pablo, Esteban, Luis, uno tras otro. Cada vez quedan menos con los que compartir momentos de alegrías y lloros por los mejores tiempos pasados.
Dos años atrás, sus hijos le convencieron para ingresar en una residencia muy moderna, con todos los cuidados y actividades diarias. Accedió por no escucharles mucho y solo porque está muy céntrica, en su mismo barrio de siempre, le viene cómodo y le permite salir de paseo cada mañana por sus calles conocidas.
En la residencia ha conocido a Ana, una mujer muy agradable, elegante y de mirada limpia. Viuda desde hace muchos años, evita el color negro, dice que no le beneficia al color de sus ojos, verde esmeralda, muy vivos. El pasado fin de semana, estuvieron charlando casi toda la tarde mientras los más ágiles preferían desafiar al traumatólogo bailando sin parar. Hacia más de veinte años, desde que se fue mi Elena, que no había estado a solas con una mujer. Le gustó, de nuevas. 
Desde entonces, nota la mirada de Ana persiguiéndole a cada rato. Recuerda sensaciones vividas en el pasado y que no había contemplado recuperar, ligar a su edad, hasta hace unos días era una ficción. Hoy se siente más vivo que nunca. Alguna hormona le queda.
Ana es delgada, muy cuidada, sin pliegues en su piel, la mantiene tersa a pesar de su edad. Su temblor de manos revela su edad. Ovidio se sonríe al recordar un antiguo chiste sobre la preferencia de la población masculina de una residencia de ancianos por la vieja del párkinson con mano temblorosa que elegían los ancianos para apoyar sus adormecidos miembros buscando movimientos excitantes. 
La televisión nos recuerda que falta un mes para Navidad, cientos de anuncios encadenados de colonias, perfumes, juguetes y móviles. Tantos anuncios que llegas a olvidar la película de antena 3. "Volvemos en siete minutos", "volvemos en seis minutos". 
- ¿Qué me vas a regalar por Navidad? le pregunta Ana con mirada pícara.
- ¿Por Navidad?, nada. Si acaso quizá mis hijos me regalen cosas útiles que ya tengo, por Reyes.
- Entonces, ¿Qué me vas a regalar por Reyes?
Ovidio huye del conflicto, no quiere dañar a Ana. El no regala, no cree en los Reyes magos.
- Podemos organizar el amigo fantasma en la residencia. Ana con su alegría, ilumina su mirada.
La mira sin contestar. No le apetece nada el plan. Decide levantarse para dar su paseo diario. Necesita salir de este ambiente, le oprime.
Por la calle, todo recuerda la Navidad. Las luces fijadas a lo largo de la calle, que se iluminarán al anochecer. Publicidad de perfumes y lencería en las paradas del autobús, escaparates engalanados con estrellas, nieve y algún que otro espumillón. Odia la Navidad. A ver si pasa rápido.
- Ovi, escucha a su espalda. No le habían llamada así desde su Elena. Suena a familiar, a cercano.
Se gira y ve a Ana acercándose con ritmo decidido, sonríe.
- ¿Puedo acompañarte en tu paseo? se afianza en su brazo buscando apoyo y cercanía. Obliga a Ovidio a acompasar el ritmo a su andar más lento.
Se dirigen hacia el Estadio Bernabéu, que está de obras otra vez. La envidia de otro viudo con gafas que no puede admitir que el Atleti tiene el mejor y más moderno campo de fútbol de la capital. 
- Conozco una heladería muy buena cerca de aquí, te invito.
- Se me va quitar el hambre.
- Tampoco que vas a perder nada. Estos helados te van a gustar.
- ¿Qué quieres que te regale por Reyes?
- No me gustan los regalos, no creo en los Reyes.
- Pues me gustaría regalarte algo para que te acuerdes de mi.
- Si acabamos de conocernos. No me voy a olvidar estoy bien de memoria.
- No te acuerdas ¿verdad?
- ¿De qué me tengo que acordar?
- 1945 día de Reyes, en la cabalgata.
Ovidio entrecierra sus ojos, algo le viene. Una travesura de niños, escondidos tras la valla de los andamios que fijaban la fachada de un edificio que no había sido restaurado tras la guerra. Pablo, Esteban y él tonteaban retando a tres chicas con trenzas, de unos doce o trece años. Una de ellas le robó un beso en los labios, precipitado, seco y muy breve. Lo había olvidado.
- ¿Eras tú? Lo acabo de recordar. ¿Por qué me besaste?
- Fue mi regalo de Reyes. Me dijiste que no tenías regalo que tu madre no tenía dinero. Me diste lástima.
- ¿Y este año qué me vas a regalar? Ovidio lanza la caña.
- Nada, tú no crees en los Reyes. Y le besa, esta vez mejor, poniéndose de puntillas.

10.7.21

Maruja




Maruja - Llama en voz alta, con los mismos decibelios y entonación que ha utilizado durante los últimos treinta años - Maruja - repite impaciente.

