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2.7.22

Esperando a las musas



 

El atardecer se hace de rogar, Los días de finales de junio se hacen eternos, tanta luz con ese exceso de claridad me aturden. Necesito entrar en la hora bruja, cuando las palabras se unen por la magia de la estilográfica. Desconozco la razón por la que las musas solo me visitan en la noche abandonando mi inspiración con los primeros rayos de luz en la mañana. El verano me priva de creatividad, consecuencia de tener pocas horas nocturnas durante el periodo estival.

 

Asomado a la terraza con vistas al mar, anhelo el momento en que el sol se vuelve naranja tras el horizonte provocando el inicio de esa brisa agradable que necesito para aliviar estas temperaturas.

 

Mantengo la mirada fija en el horizonte tras unas gafas oscuras, calculo que faltan menos de cinco minutos. El aire, todavía un tanto caliente, comienza a mover las banderas izadas junto a la piscina del hotel. Siento la vibración de la estilográfica impaciente por librarse de su capucha para dictar la magia y completar ese mundo imaginario que rueda alrededor de mi cabeza sin conseguir ordenarse hasta que la oscuridad domina el mundo y bajo la tenue luz del flexo relleno las hojas del cuaderno.

 

La trama avanza junto con los personajes que viven y mueren por amor a esa historia que agoniza. Cada libro necesita para ver la luz un embarazo por su duración y por los picos hormonales que me provocan. Este libro se terminará con un final desgarrador, quiero sorprender a mis lectores y finalizar la novela de manera diferente a las anteriores.

 

Y tras el proceso de creación llega el trabajo, vender el manuscrito a las editoriales, esperar que se lo lean, lo valoren, les guste, negociemos condiciones económicas, campañas publicitarias y estar disponible durante semanas para la promoción. Escribir es un placer doloroso, lo que llega después es un trabajo largo y agotador. Cuando el arte se acaba, nace la obligación. Ganas me entran de guardar el manuscrito en el cajón y olvidarme del proceso posterior que demuestra que el que menos valor tiene en la cadena es el autor. ¿Un euro por ejemplar vendido?, ¿acaso ese euro paga el esfuerzo creador?

 

Mi solidaridad con los trabajadores del campo que tras un año cultivando y cuidando de su siembra, venden el fruto de su cosecha por muy poco dinero para ver posteriormente expuesto su producto en los mercados a un precio muy superior.

21.5.22

Huida



 

Lucía nota una mirada clavada en su hombro derecho, cautiva y atrapada por ese hilo invisible que une su cuerpo y el del mirón. No se atreve a darse la vuelta para descubrir quién la sigue con tanto interés.

 

Lleva dando vueltas por la ciudad sin rumbo fijo sintiendo cómo le falta el oxígeno, el estómago está encogido desde el momento en que notó esa mirada. Huye al ritmo de su respiración entrecortada, nota el sabor salado del sudor que le resbala desde el nacimiento de la frente y que en su camino descendente acaricia brevemente sus labios abiertos que buscan desesperadamente el aire que se le niega.

 

Gira a la derecha por un callejón peatonal en dirección a la calle Preciados, confía sentirse más segura entre la multitud, ansía el contacto humano y sentirse arropada entre tanto semejante. El escaparate de una tienda de zapatillas deportivas le devuelve la imagen de una mujer menuda, extremadamente delgada, pelo corto a la altura de los hombros, ropa humilde y ¡esos ojos! 

 

Es ella, lo sé. –Piensa Lucía mientras continúa su huida hacia la estación de metro más transitada de Madrid.

 

Baja la calle Preciados al ritmo más rápido posible entre la multitud. El contacto intermitente con los viandantes le transmite seguridad. Calcula mentalmente la distancia a su objetivo, el metro de Puerta del Sol, doscientos, ciento cincuenta, noventa metros...

 

Me es familiar, me recuerda a alguien de mi pasado. Pero ¿a quién? –Lucía se añade presión a la ansiedad como perseguida, intenta recordar quién puede ser la flaca.

