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23.1.23

Rebajas

 


–Me gustaría ir al Centro para descambiar una cosa y conseguir una chaqueta nueva y sabes que me fío mucho de tu criterio– la caída de ojos tierna e interesada de Sofía hace irresistible su argumento y el jugueteo de los dedos con el primer botón de su escote, con ese movimiento insinuante de ahora abro y enseño, ahora cierro y te quedas con las ganas... Sabe que su propuesta no casa con el plan ideal de su marido Juan, ni por asomo en el universo más complejo y lejano a su realidad habría imaginado que le iban a proponer como plan estrella del sábado por la tarde ir de rebajas.

 

Sofía sabe cómo convencer y sonreír a cada paso para ganarse la voluntad de Juan, él espera que su esfuerzo tendrá recompensa como solo Sofía sabe hacer y por experiencia sabe que eso será más tarde, terminará insinuándose por sorpresa a una hora desacostumbrada para adornar más la picardía.

 

Tras dos semanas de periodo de rebajas, Juan alimenta su esperanza de que la afluencia de compradoras sea escasa, sabedor del tiempo que se toma Sofía para enfundarse en las prendas que va eligiendo y de las dificultades para acceder a los probadores por la enorme demanda de compradores a la espera de su turno.

 

Primera hora de la tarde y le cuesta encontrar una plaza libre en el aparcamiento subterráneo de la calle Velázquez, estratégicamente situado en el centro de la Milla de Oro, territorio conocido del Barrio cercano al Parque de El Retiro donde coexiste la mayor concentración de tiendas de marca de toda España.

 

Visto desde arriba, las aceras son insuficientes para organizar el tráfico humano con cambios de ritmo a cada escaparate. Concentración de rubias de bote perfumadas en exceso, vestidas con ropas cómodas de marca. Solas o por parejas buscan, tocan, comparan y revisan todo tipo de prendas que van desechando sucesivamente salvo que encuentren algo parecido a lo que idearon en su plan de compra perfecta.

 

Sofía escoltada por Juan accede por una ancha puerta de carruajes que permite descubrir una de las manzanas de comunidad propias del Barrio de Salamanca. Los edificios se construyen siguiendo las lindes de unas calles separadas más de lo habitual entre las paralelas lo que permite edificar alrededor de un patio de comunidades ancho y alargado. Algunos se convierten en jardines secretos que disfrutan sus pocos vecinos, otros se reconvirtieron en galerías comerciales aprovechando los bajos de los edificios colindantes.

 

El flujo humano desciende dentro de estos grandes patios, los locales comerciales ofrecen mercancía más exquisita lejos de la mordaza propia de las grandes marcas de consumo, viajes exóticos a medida, una financiera especializada en hipotecas inversas y productos de ahorro para la jubilación, un anticuario con muebles señoriales propios del barrio y en la esquina del fondo, un local con cristales tintados de negro sin rotular.

Sofía pulsa el timbre y de inmediato el característico zumbido permite la entrada al local. Un mujer con los treinta avanzados, muy bien vestida con un vestido al vuelo que luce sobre unas piernas interminables gracias a sus tacones altos en demasía, pelo con mechas sutiles, sonrisa blanqueada y voz amable sale a recibirles.

 

–¿Sofía Llanos? Me alegro de conocerla, pasen por favor, Mariana les está esperando.

 

Juan no sabía que tuvieran cita ni para qué aunque se encuentra encantado admirando a la treintañera.

 

–Señor, puede esperar en esta salita ¿le apetece un café mientras espera?

 

Sofía entra en una sala situada enfrente donde una mujer de su misma edad la recibe de pie frente a la puerta.

 

–Buenas tardes, Sofía, veo que te has decidido. ¿Necesitas que te recuerde las condiciones del renting temporal?

–Gracias, lo tengo claro, no es necesario.

–De acuerdo, entonces solo nos tienes que concretar el plazo de duración del contrato para determinar la conservación y si nos cedes para co-reting tu fianza, lo que reducirá bastante la factura mensual.

–Eso sí que necesito recordar. Estoy pensando en tres meses, solo para el invierno. ¿Qué precio se queda final?

–Mira, aquí tienes la oferta con todos los detalles.

 

Rotating arranged marriage. Rental contact. (1)

 

La cliente elige la duración de su contrato, con un mínimo de un mes y hasta un máximo de doce meses. Ofrecemos dos modalidades con o sin pacto de recuperación de la fianza. 

 

El precio final se puede reducir en hasta un cuarenta por ciento si la cliente cede a terceros, seleccionados por Happy Wife (2) (en lo sucesivo, La compañía), el uso de la mercancía entregada como fianza.

 

Durante la duración de este contrato, la cliente dispone del uso y disfrute de un varón de compañía seleccionado por ella entre los candidatos propuestos por La compañía, responsabilizándose de su cuidado, alimentación y acogimiento en los mismos términos que disfruta la mercancía entregada como fianza.

 

Los varones, tanto el recibido como parte del contrato como el entregado como fianza, reciben el mismo tratamiento de limpieza de memoria de forma que sus recuerdos del periodo contratado serán una repetición de otros similares almacenados en su cerebro.

 

La compañía se reserva el derecho a rescindir el contrato en caso de fallecimiento o enfermedad grave de alguno de los varones. 

 

En el caso de que la cliente decida, tras el periodo contratado, no recuperar su mercancía de fianza, compensará a La compañía con el equivalente de doce meses de alquiler en concepto de comisión por las gestiones para vender su mercancía usada.

 

–Tres meses, vamos a empezar con poco. Y quiero recuperar a Juan al final del contrato, sin cederle en este tiempo.

–¿Está segura? Si lo haces por él, te aseguro que no recordará nada de lo que le ocurra en este tiempo con otra mujer. Si lo dejamos aparcado, te va a salir muy caro el servicio.

–No es por lo que él pueda recordar, sino por mí. Me avergüenza que otra mujer conozca lo malo que es en la cama...

 

 

Nota 1: Matrimonio de rotación concertado. Contrato de alquiler.

Nota 2: Esposa feliz

 

 

1.1.23

1 de enero

 


Trasnochar le afecta bastante por su costumbre de despertarse todos los días a la misma hora, llueva, truene o haga sol. Después de aguantar casi dos horas del tedio televisivo tras comer las uvas con las campanadas y brindar, se acularon en los sillones para mirar la pantalla, comentar entre bostezos si alguien conocía al artista que por turno se asomaba por el escenario y mantener una conversación banal interrumpida cada vez que asomaba un nuevo cantante. Cambiaban de canal en cuanto cortaban para realizar una pausa publicitaria o si el artista en cuestión no era del gusto de alguno de los hermanos.