Juan termina por levantarse con movimientos perezosos y se dirige a la cocina, tiene hambre, están a punto de terminar las noticias y su estómago le recuerda que cenar es una buena idea. Se asoma a la cocina, no hay nadie. Mira con curiosidad sin atreverse a entrar en una de las dependencias que nunca pisa, es territorio extraño. Todo está limpio y perfectamente ordenado, hoy no se ha cocinado. Al final traspasa el umbral de la puerta en dirección a la nevera, quedan dos cervezas de botella, abre una de ellas y va apurando en largos buches su contenido frío y apetecible mientras recorre la casa buscando a su compañera. 

¿Maruja? Se arrepiente de haber comprado una casa tan grande, la botella vacía de cerveza descansa en el primer escalón, sabe que alguien se encargará de ella, todo lo que existe en esta casa se ordena solo.

En el piso superior tampoco, ¿Dónde se habrá metido esta mujer? No recuerda que le hubiera avisado que tenía previsto ir de visita o que hubiera quedado con sus amigas. 

Vibra su reloj de muñeca, un aviso de calendario, faltan quince minutos para el inicio del partido. Baja al salón, pasando por la nevera. Mientras se aprovisiona siguiendo su dieta preferida, le devuelve el cristal de la puerta de la terraza su imagen. Rubio con el pelo rizado, a juego con su ojos verdes, cuerpo ancho y descuidado. El gran danés le apodaron en el colegio muy acertadamente. Termina de preparar su cena: Patatas fritas, chorizo, queso y una bolsa de torreznos, descorcha una botella de tinto de Rivera del Duero. Se ayuda de una bandeja para cenar frugalmente en su sillón preferido. Sintoniza el canal justo a tiempo para ver las alineaciones. La final de la copa tiene fama de ser el partido más emocionante del año. 

Vamos, vamos 

Grita como un aficionado más justo en el momento que suena el himno español. Juan se levanta con dificultad en señal de respeto, incluso sube el volumen con intención de molestar a su vecino de al lado, un pirado independentista que no razona y se cree la ensoñación esa con la que les tienen anestesiados para evitar que se subleven por los deficientes servicios prestados por el gobierno. Mucho hablar de independencia y en la calle no hay nadie, seguro que muchos verán el partido con el volumen muy bajo para evitar que la policía política que tienen en cada barrio les etiquete como un facha. A Juan le importa una mierda lo que piensen sus vecinos, él nació en Cuenca y se siente español, muy español y nadie le va a obligar a renegar de su tierra, de su habla y de su sentimiento nacional.

Sus ciento diez kilos de humanidad se acomodan en su sillón, atacando con rapidez el menú “mediterráneo” que se ha preparado. 

Su equipo pierde el partido ofreciendo una imagen lamentable, a su pesar tendrá que soportar las bromitas de los pesados de turno en la oficina. - A ver quién aguanta mañana a Jordi - se dice. El prototipo de compañero de trabajo que solo se digna a hablar contigo cuando pierde tu equipo. Si ocurre alguna de las otras opciones, empatar o ganar, Jordi desaparece de tu vista durante días. 

- Joder, las once y media y esta mujer no aparece - piensa. Repasa su móvil, sin mensajes ni llamadas.

Baja el volumen del televisor mientras recorre con el mando a distancia uno a uno todos los canales buscando algo que le llame la atención. 

Papá, papá, despierta, son las nueve de la mañana

 Siente que le zarandean con fuerza mientras él sigue resistiéndose a abrir sus ojos

- Te has vuelto a quedar dormido en el sillón, verás ahora tu espalda - le regaña

Juan, por fin abre los ojos, necesita un café bien cargado

Hola princesa ¿Qué haces aquí? 

Su hija del alma, la alegría de su vida. Pequeñita, pelo lacio negro azabache, ojos rasgados marrones, delgada, ágil y sonriente. La filipina para el barrio 

Habíamos quedado en que pasaba a recogerte a esta hora. Hoy es la fiesta de cumpleaños de tu nieta

Antes de despertarle, ordena un poco el desastre de la bandeja de la cena. Lo poco que ha sobrado no se puede guardar en la nevera tras tantas horas sin refrigerar. Limpia los baños y airea las habitaciones. Le da una vuelta a la casa.

¿Y tu madre? Anoche salió y me dormí antes de que regresara - Repasa con la mirada, buscando a su Maruja. 

Su mujer de toda la vida, triste y amargada. Castaña de pelo rizado, Cuerpo de pueblo, culo grande fofo, muslos anchos, piernas cortas, escaso pecho, ojos oscuros, siempre vestida de luto sin necesidad. El as de picas de la baraja.

¿No te acuerdas, papá? Se marchó el mes pasado. No va a volver.

Los ojos de Juan giran perdidos con la mirada ausente. Algo recuerda, sí. Se fue sin decir nada. Se fue harta, en silencio y sin portazo. Se cansó Maruja de todo, de preparar su comida, de aguantar su tonito, de su falta de sensibilidad, de su desorden, su egoísmo y de treinta años tirados a la basura por una mala decisión, tapar un embarazo no deseado con un tonto a quien colocárselo. 