 

Por fin en el metro, baja con rapidez las escaleras mientras con habilidad sus dedos localizan en su bolsillo del pantalón el abono transporte que valida con agilidad para pasar el torno de acceso y se dirige al andén de la línea 2. No necesita mirar hacia atrás, nota en su hombro el hilo que le conecta con la mirada penetrante de la flaca.

 

El panel luminoso informa que el siguiente tren parará en unos instantes, en la boca del túnel se nota la iluminación que precede a la máquina. Las personas que esperan en el andén se posicionan donde saben que suele quedar las puertas de los vagones. Lucía nota que la mirada perseguidora que la sigue espera desde un par de puertas más adelante en el sentido del recorrido.

 

Una marabunta de viajeros desciende del tren, dirigiéndose en un orden sin filas definidas hacia el corredor central que sirve de distribuidor hacia otras líneas o hacia las escaleras que llevan al exterior. Una vez han salido los viajeros con destino Puerta del Sol, los que esperan en el andén se atolondran hacia el interior del tren, Lucía espera paciente para ser la última en subir, de reojo quiere reconocer la mirada de su perseguidora que hace exactamente lo mismo que ella, esperar a ser la última en subir. 

 

El pitido previo al cierre de puertas avisa a los viajeros de la inminente partida del tren, cuando las puertas inician su cierre, Lucía desciende al andén y nota que la perseguidora repite el movimiento. En el último instante, Lucía sube la vagón justo cuando la puerta se cierra. Tan apurado realiza el movimiento que ambas puertas automáticas le golpean en ambas caderas al cerrarse e iniciar la marcha el tren.

 

Sobre el andén, la flaca con ropa humilde sobre unos zapatos de cuero propios de una estación más fría, muy poco útiles en pleno verano. La mirada de la perseguidora pierde fuerza y el hombro de Lucía se libera de la conexión.

 

Cruzan las miradas fugazmente, la reconoce, sabe quién es. Han pasado muchos años desde la última vez que se vieron. Ella es la tristeza que la visita cada cierto tiempo para intentar amargarle la vida. La Melancolía, esa compañera tenaz que la persigue desde su niñez y a la que siempre consigue esquivar. Una vez más se ha liberado de su persecución. 

 

Apoya su espalda contra la pared del vagón, junto a la puerta, mira a su alrededor cómo decenas de humanos miran hipnotizados la pantalla de su teléfono y al fondo del vagón, una esperanza, una mujer sentada lee un libro. Todos ocupados en su mundo, juntos y solitarios a la vez. Lucía se siente vencedora, ha conseguido otra prórroga de felicidad. Es la única persona que sonríe.  

 

–Próxima parada, Ópera. –Se escucha por la megafonía del tren.

 

Se aparta un poco para permitir la salida de viajeros en esa estación, ella continua hasta el final de línea, en Cuatro Caminos, cuanto más lejos de esté de La Melancolía, mejor le irá. 

24.4.22

Tía Águeda

 



Cuando se siente feliz toda ella es radiante, con su mirada brillante y sonrisa sincera acompañada con esas arruguitas que se le marcan en la unión de los párpados. Su tono de voz se agudiza y la risa acompaña la conversación. Ella consigue enamorar a los que la rodeamos incapaces de evitar la atracción gravitatoria hacia ella.  

 

Pasan los años y la imagen que transmite tía Águeda es esa, el imán al que la familia se une buscando la fuente de su satisfacción emocional. Todos acudimos a tía A y no necesariamente para recibir un consejo o unas palabras certeras, la buscamos para llevarnos un poco de su felicidad para guardárnosla para siempre con nosotros.

 

Repaso con melancolía el vídeo grabado hace un mes durante la fiesta de su sesenta cumpleaños. Creo descubrir un breve destello en su mirada que me recuerda a la melancolía, puede ser producto de mi imaginación o resultado de un pensamiento recorriendo su mente valorando la vida pasada y las probabilidades de la futura. Serán cosas mías pero esa mirada me inquieta. Nunca se la había visto.

 

Ayer, como todos los sábados de fin de mes, conduje los ciento ochenta kilómetros que nos separan para comer con ella. El clima primaveral acompaña gracias a que la robusta mesa de madera del jardín está situada tras la casa, a resguardo de la brisa predominante procedente de la nevada sierra. 