 

Su cuñada, aburrida, decidió recoger poco a poco los platos y copas para adelantar trabajo y, de paso, encenderse algún que otro cigarro en la cocina, lejos de la mirada censora de su marido.

 

Los canales compiten ofreciendo la misma oferta enlatada de música de calidad variable, tras la tercera vez que apareció repetido un cantante imitador de El Fary decidió que era su momento, Andrés se levantó dando por concluida su participación en la fiesta. 

 

Doscientos metros dista su casa de la vivienda de su hermano y cuñada. Calle abajo se cruza con varios jóvenes con paso acelerado camino a sus fiestas de fin de año, alegres y llenos de vida hormonada, atufando a desodorante a base de feromonas. ¿Dónde quedó la costumbre de usar colonia o perfume? 

 

El ruido de los cohetes y petardos lanzados desde las ventanas le acompaña durante su corto recorrido hasta su domicilio. Sin quejarse vigila las ventanas que se abren para reaccionar si ve caer algún petardo que le pueda buscar.

 

Una vez en casa, ni el viejo Sultán levanta los ojos para saludarle, prefiere mantenerse recostado en su manta de dormir junto al sofá. Ni un ruido, es hora de acostarse. Dientes, pis y a la cama, como le decía su madre hace cincuenta años.

 

A las seis de la mañana su entrenado cuerpo le exige levantarse, y sin atisbo de pereza, salta abandonando su caliente cama. Necesita un café bien cargado antes de encargarse de Sultán que ya merodea a su alrededor. Los finos pantalones de su pijama no son capaces de abrigarle las piernas y un incipiente temblor incontrolado en sus muslos le marca el ritmo con sus convulsiones mientras reconoce la tosecilla esa que aparece siempre que tiene frío. 

 

Sustituye en la alcayata de la pared de la cocina, el calendario con hojas mensuales, esta vez tocan fotos de montañas nevadas. Inaugura la hoja con el mismo pensamiento de cada uno de enero: –actuarialmente ya tienes un año más— De esta manera se flagela sin esperar a su cumpleaños en mayo. La autocompasión es uno de sus deportes preferidos que sigue con ahínco para destruir su escaso ánimo jovial.

 

Este año le caen sesenta y no quiere ni pensarlo, su deterioro físico asoma implacable anunciando con breves señales lo que le viene, la próstata, el mal dormir, la lívido que le abandona, las rodillas crujientes y ese puto dolor de espalda. Poco queda de aquel orgulloso treintañero sonriente que arrasaba entre las féminas. Huyó del compromiso y desde hace años la losa de la soledad le acompaña cada atardecer, Sultán su viejo compañero es ya un anciano que holgazanea casi todo el día. La radio, seguir alguna que otra serie de relleno en su plataforma de televisión preferida y releer sus innumerables novelas que pueblan su librería son su única compañía.

 

Elena, su cuñada fumadora, le invita cada dos semanas al club de lectura que organiza en su casa sentándole siempre junto a Floren, una viuda sin hijos muy guapa, elegante, divertida, sonriente, perfumada y más simple que un ajo porro. 

 

–Te conviene Floren, algo me dice que sois compatibles.

–Elena, te lo agradezco, pero a mi edad no estoy para recordar cómo se conquista a una mujer.

– Si a Floren ya la tienes ganada, solo hay que ver cómo te mira...

 

Andrés recuerda para sí las veces que coincidió con Floren veinticinco años atrás. Un volcán lleno de pasión, desinhibida, viciosa e insaciable. Mal casada con un notario viejo, rico y del opus. Parece que salvo para procrear no la tocaba y como resultó que no podían concebir entre ambos por incompatibilidad seminal terminó por abandonarla por inservible. Andrés llenó los enormes vacíos físicos y emocionales de Floren. Todo fue perfecto hasta que ella le confesó su amor y su deseo de compartir vida. Andrés huyó del compromiso permitiendo que su decisión labrara el inicio de una profunda melancolía que con el paso de los años fue creciendo. Media vida después se la encontró en una de las citas literarias de Elena y notó cómo su acartonado corazón despertó un deseo antiguo y reconocible. 

 

¿Es posible recuperar, a los sesenta, la pasión perdida y su antiguo vicio? nota cómo su cuerpo despierta de un largo coma físico y emocional que durante una generación le tuvo postrado en una vivencia tenue y aburrida. Durante las últimas semanas el viejo recuerdo Floren mirando a Cuenca le despierta con sudores y palpitaciones. Algo tiene que hacer al respecto, tanta contención no es sana.

 

Sultán le recuerda que es la hora de su paseo matutino, le empuja las piernas apremiando a su dueño para bajar a la calle. Encuentra a Andrés muy extraño últimamente, despistado y hasta sonriente. Cuando le huele la entrepierna, reconoce los matices de las notas propias del celo. A sus doce años perrunos no recuerda haber olido nunca así a Andrés —¿será que los humanos tardan en madurar? mientras la hembra que elija no me moleste que haga lo que quiera— piensa Sultán. 

 

Sultán, en su vejez, sabe lo que le conviene a Andrés. Si tiene la posibilidad de ayudarle lo hará, pero ahora lo urgente es bajar a la calle antes de que estalle su vejiga.

24.12.22

Feliz Navidad, Benito

 


En cada familia o grupo de amigos existe la figura del hermano gruñón, ese o esa al que le gusta pinchar, destacar el error, decir la última palabra y presumir de que no le gusta la Navidad.

 

Benito se despereza bajo el edredón de su cama intentando ordenar el día que tiene por delante, se ha tomado el día libre y afortunadamente no tiene nada que hacer, salvo llevar dos botellas con vino de Rioja para la cena en casa de su madre. Echa de menos a Laura, se levantó muy temprano para irse a trabajar. Su empresa no facilita dar el día 24 como libre a sus empleados aunque sí les permite salir de la oficina a la una y media otorgándoles la tarde libre. A eso de las dos regresará para comer y dormir la necesaria siesta que le permitirá aguantar la velada nocturna sin que la venza el sueño por su costumbre de acostarse pronto a diario.

