Quiti sale del portal a paso ligero, zapatillas deportivas y un vestido ancho para defenderse de los primeros calores del mes de junio. Apenas maquillada y con el cabello recogido con una coleta.
No llega a entender a su marido, Julián. Le prejubilaron por la vía forzosa en el último ERE de su empresa hace dos años ya. Sus ingresos mermaron a menos de la mitad de lo que percibía cuando estaba en activo y unido a una hipoteca sangrante resultado de un cambio de vivienda un año antes de su despido, ha comprometido gravemente su economía. Se une la circunstancia que el acuerdo de rescisión de empleo incluye un beneficio social que en definitiva, es un lastre. La empresa le paga el importe del acuerdo especial con la Seguridad Social manteniendo la cotización en la base máxima. Tras varias búsquedas llegó a la conclusión de que no le interesaba ponerse a trabajar porque de hacerlo, perdería la base de cotización máxima y comprometería su futura pensión de jubilación.
Quiti continua con su intensa vida laboral, extensiva en horario, viajes y estrés. Julián mata el día con un ocio poco edificante, estudiar alemán, el cuidado de su hija y largos paseos una vez que la deja en el colegio. Se siente joven para llevar una vida de jubilado.
En sus largos paseos Julián pone su mente a trabajar. Analiza una y otra vez todas las perspectivas y condicionantes de su vida. Persona cerebral, de manera natural revisa todos los condicionantes de la vida con el único fin de conocer cómo está y diseñar la mejor solución. Repasa el cambio que ha dado su vida, sus opciones laborales, sus obligaciones y como cada día, no llega a ninguna conclusión reseñable.
A sus cincuenta y cinco años se encuentra joven, bien cuidado y con una larga experiencia profesional. Le cuesta asumir que las empresas lo primero que valoran es la fecha de nacimiento. No suelen arriesgarse a la hora de contratar nuevos empleados con edades superiores a treinta y cinco. En contadas ocasiones, ha tenido la oportunidad de enfrentarse a procesos de selección pero no encuentra ofertas laborales que incluyan cotizaciones máximas.
Obviamente, las personas cerebrales se dedican a pensar y Julián es ejemplo de ello. Y como tiene tiempo lo hace en exceso. Tras dos años de paro laboral, aún no ha encontrado un camino que le motive y le active en su vida.
Por la noche, comparten la cena en la mesa de la cocina. Una silenciosa Quiti a quien cada vez le cuesta más hablar de su vida en el trabajo porque nota que esas conversaciones pasan factura a Julián quien no puede disimular la melancolía que asoma en su mirada.
Hubo momentos donde ambos se sentían empoderados y las cenas les ayudaban a compartir sus días e incluso se ofrecían soluciones a los baches del día a día. Quiti y Julián se complementaban y retroalimentaban. Eran un equipo imbatible.
Pensar demasiado es contraproducente para Julián que en su ánimo analítico vigila cada uno de sus actos en la búsqueda de las soluciones que tanto ansía.
Los fines de semana siempre han sido el tiempo sagrado para ambos, donde olvidaban los rigores del día a día y se centraban en su relación y en la niña.
Quiti no puede más, no entiende lo que le ocurre a Julián, cada vez se muestra menos cariñoso, más osco, apartado y lejano. Echa de menos a su marido y cada viernes se encuentra a un ser sin alma, triste y desanimado. Hoy sábado han discutido, no sabe muy bien por qué razón. Ha terminado exhausta y emocionalmente tocada tras haber rebasado todos los límites siempre antes respetados. Se han gritado y con la niña delante, la discusión derivó en ataques personales y en reproches con olor a cocinados muy lentamente.
Julián observa desde la ventana, el paso decidido de Quiti en dirección a la parada de metro. Un creciente hormigueo le aprieta el pecho. Se reconoce arrepentido por su reacción en la discusión. Escucha el llanto apagado contra la almohada de su hija. Arrastra los pies mientras muda su cara a sonrisa, todo por la causa de calmar a la niña que no tiene culpa de nada.
–Pobre Quiti– piensa Julián, impaciente por su regreso para disculpase. Echa de menos sentirse hombre y respetarse a sí mismo. Echa de menos su vida, esa que se marchó con el puto ERE que le robó el trabajo y la felicidad.