 

Nunca me ha confesado el secreto de la receta de su salsa, –son las especias– me dice sin concretar cuáles ni su proporción. Solo ella es capaz de conseguir que la carne asada se convierta en un lujo al paladar, salvo ayer. 

 

Tía A se sienta en su lugar preferido a la derecha de Germán, su compañero de vida, que preside la larga mesa mientras llena los tres vasos con vino de la zona. La sombra del sauce nos protege del picor del sol de abril mientras nos preparamos para degustar el asado.

 

Un silencio pesado y pegajoso nos rodea, solo roto por el sonido de los cubiertos al chocar con los platos. Nos acompañan los dos gatos y el anciano perro que se hacen notar rozándose contra nuestros tobillos demandando sus raciones. Entrego un primer trozo a mi viejo amigo Sam que mirándome lo deja caer al suelo. Con un breve sonido, casi inaudible para mí, emitido por Germán, Sam recupera su ración abandonando la zona. Algo hay que no le gusta.

 

Observo a tía A, come sin apartar la mirada del plato y sin apenas probar el vino. Un breve temblor en su dedo meñique de la mano izquierda me hace pensar que debe estar preocupada por algo. Miro a Germán quien con un gesto me intenta explicar que es mejor dejarlo estar, que luego me contará.

 

El cocinado expresa los sentimientos del cocinero mucho mejor que las palabras. Solo por esta vez, nadie repite ración. El viejo Sam tenía razón, no hay quien se lo coma. Mientras tía A se levanta por el postre, pregunto a Germán quien solo tiene tiempo para decirme que –Águeda tiene un mal día, no pasa nada– Interrumpe su frase al verla salir de la casa con una fuente de fruta.

 

–¿Tía A, te puedo ayudar?

 

Me mira sin ver, noto su mirada cómo me traspasa para enfocar en un punto lejano en el infinito situado a mi espalda.

 

–Algo te pasa, me preocupo por ti– insisto.

 

–Tranquilo que ahora vuelvo a estar feliz.

–¿Cómo puedes controlar la felicidad?

–La busco y la suelo encontrar, salvo desde hace unos días que no lo consigo.

–¿Qué es lo que no consigues?

–Ser feliz.

–No se puede ser feliz siempre a todas horas, es imposible.

–Pues yo lo he conseguido durante sesenta años, hasta que se me fue.

–¿Qué ha cambiado? Tienes la casa de tus sueños, con tus plantas, el huerto, tus animales, a las afueras del pueblo y todo junto a Germán con el que llevas toda la vida. Una familia maravillosa y un montón de amigos. ¿Qué más quieres?

–Que me devuelvan mi felicidad, nada más.

–¿Quién?

–El que me la robó. Yo hasta hace unos días, me levantaba y mirándome al espejo me decía –hoy es el mejor día de tu vida, disfruta– 

–La felicidad no se obliga, se siente cuando estás plena de satisfacción emocional o incluso física. No porque te lo impongas. Y no se puede robar, nadie se dedica a quitarte la sonrisa para llevársela.

–Pues lo han hecho. Solo quiero llorar y no aprendí a hacerlo, seguro que me ayudaría.

 

Miro a Germán y me encuentro a un marido preocupado, paciente y atento ante cualquier detalle que le pueda avisar que Águeda necesita su apoyo, mientras eso ocurre la deja respirar respetando su zona de confort. Por experiencia sabe que Águeda necesita metro y medio de respeto para no sentirse abrumada, salvo que ella demande contacto, en ese momento él estará ahí. Los abrazos son el mejor ansiolítico para Águeda y la convierten en un cachorrito a la búsqueda de calor corporal y caricias.

 

De regreso a mi casa la idea de que algo le pasa a tía A no deja de martillear mi cerebro. 

 

Llevo un día con una congoja que me asfixia el pecho, los ojos tan hinchados que me duelen y, al igual que tía A con ganas de llorar sin saber hacerlo. Desde ayer las energías me fallan, echo de menos la alegría esa que me acompañaba cada vez que visitaba a mis tíos. ¿Seré yo el ladrón de sus sentimientos y ahora le robo melancolía?, ¿dónde he perdido la alegría de A?