 

Decide aprovechar la mañana fría y nublada para darse una vuelta por el barrio, cobrar la pedrea de un décimo de lotería premiado y comprar el pan. En el paseo se cruza con varios vecinos que le desean feliz noche, felices fiestas o feliz Navidad, según la costumbre de cada. A cada felicitación contesta con un "igualmente" cada vez más desganado. No comprende tanta felicidad construida por la obligación de celebrar estas fechas en compañía de familiares y amigos por obligación. Es partidario de juntarse cuando apetece sin obligaciones impuestas por el calendario.

 

La pereza le va subiendo a cada parada de autobús que rebasa en su caminar, la publicidad agota. Cada marquesina está adornada con un cartel de 2 metros de alto con fotos de perfumes, productos de belleza o descuentos en líneas telefónicas, todos ellos adornados con árboles, nieve, bolas doradas y resto de iconografía navideña.

 

—Feliz Navidad, Benito— suena a su espalda mientras nota cómo se le clava la frase atravesando por debajo del omóplato hasta llegar al corazón. Se obliga a darse la vuelta y descubre sonriendo a Carmen, la vecina del sexto reluciente con su belleza perfecta. Su mirada consigue, en un instante, que desaparezca la punzada por la felicitación recibida y nota Benito que una creciente lujuria le invade. Es algo incontrolable e ilógico, consciente de que la triplica en edad y de lo imposible de la situación imaginada no puede reprimir una sonrisa torpe más propia de un adolescente inseguro que de un adulto que peina cada vez más canas.

 

Carmen sigue su camino ajena a las emociones provocadas en Benito que se contenta contemplando el perfecto andar de la vecina. ¡Qué bien le sientan esos pantalones que arrancaría a mordiscos para morir entre sus nalgas! Benito sigue parado en mitad de la acera, su musa se ha unido a otras tres jóvenes gritonas que celebran su encuentro hablando y riendo fuerte mientras caminan hacia la parada de metro.

 

—Feliz Navidad, Carmen— dice para sus adentros Benito.

 

De regreso a su casa y tras ordenar la habitación, se mete en la cocina para preparar la comida mientras la radio encendida recuerda en cada corte publicitario y en los comentarios de los periodistas las fechas en las que nos encontramos. Cocinar le relaja y se esmera en conseguir buenos platos para sorprender, está improvisando sobre el plato preferido de Laura mientras contesta, en voz alta, a la radio en una conversación imaginada con los comentaristas del programa de entretenimiento. 

 

—Tanta Navidad y felicidad, pero si se nota que no os aguantáis.

—Otra vez con lo mismo.

—Y ahora una receta navideña. Vaya truño de receta, eso no se lo come nadie.

—Estoy de publicidad de colonias hasta la coronilla...

 

Prueba el cocinado y nota que no está rico. No sabe igual que en otras ocasiones. Algo le falta y mucho le sobra. No hay quien se lo coma. Laura está a punto de llegar, tendrá que improvisar porque esto no lo puede servir.

 

El sonido de la cerradura al abrir anuncia que Laura regresa de su media jornada pre-festiva. Su sonrisa perenne fue lo que le enamoró hace casi treinta años y sigue produciendo el mismo sentimiento que no ha matizado los años de convivencia. Deposita una bolsa sobre la mesa de la cocina.

 

—Traigo la comida, cariño. He recordado lo mucho que te afecta esta fecha y lo que se nota en tus cocinados. Se puede guardar para mañana en la nevera si consideras que lo que han preparado queda rico. Me cambio y regreso a ayudarte.

 

Benito prepara la mesa eligiendo los cubiertos adecuados para el menú que ha traído Laura, descorcha una botella de buen vino y mientras corta un poco de pan siente el abrazo desde su espalda de su compañera. ¡Qué bien le conoce y cómo sabe solucionar el problema culinario de cada año sin un reproche!

 

—Feliz Navidad, cariño.

—Feliz Navidad, Benito.

 

 

 

18.12.22

La gotera

 



Tic, tic, tic... el sonido rítmico consigue relajar el alma desasosegada de Almudena. Las gotas de agua caen dentro del cubo de fregar que ha colocado para evitar males mayores mientras espera la llegada del fontanero del seguro para reparar la avería del vecino de arriba.

 

Durante años Almudena deseó comprar una vivienda en el centro de la ciudad, una de esas con fachada elegante del siglo XIX, gruesos muros y altos techos. Vivir en el centro tiene como inconveniente las dificultades para circular con el coche, ese que tiene casi abandonado en el bajo de su casa. Principalmente por lo angosto del acceso y por tener que enfrentarse a un examen de conducir cada vez que se anima a sacarlo de paseo. Rodeado de columnas y con un pasillo estrecho, un par de centímetros le separan de las paredes a cada maniobra. Lo normal es que se mueva a pie. Decoró su piso de largos pasillos con los muebles heredados de su abuela con dos generaciones más de historia. 

 

El reloj del salón marca con su golpe de campana las cuatro de la tarde. Tras vaciar por segunda vez el cubo tiene la impresión de que el flujo de líquido va minorando. Parece que el fontanero ha cortado el acceso y comienza su trabajo.

 

El goteo se espacia definitivamente y al perder el hipnotismo del agua cayendo, su relajación se pierde, regresando a la melancolía diaria. Un estado en el que se sumerge desde que Manolo se marchó. El muy cabrito no tuvo otra idea que alquilar el piso de arriba de manera que el sonido del crujir de la tarima a cada paso alerta a Almudena de lo que ocurre sobre su cabeza, escucha a sus nuevas amigas e incluso tiene que soportar los viernes de chicos donde las risas se van distorsionando al compás del consumo de botellas de cerveza mientras juegan a las cartas con la música de fondo a todo trapo.


 

Almudena no llega a reponerse de la ausencia de Manolo. Coinciden en sus horarios laborales y cada mañana salen a la misma hora de casa. Ella espera tras la puerta de su piso hasta escuchar los pasos de Manolo bajando la escalera y hasta que no supera su planta no quiere salir para evitar coincidir con su mirada. No es capaz de mantenerla sin sentir la llamada a la dependencia emocional que la tuvo unida a él durante varios años.

