2.9.22

Tímido

 


Es una putada perder todas las oportunidades que me pone la vida por delante. Semanas pasé bebiendo los vientos por Elena sin atreverme a dar el paso, recibí miradas de permiso y casi súplica para que me atreviera. Me acojoné ¿y si se ofende, se molesta o no vuelve a hablarme?

 

Como fiel escudero la acompañaba a todas las fiestas, ponía el hombro para sus emociones, escuchaba sus dilemas adolescentes, era el perfecto amigo sin derecho a roce. El pagafantas de turno. En esas fiestas me refugiaba en la seguridad de mis amigos de siempre y justo antes de terminar la juerga, Elena venía a buscarme para que la escoltara hasta su casa. Era mi oportunidad y siempre la dejé escapar. Apareció el chulo ese de Esteban que hizo lo que quiso con ella y le destrozó el corazón. No volvimos a coincidir, me dejé ligar por Claudia, paliducha, fea y con esas gafas fabricadas para el salpicón que nunca llegué a estrenar. Duró lo que ella quiso, poco tiempo. Fea sí y muy puta. El lelo de su novio, léase yo, no supo aprovechar. El día que ella dio el primer paso para avanzar en el conocimiento físico di un respingo y salí huyendo. Si siempre fui bastante gilipollas.

 

Al terminar mis estudios solo encontré ofertas de empleo donde buscaban vendedores. La necesidad aprieta y acepté un trabajo como comercial de maquinaria de calibrado de neumáticos. Mi labor consistía en visitar talleres de reparación de vehículos para comentarles las bondades de la herramienta que me encomendaron vender y ampliar la explicación a las facilidades de financiación que tenemos negociadas para facilitar la adquisición. Toda la timidez que me paraliza frente a una mujer desaparece cuando comparto con hombres, ahí me conocen como buen conversador, excelente escuchante, amigable y sonriente, vamos que caigo muy bien. Gracias a estas habilidades mis cifras de ventas sorprendieron en la empresa pues superaban las habituales de un primerizo. 

 

A los pocos meses ampliaron mi cartera de productos y comencé a vender maquinaria más elaborada y mis visitas a talleres se multiplicaron con gestiones a empresas con flota propia de vehículos. Gané buenas comisiones por ventas y mi autoestima creció hasta alcanzar niveles que nunca había sentido.

 

–Mañana te toca ir a sustituir a López que está enfermo. Tiene cerrada una visita al taller Emilio Torres en el barrio de La Lanza.

–¿La demostración de qué producto es?

–Ve con la mente abierta, es un taller de los grandes y una enorme oportunidad. Que sepamos, toda la maquinaria de la que disponen es de nuestro competidor italiano. Si consigues meter la cabeza ya es mucho.  

–Vale, yo me encargo. ¿Por quién pregunto?

–Por E. Torres hijo. Se hace cargo del negocio porque el padre se retira.

 

La mañana se levanta nublada, una sueve brisa anticipa que el otoño se asoma. El aire procedente de la sierra recuerda que la cazadora ya es la prenda del momento. Descarto subir a casa de nuevo y apechugo con mi camisa. Los pezones, duros como el botón de un bolígrafo, subrayan mis iniciales bordadas en la pechera. I.I. La doble i. Ignacio Imaz. Así me llamo.

 

A las nueve, el taller está en pleno fragor. Mucha actividad, movimiento de carros con piezas, ruidos de aceleración de motores, silbidos propios de compresores y todo ello rodeado por medio centenar de coches entre los que están atendiendo y los que se encuentran en espera de alguna pieza o que simplemente a que regrese el propietario para llevárselo. Cuento, a vuela pluma, al menos quince mecánicos más dos personas más en administración y recepción. Un taller de los grandes, con una actividad envidiable, una oportunidad de negocio de las que no se me escapan. Pregunto por Torres y me señalan con la cabeza hacia unos pies que asoman bajo un vehículo que tiene un potente haz de luz en sus bajos.