6.7.21

Orgullo y prejuicio

 



Acudir como invitado a una boda sin conocer a nadie supone superar una prueba de obstáculos. Te enfrentas al juicio silencioso de las miradas escrutadoras de las propias del lugar, a la dificultad de conseguir mantener alguna conversación inteligente y amena prolongada lejos de los tópicos del lugar y de sus giros locales al lenguaje. Incluso notas el juicio que soporta tu ropa de moda en tu lugar de origen. Moda que difiere mucho de la imperante entre el resto de invitados. Un ejercicio complicado para alguien tendente a la introspección empujado por su naturaleza tímida. 

En esta ocasión inciden dos agravantes a su situación, la celebración se desarrolla en un ambiente ordinario, chabacano y barrio bajero, muy diferente a donde acostumbra vivir y por otro lado sufre mal de amores. Luis sufre por su amor no correspondido que se está uniendo a otra persona prometiendo fidelidad en un contrato a largo plazo, hasta que la muerte les separe. Cada mirada que dirige a los novios es un dardo que se le clava en el alma. Se lamenta no haber tenido la valentía de declararse en su momento, el no haberse atrevido a compartir sus sentimientos excusado en su timidez. 

- Soy un cobarde - se repite una y otra vez. 

La ceremonia va a empezar, los invitados van tomando asiento en el enorme salón del ayuntamiento. La alcaldesa va a oficializar la unión delante de las familias y amigos de la pareja. 

Su amor de toda la vida dedica una última mirada de soltería al patio de butacas, cruza su mirada con Luis. Una mirada eterna en apenas un instante de segundo. Toda una vida de sentimientos repasa Luis en ese instante. No se atreve a hablar, ni a gritar. Simplemente gira su cabeza en una negación casi imperceptible que llega a su destino y es contestada con una enorme sonrisa.

En ese momento entra la novia acaparando todas las miradas, salvo la de Luis que dedica esos minutos a despedirse de su gran amor. Su compañero del alma, el espíritu que le inspiró y ayudó a estudiar y a convertirse en el profesional actual que deslumbra con su talento. La vista se enturbia, las lágrimas licúan la imagen de los novios unidos frente a la mesa ceremonial. 

Este sábado se celebra el día del orgullo y Luis no sabe como celebrar su condición sin correspondencia. Sigue reaccionando con la inocencia y inexperiencia de un adolescente en sus primeros escarceos, con casi treinta años se mantiene escondido en su armario lejos de admitir su condición. La sociedad que le rodea admite desde hace años el ser diferente en libertad, en cambio Luis se mantiene recluido en sus contradicciones. ¿Cómo va a celebrar el día del orgullo si aún no se ha admitido él del todo?

¿Cuántos Luises seguirán encerrados en sus conchas de sufrimiento sin atreverse a abrir su corazón, sin aprender a expresarse con libertad y con miedo al juicio de los demás?. En esta época en la que, por fin nos quitamos esta odiosa mascarilla preventiva del covid, espero que estos Luises se decidan y retiren su otra máscara, esa que oculta su verdad y que en muchas ocasiones, al ser revelada no sorprende a nadie. A los amigos y familiares no les sorprende, lo intuyen, lo saben y lo admiten con naturalidad desde hace décadas. 

Feliz semana del orgullo, Luis

28.6.21

Vergüenza

 



El cielo lleva amenazando lluvia desde antes del amanecer, acumulando nubes que se unen formando un colchón esponjoso que cubre todo el horizonte. Castillos de algodón gris oscuro cubren el valle creando una atmósfera de melancolía y recogimiento. 

A media mañana la luz del sol apenas traspasa la masa algodonosa y comienzan a sonar, a lo lejos, los primeros truenos, esos que anuncian tormenta. El ambiente sobrecargado de electricidad, cierto bochorno y oscuridad te traslada a una falsa sensación de nocturna calma e inacción. Todo se ralentiza, los pocos valientes caminantes no dejan de mirar hacia arriba temiéndose que les pille la tormenta.

La melancolía del clima afecta el ánimo de Esteban, siempre proclive al llanto silencioso. Ni recuerda los años que ha pasado sin salir de su habitación, pasando las mañanas mirando la poca vida que cruza delante de su ventana, algún que otro pájaro o el gato del vecino intentando cazar a las palomas que se posan en las tejas más elevadas. Poniéndose de puntillas y acercándose al cristal es capaz de vislumbrar a los paseantes que cruzan la calle principal, en su callejón apenas nadie entra, salvo en las noches de los fines de semana que alguna pareja da rienda a sus besos ocultándose de los demás y sobre todo los tres borrachos de siempre que alivian su vejiga en la pared frente a la ventana de Estaban.