 

Un profundo olor a gel de baño, bálsamo para después del afeitado y colonia Loewe permanece en la escalera tras el paso acelerado de Manolo hacia su trabajo a dos manzanas de allí. Almudena elige bajar los escalones en lugar del ascensor, la atrae ese olor tan grabado en su memoria, olores a abrazos en el sofá y a viajes a la playa. Nota que su melancolía crece a cada peldaño hasta que al alcanzar la calle, una perla emerge de su ojo malogrando su maquillaje al resbalar por su mejilla. 

 

Le duele la ausencia y le atormenta el roce por la vecindad obligada y no querida. Mientras busca el abono trasporte en el bolso, llega a la conclusión de que tiene que hacer algo para solucionar este desasosiego.


 

Aumentan los ruidos en el piso de arriba, muchas pisadas. En la calle un ambulancia y dos patrullas de la policía. El fontanero accedió a la vivienda franqueado por el conserje para buscar la avería y descubrieron al inquilino inconsciente sentado en la bañera llena de agua coloreada de color cereza. Se ha abierto las venas tras atarse con unas esposas al grifo. Curiosa manera de suicidarse, tomando medidas para evitar el remordimiento.

 

Sobre su mesilla de noche una caja de Orfidal totalmente vacía y las llaves de las esposas.

 

Almudena baja las escaleras echando de menos el olor a gel, bálsamo y colonia. Hoy ya no llora en el descenso. Una vez en la calle gira a la derecha en dirección al Centro de Salud, su médico de atención primaria no duda en firmar nuevas recetas de ansiolíticos. –Te veo mejor, Almudena, parece que el Orfidal te está ayudando –le comenta su doctora.

 

–No lo sabes bien, doctora.

4.12.22

El éxito viaja en maleta

 


Dicen que el éxito es concluir una tarea, culminar algo de manera feliz o recibir buena aceptación de alguien. Asociamos el éxito a imágenes con los brazos abiertos celebrando la culminación de un tanto, de un título deportivo o de la consecución de un logro personal o profesional. Conseguir el reto se asocia con felicidad y por lo general solemos abrir los brazos para festejarlo.

 

Me repiten los amigos del barrio que tengo éxito, que se nota, un buen coche, una mujer inteligente a mi lado, ropa de marca, trabajos con cargos escritos en inglés y cosmopolita. Me paso la mitad de la jornada viajando de un lado a otro del mundo. Los aeropuertos se parecen todos una barbaridad salvo por la luz, los sonidos y los olores. Reconozco donde estoy en función de estos tres factores.

 

La luz. Solo cuando resplandece el ambiente, la vista de clarifica y los objetos toman vida por esa luminosidad fresca y definitiva sé que me encuentro en Madrid. Los aeropuertos del sur también son luminosos gracias al sol predominante aunque lucen menos, será por la bruma, será por el polvo, será por lo que sea. Son diferentes. El Cairo tiene luz roja filtrada por la polución y el polvo del desierto. Ammán su polvo es blanquecino. En cambio, en el norte y en Norte América son oscuros reflejo de su climatología casi siempre nublada que otorga a la luz una apariencia plomiza y grisácea.

 

Los sonidos. Los aeropuertos mediterráneos y los de la india son ruidosos, con risas estridentes y conversaciones en tono elevado. Los nórdicos son silenciosos, donde nadie quiere molestar y deambulas entre zombis paseando vasos de cartón con café mientras sondean las pantallas de sus celulares.

 

Los olores. Unos huelen a humedad, otros a flores y los desérticos a polvo en suspensión.

 

Me encuentro esperando la hora de embarque de mi séptimo vuelo de la semana y eso que estamos a martes. Hincho mi pecho inhalando una colección de olores. Huelo a cerrado, a húmedo, a moqueta pisada, a café aguado, a colonia monótona... me quito mis perennes gafas de sol y la luz grisácea tamizada por un banco interminable de nubes oscuras apenas me hace guiñar la mirada. Me concentro para percibir los sonidos, un grupo de procedencia árabe charlan animadamente a unos metros de distancia y aunque modulan su hábito captan la atención de las miradas censoras del resto de zombis enfrascados en sus periódicos, libros o teléfonos. El personal de servicio es multiétnico con escasa presencia de blancos rubios que mayoritariamente visten los uniformes de seguridad. No tengo duda, Hamburgo. La tarjeta de embarque me lo confirma. Una breve sonrisa dibuja mi rostro, esta tarde me toca la luminosa, ruidosa y caótica Roma. Disfrutaré de una cena en solitario mientras preparo la reunión de la mañana siguiente antes de regresar a casa.

 

Llaman a embarque y tras de mí, rueda una pequeña maleta. El éxito viaja en maletas con ruedas. Eso pensaba yo cuando las relaciones internacionales hicieron florecer mi negocio. 

 

En Madrid, de regreso, le pido al taxista que me lleve a casa pasando por el centro evitando la M-30. —Quiero ver un poco de vida– le digo. En un parque un grupo de jóvenes juegan al fútbol, voces, gritos y brazos en alto celebrando un gol. Ahí está el éxito y no viaja en maleta con ruedas.

 

Nadie me recibe con las mismas ganas de abrazos que traigo yo tras tres días y medio fuera. Soy un extraño en mi propia casa, miradas frías y lejanas me hacen sentir como un huésped incómodo. Todas las semanas es lo mismo, me toca reconstruir las relaciones tras las ausencias. Mi mujer me sonríe sin alegría, todos los sinsabores de la convivencia con los niños los ha tenido que gestionar ella sin apoyo. Cuando me ve, me informa de lo ocurrido pero ya es tarde para celebrar los avances de los chicos o para recriminar una mala acción. Siento un enorme vacío por todo lo que me pierdo por la falta de convivencia y recibo frialdad por lo tarde que aparezco, como si estuviera de visita hasta mi próximo vuelo.

 

Cuatro años de éxito paseando mi maleta aeropuerto en aeropuerto consiguen que mi proyecto empresarial llame la atención de una multinacional sueca que me hace una oferta irrechazable. Es mi oportunidad para estar en casa dedicando mis esfuerzos a otra ocupación que me permita convivir con la familia compartiendo todos los momentos de la vida, los buenos y los menos agradables.

 

El precio de venta es desmesurado, tan alto que me permitiría vivir jubilado desde los treinta y nueve años. Mi último viaje desde Estocolmo me pesa como una losa, vuelvo millonario y muy cansado tras años de vuelos, aeropuertos, hoteles sin alma y desayunos de bufé. 