 

–¿Torres? Hola, vengo de Maquinaria Imaz. Cierto, se me ha olvidado explicar que solo conseguí trabajo en el negocio familiar.

 

Recibo por respuesta un guante que asoma por debajo del Peugeot con el dedo índice extendido. Comprendo que es el tiempo de espera que me toca. Me entretengo repasando con la mirada la maquinaria que utilizan en el taller, voy girando sobre mis talones para repasar los modelos, detectar las que más uso tienen y las residuales. En pleno proceso de inspección ocular, a mi espalda, chirrían las pequeñas ruedas que mueven la tabla sobre la que está Torres trabajando bajo el vehículo.

 

Me giro para recuperar mi orientación y dirigirme hacia el dueño que en ese momento me da la espalda mientras acciona unos botones para bajar el coche hasta el suelo. Unos pantalones de mono color verde, bastante limpios, la verdad y una camiseta sin mangas tipo baloncesto del mismo color. Noto mi lengua como se estropajea por momentos. Un culo perfecto, de los que llenan el espacio dentro de los pantalones sin dejar nada para la imaginación, hasta soy capaz de dibujar el contorno del tanga. Un culo para azotar, sin duda. Bajo los tirantes, dos maravillas luchan por salir de su cárcel de algodón. Melena corta recogida en una coleta. No me encuentro la saliva suficiente como para hidratar mi boca, seca como el desierto. Se gira y la perfección en la tierra reclama mi interés con unos ojos verdes que brillan con picardía. –Madre mía, es perfecta–.

 

–Hola Nacho ¿te vas a quedar ahí parado con la boca abierta sin decir nada?

 

Algo cambia en mi interior, solo sigo mi instinto de vendedor. Hay que vender como sea y lo primero es ganarse la confianza del cliente. Adelanto dos pasos para saludar y le planto un beso en todos los morros que silencia el patio de trabajo. Las máquinas paran durante ese instante mágico mientras recupero mi saliva y siento como escriben sobre mi camisa dos botones de bolígrafo de color verde.

 

–Hola Elena.

27.8.22

El ático

 


Tres meses han pasado desde que Andrés se marchó, retiene en su memoria cada gesto guardado como si fuera un tesoro. Sus dos maletas y las seis cajas llenas de libros, la mochila que usa para ir al gimnasio colgada de sus hombros y el último movimiento girando la anilla en la totalidad de su circunferencia para liberar las llaves del apartamento que depositó en la bandeja que reposa sobre el mueble de la entrada. Su última melancólica mirada despidiéndose de la vida en común de los últimos cinco años y el cierre, con el cuidado que siempre ha tenido con todo, de la puerta. 

 

Para Lala ese cierre sonó como un portazo en su corazón, ella sabía que si le permitía irse se rompería todo. El sonido metálico le anunció que las puertas del ascensor se cerraban para bajar a Andrés a su nueva vida, solo en ese momento permitió que las lágrimas se liberaran de la presa de sus pestañas. 

 

No fue culpa de nadie o lo fue de los dos, se acumularon los detallitos sin importancia hasta que tomaron forma de incompatibilidad. Andrés quiere campo, sosiego, pocos amigos, largos paseos, tiempo de lectura. Lala prefiere playa, fiesta, televisión, música, baile y mucha familia alrededor, sentirse deseada a cada instante, ser la mejor y más guapa del universo. No pudo ser. Andrés echa de menos su piso de soltero en el barrio de las letras, un tercero sin ascensor decorado a base de estanterías repletas de libros y escaso mobiliario. Lala desea mudarse a un ático, adora el sol y envidia las terrazas amplias donde poder tumbarse para dorar su piel hasta el límite salubre aconsejado por los médicos. También una terraza grande le permitiría organizar fiestas y barbacoas con amigos.

 

Tres meses después del portazo toma la decisión de dar un giro a su vida, visita la inmobiliaria del barrio con la ilusión de encontrar el ático de sus sueños.

