21.11.20

Domingo en otoño

 


Las nueve de la mañana, nadie por la calle, salvo las tres personas que están esperando su turno en la churrería del barrio. Paz en la mañana fría y húmeda de mediados de otoño. Una espesa niebla le cala la ropa y el pelo a Miguel mientras anda paseando a su perra Lacy. Por costumbre prefiere estirar las piernas por el parque del barrio, cuidado por todos, refugio de perreros como él. 

Miguel lleva en el bolsillo el juguete preferido de Lacy, una pelota de tenis ya gastada de tanto botar y morder. Suelta al animal de la correa obligatoria para pasear por la calle una vez pisan los primeros brotes de hierba fresca y escarchada de la noche. Lacy se estira y camina con una parsimonia elegante propia de su raza, pastor belga. Es guapa y lo sabe la muy presumida. Su pelo es la envidia de las vecinas. Da varias vueltas alrededor de su punto elegido para su deposición y tras evacuar se queda mirando a Miguel esperando que le recoja su mierda.

Comienza a correr una vez vencida su pereza matinal, moviendo el rabo con alegría en el momento que divisa su pelota preferida en manos de Miguel. Quien la lanza a varios metros a la espalda de su mascota obligándola a moverse para ejercitar sus músculos. 

Suena un ladrido, extraño en Lacy siempre tan prudente y silenciosa. Miguel la llama silbando sin conseguir que regrese. La llama con la voz e idéntico resultado. ¡Qué extraño! piensa mientras inicia su caminar hacia su perra.

Lacy está inmóvil sin apartar la mirada de su pelota que descansa entre las piernas de una persona tirada en el suelo. Miguel se acerca preocupado, la postura de la persona tirada está forzada, como si la hubieran empujado desde la espalda. Toca el hombro zarandeando el cuerpo mojado, debe haber pasado la noche ahí.

Rodea el cuerpo y se encuentra con la mirada verde apagada de una mujer joven de unos treinta años calcula. La hierba más próxima a la cabeza está oscura teñida por la sangre que brotó de la herida abierta en la cabeza.

Sus manos buscan su celular en el bolsillo interior de su abrigo. Marca el 112 y en cinco minutos dos patrullas de la policía nacional aparecen con sus luces encendidas y la sirena en silencio. Un detalle que agradecen los vecinos de Madrid, desde hace tres años aproximadamente, la contaminación acústica provocada por las sirenas de ambulancias, policía y bomberos se eliminó por su costumbre de no hacer sonar la alarma sonora, salvo cruces de tráfico concurridos o necesidad muy perentoria.

- Buenos días ¿Has sido tú quien ha dado el aviso?

Sí, he sido yo. Me he encontrado a esta mujer. No la he tocado, parece que está muerta

Los policías acordonan la zona, avisan por radio a sus superiores que deben localizar al juez de guardia para proceder a levantar el cadáver. Mientras un agente interroga Miguel que no puede darle muchos más datos, otras dos patrullas se presentan. Poco trabajo tienen esta mañana como para movilizarse ocho agentes por un cadáver.

Los domingos la vida amanece perezosa, como sin ganas de avanzar, conoce el orden del calendario y el odio general al lunes que le sigue. La sensación vespertina dominical tiene mucho de melancolía. Hasta llegar a ese momento queda el brote de vida dominical, de mediodía hasta las dos y media de la tarde, el momento de regresar a casa para la comida familiar. En ese breve espacio temporal la vida explota con bullicio contenido, nada comparable a una fiesta o simplemente a un sábado. La gente mayor, mayoritariamente femenina, se dirige hacia la iglesia. Tiene un problema de mercado la religión, la ley de la vida irá retirando de este mundo a muchos de sus fieles, la iglesia pierde atractivo para los jóvenes y el relevo generacional peligra por falta de recambio. Otros vecinos visitan las panaderías, alguno compra flores y la mayoría se organiza para el aperitivo en el bar de costumbre. Los domingos son previsibles, repetidos y melancólicos. 

Hoy tenemos novedad y de las curiosas. Ha aparecido una muerta en el parque. A las once de la mañana dos coches grandes de color azul oscuro paran junto a las patrullas de la policía que se encuentra acordonando la zona. Los vecinos han ido acumulándose hasta superar la centena. Curiosos se han unido avisándose unos a otros para ser testigos de un suceso poco convencional. El cadáver descansa en la misma postura, tapado con una manta térmica de esas que parecen hechas de aluminio naranja. Uno de los agentes de policía tapó el cuerpo en cuanto vio a menores pendientes del espectáculo. 

Los coches oscuros vienen del juzgado, en pocos minutos unos funcionarios municipales del cementerio, recogen el cuerpo para acercarlo al Instituto Anatómico Forense donde realizarán la autopsia. La multitud se dispersa, el entretenimiento ha finalizado. A Miguel le liberan de la atención policial, regresa a casa junto con Lacy ya cansada de tanta calle.

En las noticas de la tarde en la televisión, una noticia llama la atención de Miguel. 

“Confirman desde la Agencia Espacial Europea que en la madrugada del domingo ocurrió una colisión fortuita entre un satélite de comunicaciones y restos de basura espacial que rodea el planeta. Fruto de sea colisión, varios fragmentos de metal se han dirigido a la Tierra. Por lo general, la fricción con la atmósfera provocada por la caída de los restos atraídos por la gravedad del planeta, deshacen los trozos de metal fundiéndolos hasta desaparecer el peligro para la población. En esta ocasión se han detectado fragmentos de metal procedente del satélite del tamaño de una moneda de diez céntimos en Madrid capital. Hay pequeños desperfectos en terrazas y alguna ventana de las que se asoman al Parque de la Cuña Verde en el distrito madrileño de La Latina".

¡Qué mala suerte, Lacy! comenta en voz alta Miguel. - ¡Qué mala suerte!

Bonitos ojos que no pudieron ver lo que caía del cielo en la noche húmeda de noviembre. La vida tiene estas sorpresas. La notica le recuerda un detalle, se ha quedado sin pelota de tenis. Rebusca en el altillo del armario hasta localizar una lata cilíndrica donde aún quedan dos pelotas más. Lacy tendrá un nuevo juguete mañana, la vida sigue.

Solo espero no estar pendiente del cielo como los galos de los cuentos de Asterix con su temor a que el cielo caiga sobre sus cabezas.

Lacy mira a Miguel, sin  perderle de vista. Forman una gran pareja, sabe que después de la comida toca siesta en el sofá. Lacy ya se acomoda en su manta. Es la costumbre de los domingos por la tarde y nada la va a cambiar. Mira, Miguel baja el volumen de la televisión y selecciona el canal de animales. Por delante veinticinco minutos de reposo. 

Los domingos son pausados y melancólicos, incluso después de que te caiga el cielo sobre tu cabeza.

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