 

Al entrar en casa, encuentro la casa desangelada con la calefacción y las luces apagadas, la cocina desordenada con los platos y tazones del desayuno sobre la mesa, una radio encendida en el baño del fondo me llama y me dirijo a apagarla. Caigo en el detalle de los armarios, abiertos y vacíos.

 

Puedo confirmar que el éxito no viaja en maletas con ruedas. El éxito se madruga, se trabaja y se lucha cada día en compañía de tus seres queridos. De nuevo, me toca esforzarme más que nunca para reunir a mi familia y poder, finalmente, levantar los brazos. 


27.11.22

La reunión

 


Una mezcla de pereza y curiosidad amanece dentro de Manuel. Frente al espejo, hace tiempo que no se reconoce. Arrugas, ausencia de cabella, ojeras crónicas y la sonrisa pagada. En el reflejo reconoce la inmortalidad humana mientras se afeita ve a su padre y gestos de su abuela. Quizá la perdurabilidad de los genes es lo que las religiones llaman inmortalidad del alma. Mientras repasa con la cuchilla, por tercera vez, el pliegue de la barbilla donde varios de los pelos esquivan el corte; duda si ir o no a la maldita reunión del setenta aniversario de la fundación del colegio.

 

Cuarenta años han pasado desde aquella agridulce graduación donde la alegría por el título alcanzado tras años compartidos en el centro se juntaba con la inquietud ante lo desconocido. La mayoría pasaban del colegio privado a la universidad pública. Dos ambientes tan separados entre sí como retadores.

 

Manuel olvidó a su primer amor, Camila, una morena bajita que era todo tetas. Hasta la semana pasada su imagen no volvió a su memoria y un recuerdo vago de una relación sin entrenar basada solo en la necesidad de experimentar en el amor. Poca huella le dejó, salvo su estreno carnal con final amargo por la poca habilidad de los debutantes.

 

Animado por su familia, Manuel decide finalmente acudir a la cita de cincuentones nostálgicos de una mejor vida y unos cuerpos atléticos que no volverán. Reconocer a los antiguos compañeros no es fácil, la gravedad, el buen comer, la genética y el paso del tiempo borra muchas de las características físicas por los que les recordamos. La semejanza son sus padres ayuda a reconocerse entre ellos y por supuesto, la pegatina con el nombre a la altura del pecho.

 

Jorge, Ernesto, Ana, Luis... se van uniendo por antiguas pandillas. Juan y Loreto siguen juntos desde entonces, consolidaron una unión tradicional. Novios con diecisiete, boda a los veinticuatro y abuelos a los cuarenta y nueve. María y Javier también se casaron aunque en su caso la lógica se impuso, su primer amor no sobrevivió al conocimiento de la vida. Siguen enfrentados pues se evitan en la reunión trastocando al resto de su padilla que se divide entre ambos sin llegar a juntarse.

 

Clarisa reconoce a Manuel, se le acerca muy cariñosa y sonriente. Ya le gustaba cuando joven y ahora, sin pelo y ojeras, siguen encontrándole interesante. El tacto nunca fue lo suyo y desde el primer instante, asaeta a preguntas sobre su vida, hijos, esposa, domicilio, profesión... quiere saberlo todo.

 

Manuel siente un golpecito en el hombro, suave, eléctrico y reconocible. Ya sabe quién está a su espalda. Camila. La pérdida de sonrisa de Clarisa confirma la identidad de quien espera ser saludada tras la espalda de Manuel quien gira su cuerpo para recibir a su antiguo amor.

 

¡Qué mal trata la vida a algunos cuerpos! Solo reconoce a Camila por el brillo de su mirada, el resto es la talla XXXL de su versión estudiante. Si de joven era todo tetas, ahora es difícil distinguir sus enormes mamas del resto de carne. El abrazo se queda corto por la dificultad para abarcar el contorno completo. El protocolo se repite y de nuevo, hijos, cónyuges y trabajos se convierten en temas de conversación.

 

Camila y Clarisa se mantienen en el mismo corro junto a Manuel que poco a poco va creciendo en miembros cruzando conversaciones entre varias personas poniéndose al día de sus vidas. Por un momento parece que los cuarenta años se han perdido y regresan a sus charlas durante el recreo de medio día cuando salían a la calle a comerse un bocadillo en el bar Sigüenza, que sigue abierto.

 

Avanzada la velada, llega Carmen, como siempre la última. Vestida con ropa cara, operada a simple vista de labios, pómulos y pechos. Muy amiga de Manuel en aquella época prefirió juntarse con Andrés, un chico de familia muy rica que presumía de moto, dinero y juergas. Divertido y mujeriego, encandiló a Carmen con su labia y posibles. Un amor breve y apasionado que terminó en cuanto Andrés se marchó a Estados Unidos a estudiar. Carmen terminó casándose un notario veinte años mayor que ella, rico, tradicional, perteneciente a la asociación más conservadora de la iglesia en España. Esa que mezcla la fe con poder y el dinero. Un viejo prematuro y con él, Carmen varió su forma de vestir a la moda tradicional conservadora, envejeció en ropas conservando su inocencia en la piel. Se incorpora al grupo y se entretiene en saludar de uno en uno a todos sus antiguos compañeros de clase, dejando premeditadamente a Manuel para el final.

 

–Oye, ¿y sabes algo de Andrés?

–Nada de nada, se marchó a América y le perdí la pista.

–¡Qué pena! pensé en volver a verle hoy aquí.

–Si te gustan malotes ¿por qué te casaste con un santo?

–Anda, quita, ¡qué cosas tienes! si solo es curiosidad. Mira allí está su primo Esteban, voy a preguntarle.

 

Manuel sigue con la mirada a Carmen, en el fondo le da pena. Sigue enamorada de un recuerdo, de una ilusión del final de su juventud. Una vida de parche, repitiendo los convencionalismos que guiaron a su madre, cinco hijos, poca intimidad, mucho aparentar, calendario gobernado por los ritmos de la iglesia y sin pasión. Se refugia en el recuerdo de un amor no correspondido donde ella entregó su cuerpo a cambio de diversión.

 

18.9.22

Milka

 


 

Milka es una perra guapa, de pelo blanco, bien cuidada y de raza indefinida. Es la fiel e inseparable compañera de mi tía Mayte. La bautizó como su chocolate preferido en el mismo momento en que se la entregaron hecha un ovillo recién destetada.