29.3.22

El doctor Tiempo

 


Rafael repasa con su mirada la colección de diplomas colgados en la pared, testigos de asistencia a seminarios, cursos e incluso dos licenciaturas, medicina y biología. Varios marcos con fotografías destacadas junto a jefes de gobierno, premios Nobel y actrices famosas. 

 

El doctor Semper famoso por cultivar buenas relaciones y con un sin fin de pacientes satisfechos, tiene la consulta en el barrio más exclusivo de la capital. 

 

Rafael, casi seis meses después de solicitar la cita, se encuentra paseando por la sala de espera obviando los cómodos sillones y la montaña de revistas culturales y de viajes ordenadas por tamaños en la esquina de la mesa de metacrilato que ocupa el centro de la estancia.

 

La sala de espera es amplia y luminosa con vistas privilegiadas a la avenida frente al parque más famoso del reino. El sol vespertino calienta una estancia cómoda y solitaria mientras Rafa recorre con la punta de su dedo índice las costuras que hacen dibujo en la tapicería de los sillones mullidos y acogedores, tapizados en colores verde y caqui, que son una invitación a tumbarse para dormir la siesta.

 

–¿Rafael Miranda? –le llama una mujer entrada en carnes y mirada cautivadora, cubierta con una bata de color blanco.

–Sí. –Responde mirando a su alrededor comprobando que se encuentra solo él en la sala.

–Puede pasar, el doctor Semper le recibirá, haga el favor de acompañarme.

 

Rafa sigue a la joven hipnotizado con el andar de la mujer y los instantes que sus curvas se insinúan a cada paso en la tela de la bata. Con la nuca al descubierto gracias al recogido del cabello sobre la coronilla que transmite, en su caminar, una fragancia dulce y sutil que le trae a la memoria sentimientos del pasado.

 

La joven llama con los nudillos antes de franquear el paso al paciente.

 

El doctor repasa en el ordenador la incompleta ficha de su nueva visita, así comprueba que se trata de su primera visita. Se levanta para recibir a Rafael con una sonrisa amplia y luminosa.

 

Rafa se sorprende al descubrir una persona joven, atlética, tez morena, pelo negro, manos fuertes y sonrisa perlada. Por un momento intenta recordar las fechas de los certificados colgados de la pared en la sala de espera. 

 

–Esperaba pasar consulta con el doctor Semper, padre.

–¿Mi padre? –ríe el doctor– mi padre nos dejó hace varios años y era mecánico. Salvo que usted tuviera alguna avería en su automóvil, me temo que tendrá que conformarse conmigo.

–¿Entonces?

–Comprenderá que yo mismo debo ser el primer ejemplo del éxito de mi tratamiento. Pase y siéntese, por favor.

 

La consulta se prolonga durante casi dos horas, el doctor Samper promete resultados contrastables como los ejemplos mostrados que demuestran la calidad de los tratamientos. 

 

El precio del tratamiento completo hace dudar a Rafael, supone gastar la totalidad de su fondo financiero ahorrado tras una vida entera trabajando. Además de los riesgos inherentes a cualquier tratamiento médico, que debe firmar para autorizarlo asumiendo los efectos negativos posibles. 

 

–Nos vemos la semana próxima, Daniela le confirmará la cita, recuerde todo lo que hemos hablado. La próxima consulta será la más importante de su vida. Hasta entonces. –Le despide afablemente mientras aparece la mujer de la bata sincronizando su presencia con el apretón de manos del doctor.

 

La tarde está agradable con la luz solar languideciendo mientras los pájaros animan la vida con su piar incansable en el inicio de la primavera. Rafael pasea meditando sus opciones con el recuerdo fresco de la interesante conversación con Samper. Tiene una semana para resolver un dilema, entrar en el exclusivo club de la inmortalidad o continuar con su vida común. Está en la edad límite para tomar la decisión, las probabilidades de éxito disminuyen drásticamente a partir de los cincuenta años, es ahora o nunca.

