21.3.21

La botella de Pepsi-Cola

 




Mañana con escarcha, de los primeros amaneceres fríos del otoño, día luminoso con el cielo azul apenas rasgado por unas pocas hileras de nubes altas semejantes a las que provocan los aviones a su paso por las capas más frías de la atmósfera. Un día bonito, tirando a frío como marca el calendario. 

La cita, junto con otros voluntarios del BBVA con inquietudes medioambientales y sus familias, es a las nueve de la mañana. La actividad tiene tirón, el clima acompaña y el lugar es de fácil desplazamiento desde la ciudad. Nos juntamos ochenta participantes, animosos e impacientes por realizar una actividad al aire libre en compañía de nuestros hijos.

Formamos tres grupos de trabajo, un grupo con los niños menores de quince años que en compañía de varios voluntarios realizan labores de búsqueda de piedras del tamaño del puño de un adulto, más adelante, necesitaremos las piedras para marcar los bordes de la senda que están formando uno de los grupos de padres. Los adultos forman dos equipos, el que construye la senda y los que cavan con ritmo en lo que parece un antiguo lavadero. Trabajos físicos para los que el Ayuntamiento nos cede picos, palas, azadas, carretillas y otras herramientas.

El grupo de niños es numeroso y variopinto, coinciden adolescentes con niños de guardería. El trabajo de los niños es más aburrido, buscar piedras, mientras observan el ritmo y el ambiente del grupo de los padres con interés. Nuestros hijos desertan de su grupo y se acercan al grupo de padres, quieren ayudar como los mayores, su iniciada adolescencia les impulsa a otras actividades, les atrae más la compañía adulta que los numerosos, hoy, niños más pequeños de cuatro o cinco años. 

El trabajo es duro, consiste en picar un suelo arcilloso compacto y frío. Los adultos comienzan a rotar con el pico y la pala. Un día de ayuda como voluntario de medio ambiente se ha convertido en un día duro de trabajo de albañil, algo a lo que ninguno estamos acostumbrados. Las agujetas propias de los oficinistas lejanos a la actividad física, nos recordarán en los próximos días la actividad de este sábado.

Aprovechando las rotaciones y las deserciones entre los mayores, cansados por tanto esfuerzo, aceptan encantados el relevo los chicos de doce años, comienzan con ánimo a levantar las azadas para remover la tierra que deben desalojar de lo que empieza a vislumbrase como una pequeña piscina construida de ladrillo, piedra y cemento. Efectivamente había un lavadero antiguo que se alimentaba del agua del río. El ánimo juvenil les hace superar la dureza del trabajo, desde fuera observaron la acción y consideraron que era divertido, una vez integrados en el ritmo de trabajo adulto notan que es cansado, sus ojos manifiestan su sorpresa. Por supuesto no van a admitir y mucho menos van a permitir que se les note, van a aguantar su turno al mismo ritmo de los mayores. Ni de coña vuelven con los niños. 

La tierra resulta ser barro compacto y húmedo, al encontrar pocos elementos duros como piedras, ramas caídas o cascotes de la edificación anexa que está casi derruida, la extracción resulta ser más sencilla, pesada, sí. También fácil de ejecutar. Una mirada de doce años cambia de concentración a curiosidad. Un sonido diferente alerta al chaval, maneja la azada con cuidado, ha encontrado algo duro enterrado entre el lodo compacto. Con habilidad mueve la azada con movimientos breves, despejando de lodo oscuro su zona de impacto. Rasca alrededor del objeto duro. Su mirada sigue hablando. Su curiosidad evoluciona al interés. ¡Una botella!. Utiliza las manos para arrancar del lodo su trofeo. 

Papá, mira qué he encontrado. Una botella. 

¿Enterrada? 

Sí, estaba a un metro de profundidad más o menos. Voy a lavarla en el río.

Tras un rato limpiando el vidrio por fuera y sobre todo por dentro, llena que estaba, descubre una botella de vidrio transparente con letras de color blanco. Regresa hacia su padre orgulloso de su trofeo encontrado. Son esos momentos durante la adolescencia en los que estando en una actividad adulta, recuperan su inocencia infantil. Esos momentos que los padres agradecemos porque recuperamos nuestra presencia carnal, tras semanas de existencia transparente para nuestros hijos. Por unos minutos te haces visible para ellos. Unos minutos que te llenan para todo el día. 

Vaya, si es una botella de Pepsi-Cola de las que había cuando yo era pequeño. Esta botella puede tener casi cuarenta años. Mira el tamaño y el grosor del vídrio. Sin etiquetas de papel. 

Las botellas se rotulaban directamente en el vidrio. Una vez se consumía la bebida, el envase se devolvía para volver a ser utilizado por la embotelladora en un ciclo mucho más ecológico que el actual, de usar y tirar. Parece que el ahorro de costes se impuso a la lógica más saludable para el planeta.

Me la quiero quedar. 

Claro, hijo

La botella de Pepsi adorna su habitación desde entonces, ese niño, ahora  adulto, conserva su trofeo en recuerdo de un día de trabajo como voluntario. En realidad es el trofeo del día que pasó de la infancia al inicio de la madurez. Como padre, me gusta ver esa botella cada vez que entro en su habitación. Para mí es el signo que recuerda las emociones de esa época, señal de un día que no fui invisible para él. 

Me recuerda que un padre siempre está cerca, incluso cuando es invisible.

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