 

Perra inquieta y juguetona que alegra la existencia a tía Mayte. Sus hijas fueron volando para forjar sus vidas y terminó sola en una casa más grande de lo necesario. Viuda desde la juventud, le tocó luchar por la vida y sacar adelante a sus tres hijas. Trabajó en una inmobiliaria enseñando los pisos en venta, se le daba bien encontrar las virtudes de cada casa y saber esconder los problemas. Siempre positiva ante la vida, se llevó su filosofía al trabajo.

 

Veintiocho años después de enviudar, la última de sus hijas salió de casa para mudarse a otra ciudad. Un enorme vacío se apoderó de su corazón, arrugando su, hasta entonces, perenne sonrisa. Suspiraba mientras encontraba su lugar en el nuevo mundo.

 

Ahí apareció Milka, regalo de su amiga Celia. 

 

–A mí no me gustan los perros– le dijo justo antes de caer rendida ante esos ojos negros brillantes. Fue un amor a primera vista. Dejó la tableta de chocolate sobre la mesa para tener entre sus brazos a su nueva compañera. La coincidencia temporal en el mismo campo visual eligió el nombre de su nueva amiga.

 

Se hicieron inseparables, tía Mayte adecuó su ritmo vital a las necesidades de la perra, las horas de paseo, de juegos, de charlas y de paz. Los viajes quedaron condicionados al bienestar de la perra y a su admisión en los alojamientos.

 

Mayte está ingresada en el hospital, nada serio, de hecho se espera que pueda regresar a casa tras un par de días de convalecencia. Por carambola del destino y por ser el hijo de Celia, me toca ir a cuidar a Milka. 

 

Al entrar en su casa descubro el desastre, Milka que nunca se ha encontrado sola ha visto salir a Mayte y tras varias horas se ha desesperado, un par de cojines rotos por el suelo de la salita y ha defecado en la puerta de la terraza, incluso parece que intentó evitar aliviarse dentro de su hogar. Me recibe nerviosa y ladrando a la defensiva. No me reconoce de principio. Dejo que me olfatee, llevo impregnado olor a perro. Eso lo conocen todos los que tienen canes en su hogar. El olor a su madre. Se relaja, sin conocerme, me admite. Hablo con palabras suaves y me muevo con cuidado. Me gano su confianza y comienzo a recoger el destrozo de los cojines y las heces. Ventilo la casa, mientras localizo el pienso para cachorros, su manta para dormir y sus recipientes de comida y bebida.

 

Admite que una su correa a la cadena de paseo y sin fiarse del todo me sigue por la escalera hasta la calle. Descargo sus cosas en el maletero del coche antes de regalar a Milka un paseo largo por el barrio. Una vecina reconoce a la perra y se para para hablar conmigo y ya de paso, informarse sobre la enfermedad de Mayte que desconocía.

 

Milka duerme acurrucada junto a su madre sobre una amalgama de las dos mantas. Casi sin llegar a olerse se han reconocido al instante y tras brincos de alegría me han hecho partícipes de su felicidad correteando a alrededor de mí.

 

En un par de días, Milka regresará con Mayte. Mientras disfrutará con Freda de la infancia que le arrebatamos al destetarla precipitadamente. Tuvo una camada con cinco cachorros que la estaban agotando. 

 

Milka me mira y en ese gesto noto una enorme conversación de agradecimiento. Echa de menos a Mayte y la mejor manera de esperarla es en compañía de Freda.

27.8.22

El ático

 


Tres meses han pasado desde que Andrés se marchó, retiene en su memoria cada gesto guardado como si fuera un tesoro. Sus dos maletas y las seis cajas llenas de libros, la mochila que usa para ir al gimnasio colgada de sus hombros y el último movimiento girando la anilla en la totalidad de su circunferencia para liberar las llaves del apartamento que depositó en la bandeja que reposa sobre el mueble de la entrada. Su última melancólica mirada despidiéndose de la vida en común de los últimos cinco años y el cierre, con el cuidado que siempre ha tenido con todo, de la puerta. 

 

Para Lala ese cierre sonó como un portazo en su corazón, ella sabía que si le permitía irse se rompería todo. El sonido metálico le anunció que las puertas del ascensor se cerraban para bajar a Andrés a su nueva vida, solo en ese momento permitió que las lágrimas se liberaran de la presa de sus pestañas. 

 

No fue culpa de nadie o lo fue de los dos, se acumularon los detallitos sin importancia hasta que tomaron forma de incompatibilidad. Andrés quiere campo, sosiego, pocos amigos, largos paseos, tiempo de lectura. Lala prefiere playa, fiesta, televisión, música, baile y mucha familia alrededor, sentirse deseada a cada instante, ser la mejor y más guapa del universo. No pudo ser. Andrés echa de menos su piso de soltero en el barrio de las letras, un tercero sin ascensor decorado a base de estanterías repletas de libros y escaso mobiliario. Lala desea mudarse a un ático, adora el sol y envidia las terrazas amplias donde poder tumbarse para dorar su piel hasta el límite salubre aconsejado por los médicos. También una terraza grande le permitiría organizar fiestas y barbacoas con amigos.

 

Tres meses después del portazo toma la decisión de dar un giro a su vida, visita la inmobiliaria del barrio con la ilusión de encontrar el ático de sus sueños.

 

–Un ático no es buena idea. Es el piso más caluroso en verano y el más frío en invierno. Con el clima que tenemos en Madrid, es difícil que puedas disfrutar de la terraza más de mes y medio al año. Además tienen un sobre precio que no justifica sus vistas– se recuerda Lala una conversación al respecto que tuvo con Andrés.

 

Una semana más tarde la inmobiliaria le había concertado tres visitas a pisos de última planta que coincidían con sus deseos. Es el momento de concederse su capricho y comenzar a dar una vuelta a su vida y a sus sentimientos.

 

Al final de cada visita sonaba en su cabeza el mismo portazo virtual que sintió en el corazón cuando se marchó Andrés. Los tres pisos son magníficos, con terrazas amplias y llenas de posibilidades para decorar. Ese maldito portazo llena de dudas su decisión. 

 

Una rabia interior la anima a comprarse el más caro, será su particular portazo contra el triste de Andrés y una nueva perspectiva de vida para ella. La luz que entra por el ventanal de la sala de estar la enamora al instante, sus dos fachadas al este y al norte le permitirán amanecer con el sol y atardeceres más frescos en verano. 

