7.8.21

Hikikomori

 


– Miguelito, son las once de la mañana. Ya es hora de que te levantes – Carmiña está que trina, no soporta ver a su hijo en plan camastrón perdiéndose la vida con tal de dormir sin parar.

 

No oye respuesta alguna, ni un sonido que señale algo de actividad tras la puerta de la habitación del niño. En plena adolescencia le permitieron, por intercesión de su padre, decorar la puerta de su dormitorio con un letrero escrito sobre una señal de tráfico de stop – No pasar – 

 

– ¡Miguel! – suena fuerte y agudo. Hoy no tiene el coño para ruidos y su hijo le está agotando la paciencia – ¡Miguel! — repite

 

Seguimos igual, sin vida reconocible al otro lado de la puerta. En lenguaje materno por todos conocido en la casa, perder el diminutivo en el nombre, indica que Carmiña ha sobrepasado el nivel superior de la paciencia. Ningún mortal arriesga su integridad ni se le ocurre superar la tercera llamada.

 

– ¡Miguel, la madre que te parió!

 

Carmiña abre la puerta del territorio prohibido con la energía de la rabia y la frustración. En su interior lleva cociendo la intención de limpiar y ventilar el estercolero en que se ha convertido la habitación de su hijo aficionado a la informática y a los juegos conectados a internet. En Japón bautizaron a los jóvenes que pasan el día encerrados con la única compañía de la tecnología. Esos jóvenes que entre el ordenador, la consola, los juegos, las series y alguna película son capaces de estar años sin salir de su domicilio, abandonando su habitación solo para la mínima higiene imprescindible o para alimentarse, preferentemente con bebidas excitantes con taurina y cafeína que les ayude a permanecer más tiempo conectados sin que les venza el sueño. Hikikomori.

 

La última vez que Miguel se dignó a pisar el exterior de su domicilio fue el día que una sobrecarga en el sistema eléctrico del barrio colapsó por exceso de demanda en plena ola de calor africano. Seis horas sin luz son seis horas sin internet, buscó desesperadamente un local cercano donde tuvieran wifi disponible, sin suerte pues la avería fue general. Descubrió que la moda había cambiado, las barbas desaliñadas y el pelo largo habían migrado a cortes de pelo muy agresivos con el cogote afeitado al estilo de marines de academia naval. Las ropas más estrechas permitiendo presumir de cuerpo atlético y escasamente alimentado. Eso fue meses atrás.

 

Carmiña del impulso de su entrada, choca con la mesa situada al fondo de la estancia junto a la ventana. Sube la persiana y el fuerte sol del mediodía de agosto ilumina una habitación con tres pantallas, una de ella una televisión de cuarenta pulgadas, dos ordenadores y una maraña de cables conectando servidores, plataformas y pantallas. Un botella de coca-cola junto al teclado, de cristal, por supuesto. Miguel lleva su fanatismo protector del planeta hasta el límite descartando comprar todo aquello que se encuentre dentro de envases de plástico o de lata. En la pared la orla de su promoción en la Universidad, más de cuatro años han pasado desde que se graduó sin conseguir trabajo serio alguno, salvo los que puede desarrollar desde sus teclados encerrado en su cárcel. La cama perfectamente estirada, sin arruga alguna, la ropa colocada en perfecto orden por tamaño y colores en su armario. Tres fotos enmarcadas en la pared, con su padre, otra con Carmiña y una tercera junto a una pelirroja que no identifica, los dos sacando la lengua.

 

– Cariño ¿otra vez?

 

Carmiña con el pelo recogido con un pañuelo y el palo de la mopa en la mano gira su cabeza  hacia la puerta donde le espera la mirada bondadosa y paciente de Juan, su eterno compañero.

 

– Carmiña ¿No te acuerdas? Miguel se mudó con Carla y viven en San Francisco, en el sitio ese donde todos son informáticos como ellos. Volverán por Navidad acompañados de tu nieto que está próximo a nacer. 

 

¡Lástima de Alzheimer!

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