 

El club inmortal le ofrece un vida prologada siempre que renueve el tratamiento cada cincuenta años. Acompaña la oferta una solución para adaptar toda la documentación oficial cada vez que necesite actualizar su formación o situación personal. Volver a empezar profesionalmente con una experiencia vital privilegiada, conocer nuevos amores, crear nuevas familias, vivir nuevas aventuras, avanzar en conocimiento y habilidades, ser testigo del nuevo mundo, de los avances de la técnica, de los viajes espaciales y, por desgracia, de nuevos métodos de guerra para destruirnos entre nosotros y al planeta.

 

Rafael regresa a su domicilio y tras saludar a Laura, su amante compañera de toda la vida, repasa el correo que ha recogido del buzón. Tiene por costumbre abrir su cajetín una vez a la semana, apenas reciben correspondencia ya todo es digital. Entre la publicidad de agencias inmobiliarias, descuentos de supermercados y resto de ofertas, destaca un sobre amarillento con cierre de lacre y letra cuidada escrita con pluma estilográfica.

 

Querido Rafael, he sido testigo, en la distancia, de tu vida feliz en compañía de Laura disfrutando del cariño y respeto de tus amigos. Hace cuarenta años me vi obligado a desaparecer de tu vida para construirme una nueva. Los pacientes del doctor Tiempo, al que has conocido hoy como doctor Samper, estamos obligados a reinventarnos cada ciertos años. Los accidentes aéreos o navales son muy socorridos para ello.

 

Permíteme que comparta contigo las consecuencias de mi decisión al entrar en el club de los inmortales, que conociendo el proceso, deberás notificar tu decisión en los próximos días. 

 

He prolongado mi vida muchos años, he tenido la posibilidad de disfrutar de una prórroga profesional maravillosa, nuevas compañeras y disfrutar con cada avance técnico. Cierto es que me ha costado mucho ponerme al día en costumbres, formas de alimentación y adaptarme a las prisas actuales. 

 

Te confieso que toda esta vida inmortal trae un coste social y emocional nada despreciable, poco a poco te verás obligado a despedirse de todas y cada una de las personas importantes en tu vida. De Laura, tu compañera de siempre, de Friki, tu perro fiel, de tu querida Ana, tu hija y de Rafita, tu recién nacido nieto. De tus amigos, compañeros y demás. Todos desfilarán sorprendidos de que te mantengas sin envejecer año tras año. Cuando todo esto pase, vivirás solo en un mundo que no es el tuyo, sintiendo un desapego enorme solo comparado con lo que siente el inmigrante obligado a huir que termina en algún lugar apacible al que debe adaptarse para sobrevivir.

 

La semana próxima termina mi plazo para renovar la prórroga para los próximos cincuenta años, te anticipo que mi decisión es no ejercerla, no sé qué es lo que pasará. Samper no sabe decirme el ritmo de envejecimiento que me espera ni qué ocurrirá más allá de la prórroga no realizada. Deseé quedarme en este mundo para mejorar las condiciones y evitar en el futuro las guerras. No he sido capaz, la pasión autodestructiva de la humanidad le hace repetir errores cada ciertos años. No veo remedio y a mi edad, ya me canso de intentarlo. 

 

Deseo despedirme en paz con el mundo e incumpliendo uno de los puntos firmados en el acuerdo con Samper, interferir en la vida la mis herederos, recomendándote que no repitas mi error. No entres en el club los inmortales.

 

Tu bisabuelo que te quiere, Ernesto Miranda.

13.3.22

Buen vecino


 

Por fin se va, tras todo el fin de semana gritado, corriendo y llorando con ese tonito de niño consentido. Atrás quedan las siestas irrecuperables que no hemos podido disfrutar, los amaneceres involuntarios a primera hora marcados por el subir de la manera más ruidosa posible las persianas y por el abrir y cerrar de cajones sin tope de goma, los bailes de salón con su zapateado de bota ortopédica y los sonidos guturales de los abuelos llamando al nieto a todas horas provocando las carreras sabiendo que molestan y mucho a los vecinos.

 

En varias ocasiones nos hemos quejado y ¿para qué? para recibir contestaciones chulescas –esto es lo que hay, no te lo crees ni tú, se trata de un niño pequeño y no vamos a coartar su crecimiento, etc. – Traduciendo el mensaje de los abuelitos, –a joderse–.