Su madre lo ha dejado ya por imposible, fracasó en su intento de reconducirle con buenas palabras, tratando de poner en valor, incluso exagerando, lo positivo de cada circunstancia. Para ella su hijo no tiene responsabilidad alguna sobre lo que le ocurrió, son los demás los culpables. Le mima demasiado en parte porque ha llegado a un punto en la vida que el único sentido que encuentra para levantarse cada mañana es la obligación de cuidar de su niño.

La mañana la ha pasado cocinando la tarta preferida de Esteban, con base de bizcocho, crema pastelera y nata, mucha nata. Con dificultad pudo clavar todas las velas que encendió antes de subir la escalera al primer piso donde vive su hijo. Cuarenta velas encendidas iluminan la cara de Carmen, el tiempo pasado ha dibujado su paso en su rostro, hace ya tiempo que dejó de cuidarse, por muchas cremas que se untara cada noche nada conseguían para retrasar la imagen que recuperaba el espejo. - Voy a terminar igual que la abuela Carmen, con más surcos que un patatal - pensaba a diario hasta que se dio por vencida. Sus genes son más fuertes que las propiedades restauradoras de las cremas esas tan caras que elegía. Cuarenta años cumple su hijo, cuarenta años cumple ella de labor. Más de media vida la ha dedicado para cuidar de su niño del alma, su único niño, su único hombre. Vino fruto de un despiste, ella que con diecisiete no tenía planes de familia, nunca le gustaron los niños que le resultaban odiosos, se dejó llevar por la labia de un feriante chuleta y engominado que supo cobrarse el fruto de sus zalamerías tras las casetas de la feria en la noche de Santiago. Se quedó de un intento, de una vez, de su única vez. Sus difuntos padres encerraron con ella en la casa la vergüenza de su embarazo. Cuarenta años prácticamente encerrada entre los muros de la enorme casa del centro del pueblo, cuarenta años sin amigas, sin amigos y sin vida salvo su Esteban. Sus padres se fueron pronto, seguramente por el disgusto, quedando ella sola en la casa al cuidado de su niño. Arrendó los terrenos de cultivo a su primo que le pasaba religiosamente cada año su porcentaje de la venta de las cosechas, con eso le sobra para vivir cómodamente.

El soplido conjunto de madre e hijo apagan las velas, una breve sonrisa ilumina unos segundos la cara de Esteban que agradece con su mirada el detalle de su madre. En el día de su cumpleaños algo tiene lugar en el interior de Estaban, ya no quedan lágrimas, ni pesares, siente en su interior que surge un nuevo ser, un nuevo ánimo. 

Aprovecha ese momento en el que están sus dos caras juntas soplando, Ese instante de felicidad materna a medida que se apagan las llamas de las velas y baja la intensidad de su imagen iluminada de cerca por las puntas de fuego. Esa distracción que resulta fatal para ella, siempre tan cuidadosa. Esteban agarra por el cuello a Carmen y la golpea reiteradamente sobre la mesa y la tarta. La nata que cubre la porción de tarta que se mantiene en pie se tiñe de rojo y negro con la cabeza inerte de la madre perdiendo líquido. Esteban rebusca entre los bolsillos ocultos en la falda, tras mucho tantear su manos rozan un pequeño tintineo al final de un cordón atado a su cintura con una cinta de algodón. Las llaves. 

Consigue soltar de la pared las cadenas que le tienen preso desde que tiene uso de razón. Cuarenta años atado y escondido en la habitación al final del pasillo en el piso superior. Su cárcel de por vida. Antes de cerrar la puerta desde fuera de su celda, dedica una breve mirada a su carcelera, inmóvil y desangrándose sobre la mesa con una postura extraña medio girada. Por suerte para él, la cara de su madre está girada en dirección a la pared, nunca pudo librarse de la influencia que ejercía su mirada dominante. 

Cierra la puerta con el triple giro de la cerradura centenaria, cada clac libera de peso su ánimo y alimentaba su espíritu. Le cuesta orientarse dentro de una casa que aunque suya le es desconocida, dedica tiempo a recorrer las estancias hasta que encuentra el cuarto de baño. El espejo le devuelve la imagen de cómo es él, se ve bien con el pelo largo recogido con una coleta, la cara llena de bultos y un ojo que nunca llegó a abrir. Le molestan los grilletes que abrazan sus tobillos, lleva recogida la cadena en su mano izquierda. Será libre cuando encuentre algo duro con lo que liberarse. 

Un trueno suena fuerte anticipando la lluvia que empapa el patio interior de la casa, Esteban bajo la lluvia disfruta de su primera ducha, el olor a ozono le libera sus sentidos, aparta sus ropas, salvo los pantalones imposibles de quitar por los grilletes. El agua desciende por su cuerpo en una ducha depuradora. Tanto Esteban como las aspidistras que adornan con sus grandes hojas verdes el patio rectangular del centro de la vivienda disfrutan de los beneficios del agua caída. 