 

La dueña de la casa, encantadora y sonriente, no deja de acariciarse su barriga de ocho meses y mientras enseña cada rincón de su vivienda en venta, le cuenta que ha decidido mudarse porque prefiere vivir con su hijo en una casa con jardín, que su momento de ático ya pasó. Lala no cae en la cuenta en que la vendedora viste un grueso jersey de lana, pantalones y zapatillas de deporte. Excesivo para ser principios de octubre. El piso en sí es pequeño, con una terraza de ciento cuarenta metros cuadrados, el apartamento apenas llega a los ochenta. Pierde metros habitables respecto a su actual apartamento, no le importa porque está sola. Lo mejor de la casa sigue siendo la terraza.

 

Seis meses después del portazo, Lala intenta acomodarse en el sofá arropada con una manta gruesa mientras repasa mentalmente una lista de mejoras en el aislamiento de la vivienda. Ventanas de puente térmico, doble tabique y evaluar cómo aislar el techo de las inclemencias del invierno. La nevada de la semana anterior la ha dejado agotada. Mucha era la nieve que ha tenido que retirar de su terraza en cuanto le informó su vecino de abajo del peligro de provocar goteras y manchas en su casa tal y como pasó en las últimas nevadas. Además aprovechó para censurar su costumbre de bailar al ritmo de la música alta. La terraza de Lala coincide con las habitaciones del vecino de abajo que se ha cansado del bailoteo con los pies descalzos de Lala.

 

Largo se le antoja que aparezca el mes de mayo para disfrutar de su amada terraza. Ha repasado multitud de páginas por internet de tiendas de muebles y ya tiene una idea bastante clara de la decoración que hará resplandecer su terraza. Las baldosas de la terraza necesitan cuidados especiales tras las inclemencias del duro invierno, su vivienda construida hace más de cuarenta años reclama un cambio en la impermeabilización del suelo de la terraza y nueva superficie, más duradera, más mona y mucho más moderna.

 

En el mes de junio la primera hora de calor que achicharra sus planes de disfrute de la terraza, se ve obligada a refugiarse en el minúsculo salón bajo el chorro del aire acondicionado. En invierno, para completar a la calefacción instaló un aparato de aire acondicionado de frío y calor. Durante los meses de días cortos utilizó más de lo que había imaginado la bomba de calor y ahora en verano huye del bochorno bajo la misma máquina buscando el fresco que no encuentra en el exterior.

 

Un año después del portazo, visita la inmobiliaria, necesita un cambio de vida y un piso conformable que no la arruine con el gasto de energía, algún metro habitable más y sin terraza que cuidar y limpiar de nieve.

 

Puto portazo. 

4.8.22

Deseo

 



Tres pares de ojos negros, brillantes, vivaces y llenos de deseo escrutan al fruto prohibido tras la valla de piedra. En ningún momento se permiten perder del campo de visión su bien más deseado. El resto de sus sentidos confirman que están solos y nadie les observa.

 

Las tres respiraciones se acompasan a un ritmo expectante, los pechos se inflan haciendo fuelle a ritmo de carrera. El labio superior prueba el reconocible sabor salado de las perlas que resbalan por el bigotillo, apenas afeitado un par de veces. Las manos resbaladizas buscan alivio a su humedad frotando las perneras a la altura de los muslos. Una risita silenciosa como un hipido se oye entre dientes como un susurro.

 

Tras la ducha esa piel, hecha para abrazar y acariciar, está totalmente llena de gotas de agua que encuentran su camino descendiente ayudadas por la gravedad marcando su camino como una caricia húmeda infinita. El tercio superior, con su zona más carnosa, pide a gritos unas manos fuertes que colmen su contorno. El agua descendente concentra todos sus itinerarios en la oquedad oscura.

 

Los tres mirones se organizan en función a lo que se espera de cada uno de ellos, el más lanzado apuesta por saltar la valla e ir hacia ella. Los otros dos no se atreven a moverse, dejan al más decidido la responsabilidad del contacto.

 

Los dos pares de ojos vigilantes no pierden detalle a cámara lenta, no sabrán calcular el tiempo, para ellos será eterno, para el corredor apenas son cuatro segundos. Con un salto salva la valla y aterriza con ambos pies sobre el terreno plantado de hierba cuidada, calcula que solo cinco zancadas le separan de su objetivo. 

 

Al fondo se oye una voz grave y profunda del dueño de la finca que baja los cuatro escalones que separan el porche de la vivienda de su jardín con intención se expulsar al invasor y defender su bien más preciado. En su mano, un cuchillo que reposaba sobre la mesa junto a una jarra de limonada.

 

La velocidad del invasor se impone, alcanza su objetivo, su mano aprieta el trofeo que se mantiene húmedo y fresco. Retrocede hacia la valla, al lugar donde sus compañeros han abandonado huyendo del cuchillo que agarra el enfurecido dueño de la finca. Salta la valla con agilidad y al sentirse seguro fuera del alcance del energúmeno con el cuchillo amenazante clava sus dientes en el fruto prohibido. Nunca una manzana había sido tan sudada.

10.7.22

De hoy no pasa


 

Sofía recorre con la mirada el dormitorio. Sentada sobre la almohada con la pierna derecha cruzada apoyando el pie cerca de la rodilla de la pierna contraria. Espalda recta sobre el cabecero de madera de la cama. Madruga, un desasosiego antiguo la visita cada pocos días, el recuerdo de una tarea pendiente que no termina de culminar.

 

A su derecha, estirado todo lo que le permite su anatomía, Alfredo. En su momento fue guapo, seductor e irresistible. Los años le han criado una tripa prominente que dobla el volumen de su cintura, poco pelo en la cabeza, canas en el pecho y las uñas de los pies descuidadas. Eso fue desde que perdió vista y ahora fía la pedicura al calendario. Un aviso del móvil cada cuatro sábados le recuerda su sesión de contorsionismo imposible. Semejante estómago le impide doblarse como necesita para utilizar con precisión el cortaúñas. Sofía nota que bajo la barriga, un bulto morcillón lucha por sobrevivir donde el recuerdo sitúa despertares hinchados de poder, de eso hace casi veinte años. Alfredo ya ni recuerda aquellas sensaciones por domar la erección mañanera. Un desperdicio de ser en decadencia. El hijoputa ronca como un oso cavernario. Sofía no recuerda en qué momento llegó a acostumbrarse a ese nivel de decibelios con ritmo que preceden angustiosos minutos de ahogamiento. Una apnea incurable que para aliviarse debe perder más de veinte kilos.