 

–Un ático no es buena idea. Es el piso más caluroso en verano y el más frío en invierno. Con el clima que tenemos en Madrid, es difícil que puedas disfrutar de la terraza más de mes y medio al año. Además tienen un sobre precio que no justifica sus vistas– se recuerda Lala una conversación al respecto que tuvo con Andrés.

 

Una semana más tarde la inmobiliaria le había concertado tres visitas a pisos de última planta que coincidían con sus deseos. Es el momento de concederse su capricho y comenzar a dar una vuelta a su vida y a sus sentimientos.

 

Al final de cada visita sonaba en su cabeza el mismo portazo virtual que sintió en el corazón cuando se marchó Andrés. Los tres pisos son magníficos, con terrazas amplias y llenas de posibilidades para decorar. Ese maldito portazo llena de dudas su decisión. 

 

Una rabia interior la anima a comprarse el más caro, será su particular portazo contra el triste de Andrés y una nueva perspectiva de vida para ella. La luz que entra por el ventanal de la sala de estar la enamora al instante, sus dos fachadas al este y al norte le permitirán amanecer con el sol y atardeceres más frescos en verano. 

 

La dueña de la casa, encantadora y sonriente, no deja de acariciarse su barriga de ocho meses y mientras enseña cada rincón de su vivienda en venta, le cuenta que ha decidido mudarse porque prefiere vivir con su hijo en una casa con jardín, que su momento de ático ya pasó. Lala no cae en la cuenta en que la vendedora viste un grueso jersey de lana, pantalones y zapatillas de deporte. Excesivo para ser principios de octubre. El piso en sí es pequeño, con una terraza de ciento cuarenta metros cuadrados, el apartamento apenas llega a los ochenta. Pierde metros habitables respecto a su actual apartamento, no le importa porque está sola. Lo mejor de la casa sigue siendo la terraza.

 

Seis meses después del portazo, Lala intenta acomodarse en el sofá arropada con una manta gruesa mientras repasa mentalmente una lista de mejoras en el aislamiento de la vivienda. Ventanas de puente térmico, doble tabique y evaluar cómo aislar el techo de las inclemencias del invierno. La nevada de la semana anterior la ha dejado agotada. Mucha era la nieve que ha tenido que retirar de su terraza en cuanto le informó su vecino de abajo del peligro de provocar goteras y manchas en su casa tal y como pasó en las últimas nevadas. Además aprovechó para censurar su costumbre de bailar al ritmo de la música alta. La terraza de Lala coincide con las habitaciones del vecino de abajo que se ha cansado del bailoteo con los pies descalzos de Lala.

 

Largo se le antoja que aparezca el mes de mayo para disfrutar de su amada terraza. Ha repasado multitud de páginas por internet de tiendas de muebles y ya tiene una idea bastante clara de la decoración que hará resplandecer su terraza. Las baldosas de la terraza necesitan cuidados especiales tras las inclemencias del duro invierno, su vivienda construida hace más de cuarenta años reclama un cambio en la impermeabilización del suelo de la terraza y nueva superficie, más duradera, más mona y mucho más moderna.

 

En el mes de junio la primera hora de calor que achicharra sus planes de disfrute de la terraza, se ve obligada a refugiarse en el minúsculo salón bajo el chorro del aire acondicionado. En invierno, para completar a la calefacción instaló un aparato de aire acondicionado de frío y calor. Durante los meses de días cortos utilizó más de lo que había imaginado la bomba de calor y ahora en verano huye del bochorno bajo la misma máquina buscando el fresco que no encuentra en el exterior.

 

Un año después del portazo, visita la inmobiliaria, necesita un cambio de vida y un piso conformable que no la arruine con el gasto de energía, algún metro habitable más y sin terraza que cuidar y limpiar de nieve.

 

Puto portazo. 

Buen viaje, Joe

  Joe, simplemente Joe. Omitiendo, desde siempre, el rango familiar de tío. Recuerdo tu aterrizaje entre la familia cuando Ana, también sin ...