Pasa varios días conociendo su casa e investigando cada uno de los enseres de la vivienda. Cuarenta años de vida y no conoce nada, no sabe leer, nunca supo como funcionan los electrodomésticos, ni para que sirve cada uno de los objetos que encuentra, descubre la comodidad de la cama materna y ríe cada vez que girando el grifo aparece agua. Cada paso que da le acompaña el sonido metálico de la cadena arrastrada por el suelo. Su curiosidad  le liberó sus manos de la cadena para poder tocar mejor cada cosa que le llama la atención. 

Como náufrago de la vida es invisible para los demás, nadie sabe que existe, siempre oculto, siempre atado para librar de vergüenza a sus abuelos y convertido en el juguete de su difunta madre. La televisión eternamente encendida en la sala de estar muta de ser el balcón al mundo de su madre a ser la fuente de conocimiento para Esteban. Dedica varios días a investigar cómo visten las personas, cómo son, qué es lo que dicen y cómo lo dicen. Descubre que existe otra vida, otras circunstancias. Nadie con cadenas.

Esteban no existe para nadie ni para la sociedad, cuarenta años atrás su abuelo se negó a inscribir al contrahecho en el Registro Civil. Su prioridad era evitar la vergüenza de presentar al contrahecho y el deshonor de explicar el embarazo de su hija soltera. Encerró en vida a madre e hijo, este último más oculto aún en la zona más innoble de la casa, en el trastero, arriba al fondo. El tiempo terminó por borrar de la memoria colectiva a su hija. Solo las vecinas más cercanas en alguna ocasión la veían cuando iban de visita. Para ellas, una loca más de las que pueblan España, encerrada en su casa sin salir, sin ocupación real ni relación social.

El hambre y la curiosidad empujan a Esteban a salir a la calle, la música y la animación exterior por la fiesta de principios de mayo suenan en el interior de la vivienda, superando el volumen siempre alto de la televisión. Abre la puerta de la casa más grande de la villa y sale a la plaza repleta de vecinos.

Una persona harapienta, desaliñada, sin asear pasea arrastrando unas cadenas atadas a sus tobillos. Su aspecto provoca repulsión a los demás que se apartan para evitarle y alejarse del hedor que le acompaña, recuerda al característico olor de los curtidores de pieles en Fez. 

Una pareja de municipales se acercan a Esteban. En ese momento comenzará su vida.

Es difícil imaginar un presidio tan prolongado y cruel. Toda su existencia entre cuatro paredes, preso, atado y oculto para la sociedad. Su única luz conocida, la que atraviesa por su ventana con vistas al tejado con un gato.

6.6.21

La herencia

 




Miguel es el más ordenado y concienzudo de la familia, por esa razón sus dos hermanas gemelas delegan en él todo lo referente a la herencia familiar. Tres meses han pasado desde que su madre se fue, noventa días sin vida ni visitas en la casa familiar. Los tres hermanos tienen la vida resuelta y con los sesenta años ya cumplidos, marchan con una velocidad menos en el día a día. A ninguno le entusiasma especialmente heredar alguno de los muebles antiguos que su madre cuidaba con mimo, por supuesto el resto de muebles viejos provoca el mismo efecto. Se venderán junto con la casa, salvo los muebles buenos que vendrá a tasar en un rato un anticuario. Mientras llega la hora de la cita, Miguel corre la casa marcando con post-it de colores los cuadros, vajillas, marcos con fotos y adornos de plata completando tres lotes de similar composición y valor para repartirse los hermanos. 

Consulta la hora en el viejo reloj de pared que tras estos meses desatendido tiene sus manillas paradas en las ocho menos cinco, actualiza la hora sincronizando con la que marca su teléfono y gira la llave hueca dando vida al tic tac que ha marcado la existencia en la casa desde que recuerda. El sonido del reloj riega de vida la estancia, lo viejo y lo antiguo mutan a añejo con solera y clase. Sube las persianas y abre las ventanas, el aire se renueva y clarea el ambiente, tampoco conviene que el anticuario tase muebles antiguos con un ambiente cerrado y agobiante. Aún resta una hora y media para la visita, decide subir a la buhardilla, el trastero familiar donde subían a la hora de la siesta cuando era niño.

Todo sigue igual, ordenado dentro de lo que es una habitación creada para el olvido, paso previo a la visita al punto limpio. Si tienes una casa grande, normalmente tienes sitio para guardar trastos y más te cuesta tirarlos. Miguel vive en un piso mediano en un barrio residencial de Madrid, con trastero en el sótano, no le gusta acumular, cada vez que algo nuevo entra en casa, el sustituido sale hacia otra vida, ya sea regalado, donado o tirado a la basura. Lo aprendió de Lucía, su mujer, camisa que entra, camisa que sale. No se permite armarios a reventar. Es ineficiente. Si ya no se pone una prenda, la sustituye por otra y la antigua desaparece, la moda no vuelve igual. 