 

–¡Qué ser! Le dejo. No le soporto más–. Me repito mentalmente. Sábado, encima hoy me vendrá a buscar, ya son demasiados días excusándome con cansancios, dolores y sueños. Hoy se le alinearán los astros. Hubo momentos que en cuanto me tocaba me encendía la mecha pirotécnica hasta llegar al castillo de fuego y placer. Siempre ha sabido dónde, cómo y el momento adecuado para pulsar cada tecla de mi cuerpo. La caída de las hojas del calendario olvidó la mecha y los fuegos artificiales. Tras tantos años compartiendo lecho, ahora, cuando me toca es como si me tocara yo misma, descubres que sus manos son las tuyas, su respiración es la tuya, su ritmo es el tuyo. Alfredo es muy efectivo, domina el orden, el dónde, el cómo e incluso el cuánto. Al final siempre llega a la diana, tengo premio, sí, sin sorpresas ni emociones. Cumple y no me quejo, a mí me toca corresponderle y de esta manera renovamos el pacto de convivencia por unas semanas más.

 

Y eso toca hoy. Pero no quiero renovar. Quiero dejarle, como he deseado durante toda la vida. Soy muy tonta, lo reconozco, me dejo llevar y por complacer a todos navego sobre la ola de la vida de los demás surfeando sin caer jamás. ¿Y si a mí lo que me gusta es bucear en la vida? Pasan los años y mi vocación por agradar la vida a los demás hipoteca la mía.

 

Veintidós años hace que terminé mis estudios y regresé a Alicante tras unos años de libertad en Madrid donde conocí a personas muy interesantes y algún que otro escarceo amoroso que me alegró la estancia. 

 

Durante el trayecto en autobús repasé mentalmente los argumentos para armarme de razones y dejarlo con él. La distancia y los contactos esporádicos habían dilatado un noviazgo vacío donde dos personas tan alejadas en lo fundamental se reunían durante las vacaciones y algún fin de semana para beber y pasear con la pandilla de siempre, follar precipitadamente antes de dejarme en casa de mis padres para regresar, el domingo, yo sola a continuar mis estudios de biología en Madrid.

 

Una vez desciendo del autobús, en la dársena, un grupo de adolescentes veinteañeros montan jaleo con pancartas y globos con mi nombre escrito. Disfrazados tras unas gafas de plástico con narizota incorporada y bigote el grupo corea mi canción favorita. Alfredo ha movilizado a la pandilla al completo para darme un recibimiento festivo, han sido cinco años muy largos para él.

 

Esa tarde no pude descansar, tras dejar la maleta en casa, me dejé llevar y la fiesta se prolongó hasta el amanecer. No pude dejarle, no era el momento. Mal dormí en mi cama de siempre dando vueltas sin poder conciliar el sueño y repitiéndome los argumentos para romper con él. No es tan difícil, me repetía.

 

Me desperté a la hora de comer, tras el poco descanso y la mucha humedad de mi tierra a la que había dejado de acostumbrarme tras los años pasados en Madrid, descubro mi imagen en el espejo y me saludan unos ojos saltones como los de una rana. Mi alma luchaba por regresar a la almohada buscando el sosiego y la paz que tanto anhelaba.

 

–Sofia, ahora tendrás que organizarte la vida ¿no?

–No me marees ahora, mamá. Terminé el último examen ayer, dentro de unos días me organizaré para empezar a buscar trabajo. No voy a quedarme aquí para siempre.

–Claro, hija, claro. El sábado nos ha invitado a comer Elena, la madre de Alfredo. Entre las dos tenemos muy avanzado el plan de la celebración de vuestra boda.

 

No me lo podía creer, el plan de mi madre consiste en encerrarme en un matrimonio que está muy lejos de mis planes vitales. Ella sigue detallando su plan de la celebración mientras mi cerebro busca un rincón de paz lejos de todo eso. Miro a mi padre buscando apoyo y le encuentro embobado centrando toda su atención en mi madre. No tengo salida. No me voy a casar, si le voy a dejar. Luego pensaré cómo solucionar este disgusto a mis padres, con la ilusión que tienen por verme casada. 


Me gustaría que tuvieran ilusión por verme feliz o incluso que me preguntaran mis deseos antes de darlos por conocidos. Claro que cinco años de viajes para coincidir con Alfredo a ojos de los demás es una demostración de amor incondicional. El muy cabrito solo en dos ocasiones se le ocurrió visitarme en Madrid, cuando está a la misma distancia.

 

Mi madre sigue relatando su plan de mesas, menú, vestidos, banda de música, etc. Lo tiene todo muy pensado, ha diseñado la boda ideal que le hubiera haber tenido a ella y que no pudo ser por casarse casi en secreto repudiada por su familia por elegir a un hombre de mala reputación. Si mi padre es un bendito...

 

La dejo con la palabra en la boca para refugiarme en mi habitación, necesito pensar cómo dejo a Alfredo antes de que todo esto se salga de madre.

 

Un nuevo ronquido me despierta de mis recuerdos, las siete de la mañana, los riñones me duelen por la postura. Veintidós años han pasado y no hay ningún día que me olvide de recordarme que tengo una tarea pendiente, dejarle. 

 

Hada, mi perrita, nota que estoy despierta. Me aguarda en el pasillo, justo en la puerta de mi habitación que tiene prohibida traspasar. Con su carita graciosa, espera paciente que me dirija hacia ella para el paseo matinal. Es la única que me entiende, la que me defiende cuando discuto con Alfredo y es la única que se atreve a ladrarle.

 

Está decidido, hoy le dejo. Recupero la horizontalidad, abrazo la almohada y entro en el mundo de los sueños. El lugar donde siempre estoy sola y se me ve sonreír. Un mundo donde no existe Alfredo, solo yo. La semana que viene es nuestro aniversario, quizá no es el momento más oportuno. Vale, le dejaré dentro de diez días, está decidido.

 

 

 

 

Buen viaje, Joe

  Joe, simplemente Joe. Omitiendo, desde siempre, el rango familiar de tío. Recuerdo tu aterrizaje entre la familia cuando Ana, también sin ...