 

Tras el portazo, como no, silencio. Un gran contraste pasar del ruido perenne al vacío sideral. Los abuelos derrotados de puro cansancio ni se mueven. No tienen edad ni conocimiento para aguantar el ritmo que marca un nieto. 

 

Mañana lunes regresarán los albañiles para continuar la ruidosa obra de reforma en el piso situado justo encima de los abuelos con el nieto mimado y ruidoso. En un par de meses recibiremos a los nuevos vecinos, una familia con dos niños pequeños y por lo que parece, de los moviditos. Justicia divina. 

 

Como gesto de buena voluntad y vecindad, con mis mejores deseos, estoy pensando un regalo para el niño. Como hablan a gritos, me he sentido informado de que la semana próxima será su cumpleaños. El pobre es ¡tan majo!, de esos niños que en público, cuando se cruzan con otro adulto en el descansillo o en el portal, se callan y miran hacia el suelo, para pasar desapercibido y aparentar ser un buen niño. Conste que no le culpo, la responsabilidad de enseñar civismo y respeto corresponde a los adultos de su familia no a un chico que aún no controla sus esfínteres.

 

Un balón de fútbol lo suficientemente blando para que los botes no se sientan en el piso inferior, el mío, y tan rígido como para convertirse en un proyectil de destrucción masiva. Los abuelos necesitan una nueva decoración, un jarrón hecho añicos, un nuevo televisor y cambiar esa lámpara de araña, regalo de boda, que les recuerda a diario sus orígenes tan poco refinados.

 

Para la bienvenida a los nuevos vecinos de más arriba, una colección de canicas y un juego de bolos. Con la tarima flotante que están instalando seguro que no se escucha nada en el piso de abajo.

 

Los vecinos estamos para apoyarnos. Esos niños siempre contarán con mi ayuda.

6.3.22

Cambios


 

El estruendo del camión de la basura cumple con su función de despertador dominguero, me cago en su puta madre, pienso mientras despierto de un sueño reparador tras una semana de mierda. Vaya pintas que tengo, mi costumbre de dormir amortajada con un pijama grueso de invierno, tapones en los oídos, antifaz heredado de mi único gran viaje en avión hace ya demasiados años como para recordarlo y hoy, como puntilla, tras mi sesión de peluquería vespertina, corono mi cabeza con una redecilla que sujeta los rulos.

 

Un persistente dolor de cabeza me taladra la sien justo en el punto donde la pinza que sujeta uno de los rulos presiona mi piel al apoyarme en la almohada. Me gusta cómo me queda el peinado ondulante con largos tirabuzones que descansan sobre mis hombros, copiando la imagen anticuada de las presentadoras de TeleMadrid. 

 

Mañana lunes vendrá a la oficina Luis, el gerente general del que todas estamos enamoradas en secreto. Un par de años más joven que yo, siempre me dedica con ojos hambrientos unos segundos más que a las demás. Babea conmigo, lo noto. Cuando Luis se acerca a saludar siempre apoya su mano en mi cintura, apretando lo justo como para que se note la electricidad que existe entre ambos. Mañana será el momento más feliz del mes, unos segundos que me alimentarán para cuatro semanas de sueños y fantasías. 

 

A mi lado noto cómo se despereza Miguel, con lo madrugón que es, me extraña verle encamado. Puede que quiera sexo. Me libro porque con estas pintas que llevo le espanto su deseo mañanero en un instante. Rayo, nuestra perra no está demandando salir, señal de que Miguel ya la atendió y ha regresado a la cama buscando guerra.

 

–Buenos días, cariño– me dice.

–Mnmnmngt– replico.

 

Noto cómo me acaricia el hombro, señal de que no me equivoco en el diagnóstico, he perdido la cuenta de los días que le llevo evitando y con tanta desatención su humor comienza a agriarse saltando por cualquier motivo sin importancia. Y es que yo no tengo el coño para ruidos...

 

–He estado pensando– me indica.