Recorre la mirada por los baúles de siempre, el primero de ellos recuerda que era donde rescataban ropas antiguas, plumas, batas de seda, adornos y collares de la abuela que utilizaban sus hermanas y él para disfrazarse en las tardes de juegos a la hora de la siesta. Lo abre y cierra al instante, recuerda perfectamente su contenido. Sobre la tapa pega post-it verde y amarillo, los que utiliza para marcar los lotes de Marta y María, sus hermanas. El segundo baúl contiene ropa de cama y toallas de hilo bordadas con la inicial J, el ajuar de mamá que nunca utilizó, un trabajo fino de bordado encargado por la abuela a las monjas jesuitinas cuando mamá cumplió los quince años. Costumbres de antiguo obligaban a la novia a ir equipada al matrimonio, más por presión social que por utilidad. Ni un solo uso ha tenido el ajuar. Cierra el baúl y pega sobre la tapa los post-it verde y amarillo de nuevo. Sus hermanas sabrán encontrar uso a este conjunto textil. El tercer baúl es el desconocido, siempre estuvo cerrado con llave y no supieron cómo abrirlo en su juventud. Su madre lo mantenía cubierto con un mantón grande a sabiendas que ocultarlo de la vista reducía la tentación de sus hijos. Intenta abrirlo y está cerrado, recuerda el cajón mágico de la cómoda de su madre y regresa al dormitorio, abre el primer cajón del mueble de almacenaje y rebusca en la cajita de metal situada a su derecha, una aguja con cuatro lados de medio centímetro de grosor de hierro es la punta que abre un cajón oculto en el fondo del segundo cajón donde su madre guarda las llaves y mil euros en efectivo “por si acaso”, recupera el pequeño llavero con cuatro llaves y regresa a la buhardilla.

Tras varios intentos consigue abrir el baúl misterioso, está perfectamente ordenado. A la derecha una colección de cuadernos, cada uno de ellos corresponde a un año, sonríe al recordar que su madre escribía todas las noches antes de acostarse en su diario, que custodiaba bajo llave. Su colección de diarios anuales desde 1947 hasta 2011, parece que con la muerte de papá abandonó la costumbre de escribir cada noche sus vivencias y sentimientos. A la izquierda tres carpetas anchas de colores, de esas rígidas con solapa y cierre con goma elástica, varios álbumes de fotos. Su mano elige las fotos, daguerrotipos y fotos antiguas de los bisabuelos, no reconoce a nadie, personas sin nombre del pasado que se fueron antes de nacer él. Deja los álbumes a un lado del baúl y elige la primera carpeta, al alzarla comprueba que en la portada está escrito el nombre de Marta, la siguiente María y la última de color azul, Miguel. Elige la suya y la abre intrigado, un ejemplar del periódico ABC con fecha 29 de abril de 1960, la fecha de su nacimiento. La portada del diario es una foto de la princesa Soraya montando a caballo en la Feria de Sevilla. Deja con cuidado el periódico y ojea el siguiente papel guardado en la capeta, certificado de nacimiento en la Clínica San Ramón de Madrid firmado por Eduardo Vela, ginecólogo. Ese nombre le golpea el cerebro, quiere recordar y no le viene. Abre las carpetas de sus hermanas y el mismo ritual, periódicos de la fecha, en su caso los diarios YA y ABC fueron los elegidos, los aparta, certificados de nacimiento firmados en la Inclusa de la Paz, al año siguiente, 31 de mayo de 1961, Marta nació a las doce y catorce minutos, apareciendo María veinte minutos después. El certificado parece enmendado en el día, parece sobre escrito un uno sobre un cero -Se equivocaría de día el ginecólogo - piensa Miguel. 

Rebusca entre los diarios de su madre, elige el del año de su nacimiento y ojea hasta encontrar la fecha.

“30 de abril, Miguel y yo fuimos nerviosos a las seis de la mañana a la clínica San Ramón, tal y como nos instruyeron accedimos por la puerta de urgencias que se encuentra en la planta sótano de la fachada posterior. Dejamos el coche cerca y entramos en la clínica. Sor María nos estaba esperando, nos acompañó a un despacho al final del pasillo en la misma planta, nos dio la enhorabuena - Es un niño y está sano -. Miguel entregó un sobre con el importe demandado y firmamos los papeles que nos puso por delante, En el certificado de nacimiento ya estaban nuestros apellidos e incluso la documentación con mi ingreso y alta hospitalaria. Otra monja apareció con el niño en brazos vestido con la ropa que nos habían pedido un mes atrás, de color blanco y las iniciales de nuestros apellidos - sin cintas de colores, esas se las ponemos nosotras al nacer, rosa para las niñas y azul para los varones-. Abrigado con el mantón que también habíamos dejado en depósito. Salimos del hospital camino del pueblo, a mi madre la había estado comentando mi embarazo imaginario y nos venía muy oportuno ir a enseñar a Miguel para dejar pasar el tiempo antes de regresar a Madrid. Tres horas de viaje durante las que no me separé de mi niño, tan bueno que era, dormidito todo el rato. Como un santo.”

Miguel sorprendido, busca el diario correspondiente al nacimiento de sus hermanas

“3 de junio, Llegamos a la Inclusa de la Paz a medianoche, Nos atendió Paqui Manzanares, nunca me olvidaré de ella, larga, delgada, vestida de negro y peinada con un moño un tanto gris. Viuda de guerra donde se casó con diecisiete y desde entonces sin conocer varón. Su carácter seco y desagradable chocaba con la maternidad y el trato con bebés. Nos pidió más dinero porque venían gemelas. - Son rubias con ojos claros, lo digo por cómo van a explicar su origen -, yo le contesté que mi suegro es rubio y mi marido tiene los ojos azules. - Pues entonces más fácil. Si me permiten el dinero...- Miguel pagó lo que nos pidieron inicialmente y se comprometió a regresar en cuanto abrieran los bancos para saldar la deuda. - En ese caso, por la mañana les entregaremos a las niñas-. - Niñas, Miguel, me emocioné con la noticia. A las diez de la mañana regresamos con el resto del dinero y nos pudimos llevar a Marta y María con nosotros. Regresamos al pueblo con los tres hijos  igual que hicimos con Miguel hijo, para no levantar sospechas en Madrid.”

A ver cómo se lo cuento yo a las niñas - piensa Miguel que despierta de sus pensamientos con el timbre de la puerta, el anticuario es puntual a la cita.

Tras cerrar la puerta al anticuario que se ha mostrado poco entusiasmado con los muebles, Miguel busca en internet con su móvil algo de información, Incluir en la búsqueda Clínica San Ramón, Eduardo Vela e Inclusa de la Paz le lleva a incontables páginas de prensa donde explican y especulan con las historias de niños robados a madres solteras o sin recursos mientras repartían los niños entre familias pudientes del régimen. 

-¿Quién es o fue mi madre biológica?¿Me entregó de manera consciente y libre u obligada?¿Cómo se lo digo a mis hermanas?¿Quién soy yo?¿Tengo otros hermanos?

- ¡Menuda herencia, mamá!


9.5.21

Juntos y revueltos

 





Miguel arrastra su pierna derecha al andar, recuerdo diario de su operación para implantarle una prótesis en la rodilla. No terminó bien y mucha culpa tiene él por no haberse tomado en serio la rehabilitación. Cascarrabias y perezoso, la edad acentúa sus defectos. 

A su ritmo se dirige como todos los domingos a comprar churros, porras y sus periódicos. Él es muy de churros, Maruja de porras, desde su juventud el criterio de selección de su mujer siempre ha sido el tamaño - Por eso te elegí a ti - le repetía pícaramente continuamente. - La muy puta, tuvo donde comparar - pensaba Miguel para sus adentros. Se quedó con ella, le gustaba su apariencia, era la única que le aguantaba y además la sintonía que componían entre las sábanas tenía buenos acordes.

Los años suman y también pesan, superaron las bodas de oro tres meses atrás, sin celebraciones ni convite, no le apetecía a Miguel organizar ningún evento festivo. Los últimos ocho años comparten piso y conversaciones banales esporádicas. La vida ya no es compartida. Miguel no se aguanta ni él, todo le viene mal, la temperatura del café, el pan correoso, si se agota su aceite arbequina para el desayuno le agría el carácter para el día completo, las arrugas en la cama, el vecino que ronca, los políticos que son todos unos mentirosos y sobre todo, Maruja que siempre está en medio molestando.

Es de los pocos románticos de la prensa escrita, compra cada mañana el periódico en papel, los domingos elige varios y regresa cargado de suplementos dominicales. El País, El Mundo, ABC y el As. Lo primero que lee son las secciones deportivas buscando la última hora de su Atletico de Madrid. En el As,  dos o tres hojas, el resto del periódico pertenece a la caverna de Florentino y lo obvia, suele estamparlo contra el cubo del papel, siempre se lamenta por haberlo comprado. Después, ya con su tercer churro en la boca salta a la política nacional que es cuando se enciende para toda la mañana. Le gusta leer en voz alta las noticias y comentarlas con todo lujo de detalles. Maruja decide abandonar la cocina y dejarle solo con sus disertaciones. Ella ama el silencio, la paz, el orden y gusta de respetar a los demás, nunca reprochó a Miguel su ideología extrema sectaria y excluyente; le aceptó como es. Hace ocho años discutieron fuertemente, tanto, que fue el origen de su distanciamiento. Por entonces, el partido político preferido de Maruja estaba salpicado de sospechas por corrupción y Miguel se pasaba el día prejuzgando desde su punto de vista a todos, sin importarle no tener pruebas, cualquier opinión extrema la hacía propia al instante, así, sin reflexión alguna. Maruja le recriminó su postura - Tú y los tuyos os consideráis los propietarios de la decencia, la democracia y el progreso, os habéis inventado una vara de medir moralidad y todo el que no piense o acate vuestro pensamiento queréis eliminarlo. Se os llena la boca contra los dictadores y los únicos que actuáis así sois vosotros- Para hablar poco, ese día Maruja se quedó a gusto y es que estaba muy harta. Todo cansa.

¿Me estás llamando totalitario? Te ordeno que lo retires inmediatamente 

- ¿Me ordenas? No me hagas reír. No te estoy llamando totalitario, intento hacer ver que con tus opiniones y comportamientos te conviertes en un sectario poco demócrata, justo lo opuesto a lo que dices que eres.

Sus miradas terminaron la discusión, ese día Maruja no estaba por la labor de arrastrarse por el bien de la convivencia. - Que entienda lo que se siente escuchando la verdad - pensó. Desde entonces ocho años de frío polar. Se terminó el dormir pegados como lapas, el toqueteo picantón, las excursiones por el centro para tapear e ir al cine. El cine con lo que le gusta a Maruja el cine.

En ocasiones las personas con posturas enfrentadas disputan y luchan entre sí sin ánimo por encontrar un acuerdo ni alcanzar la paz, esto ocurre cuando una de las partes necesita a la otra para existir. Sin opuesto no hay vida. Miguel necesita a Maruja, le encanta provocarla para terminar discutiendo, le entretiene.

Maruja inteligente, moral y previsora, emplea la razón y la firmeza de la voluntad contra Miguel que es torpe, terco y rencoroso. En ocasiones, también lo combate y señala con punzantes dardos de sátira.

Desgraciadamente la sátira solo es percibida por los inteligentes, siendo el torpe ajeno a su real significado pues se despista con detalles de la trama.

Estos ciegos de inteligencia consideran que sus conceptos morales son superiores a los de los demás, dedican su tiempo a perseguir y criticar a todo y a todos los que no piensan como ellos sin pararse a valorar qué virtudes han demostrado ellos mismos para considerarse en esa posición privilegiada en la escala moral. Escala que también se han inventado.

La semana pasada, Miguel cayó en la cuenta de un comentario satírico realizado por su mujer dos días atrás. Tomándose un anís en el bar mientras desgastaban los naipes jugando al mus con los de siempre, su amigo y pareja de juego, Adolfo, el más letrado de la pandilla, le explicó el significado real de la expresión de Maruja. Se sintió molesto al comprobar, de nuevo, cómo Maruja se mofaba de su ignorancia, dejándole como un estúpido delante de sus amigos. Las carcajadas de los amigos del mus le herían como dardos de hielo, se refugió en el anís hasta recuperar su apariencia, salvó la situación con una risa a coro que relajó el ambiente cambiando el tema de conversación. 

Cariño, bajo a dar un paseo y a comprar algo de fruta. Maruja sigue empleando la palabra cariño para referirse a Miguel, la costumbre de toda una vida. Después de más de cincuenta años no piensa plantearse cómo llamarle ahora.

Maruja baja sin muchas prisas, con su tranquilidad habitual. En la acera se encuentra con su amiga Consuelo y ambas acompasan sus pisadas para avanzar juntas de camino a la frutería de Abdul, un chico muy simpático que tiene al vecindario femenino revolucionado gracias a sus modales exquisitos y a su mirada bicolor, verde y marrón, un ojo de cada color.

Miguel, una vez solo, deja de opinar sobre las noticias. Al final del diario, en la sección de servicios, además de la información meteorológica, están los números de la suerte, Loterías y la ONCE. Busca en su bolsillo la cartera para extraer su boleto de su apuesta a La Primitiva. Un solo acertante de primera categoría tiene un premio de cinco millones y medio de euros. Uno a uno, comprueba los números de su apuesta, pleno. Le ha tocado la lotería. Repasa la apuesta con los otros periódicos, coinciden los números, le ha tocado - Somos ricos - piensa. Abre la puerta de la terraza del salón y se asoma gritando

Maruja, Maruja

Consuelo señala con el codo a su amiga para que mire hacia arriba 

¿Qué quieres? - Dice en voz baja moviendo los brazos sorprendida

Nos han tocado cinco millones en la lotería - Grita Miguel con todas sus fuerzas

¿Qué dices? - Maruja está un poco dura de oído, además no entiende tanto alboroto, seguro que puede esperar hasta que ella regrese a casa. Para diez minutos que tiene de tranquilidad...

Dice que os ha tocado la lotería - Le explica Consuelo

Maruja mira hacia arriba y ve a su marido con un papelito en la mano aleteando como loco. Ahora sí le escucha 

Cinco millones

Maruja arranca a correr, ella siempre tan medida y prudente, baja de la acera a buen paso entre dos furgonetas aparcadas, al acceder a la calzada aparece de repente, el conductor del autobús no tiene tiempo para reaccionar y se lleva a la mujer por delante.

- Si es que cuando uno está de suerte ... - Piensa Miguel.



Buen viaje, Joe

  Joe, simplemente Joe. Omitiendo, desde siempre, el rango familiar de tío. Recuerdo tu aterrizaje entre la familia cuando Ana, también sin ...