 

Mis sentidos entran en DEFCON2, peligro, alarma nuclear. Esa frase no es propia de él, miedo me da. En la escala de alarmas, esta se encuentra justo antes del "tenemos que hablar". Me giro hacia él, noto que se me clava otro rulo encima de la oreja izquierda, la solemnidad del momento frena mi impulso de cambiar de postura. Le miro a los ojos, bonitos ojos negros, la verdad. Es de lo poco que no me he cansado de mirar con el paso de los años. Mi mirada le anima a continuar su pensamiento.

 

–Quería habértelo dicho antes pero no sabía cómo ibas a reaccionar.

–Me estás dando miedo, Miguel, ¿qué es lo que pasa?

–Quiero cambiar de vida. La semana que viene cumplo cuarenta y cinco años y noto que si no doy el salto ahora, nunca lo daré.

 

Ostias, me había olvidado de su cumpleaños y qué coño le compro yo a este ahora, con lo desastre que soy para los regalos y ya es muy tarde como para preguntarle qué es lo que le gustaría. Joder, mañana pasaré la tarde paseando por El Corte Inglés a ver si me inspiro. Mierda, mierda, mierda...

 

–¿Me estás escuchando? – me dice interrumpiendo mis pensamientos.

–Claro que sí, estoy expectante por conocer qué es lo que quieres cambiar. ¿A mí?, ¿de casa?, ¿de trabajo?

–Llevo pensando mucho tiempo y quiero ser actor. Mi ilusión de toda la vida.

–¿Y te vas a apuntar a un grupo de aficionados en el centro cultural del barrio?

–No, me voy a dedicar profesionalmente.

–¿Y tu trabajo de gerente?

–A la mierda. Llevo años sin sonreír, siempre estresado, dilapidando horas y horas en un negocio que me chupa la sangre y el alma. Si ya ni te ríes conmigo, he perdido la chispa y la gracia. Mantengo alguno de los contactos de cuando estudié en la escuela de interpretación y uno de los profesores me admite en una obra de teatro que planean estrenar el mes que viene.

–¿Y de qué vamos a vivir? Sabes que con mi sueldo no llegamos para pagar todos los recibos ni la hipoteca...

–Nos ajustaremos, si va bien la obra, en dos meses cobraré mi primer sueldo.

–No sé qué decir, ¿vas a cobrar los cinco mil euros que tienes ahora?

–Ni mucho menos, empezaré con mil y poco. Y seré feliz y podremos volver a reír. Prescindiremos de todo aquello que no nos haga falta, el apartamento en la playa, el club de pádel, de uno de los coches y muchos de los caprichos que nos rodean a diario.

–No te lo has pensado bien, Miguel. ¿Cómo vas a hacer eso? ¿El colegio de las niñas, nuestras vacaciones, nuestra forma de vida?

–Realmente es tu forma de vida, la que tú querías, no la que yo deseaba. 

–Podemos arreglarlo, cariño. Piénsatelo una semana y el sábado lo hablamos.

–Ya está hecho, me despedí hace unos días y aproveché mis días de vacaciones como preaviso.

–¿Qué?

–Sí, que dimití el martes.

–Pero... ¿Te habrán dado un finiquito y una indemnización después de veinte años rompiéndote el alma por ellos?

–Cuando dimites no hay indemnización posible. Nada de nada, salvo a final de mes que me pagarán los días trabajados y me pagarán las vacaciones devengadas no disfrutadas hasta ahora.

 

Me levanto, necesito pensar y tener una pinza taladrándome la cabeza no ayuda. De pie rijo mejor. Comienzo a rodear la cama en un movimiento circular sin parar de hiperventilar.

 

–Lucía, ¿estás bien?

–¡Cómo voy a estar bien! Eres muy egoísta, solo has pensado en ti sin valorar tus responsabilidades con las niñas o conmigo.

–Valora que seré feliz y podré repartir sonrisas, alegrías y abrazos, como en vacaciones...

–¿Y quién te dice a ti que quiero esa vida de alegría?, ¿quién? No quiero vivir con estrecheces.

–¿Prefieres tenerme amargado con pasta antes que feliz y pobre?

–No he dicho eso.

–Perdóname pues es lo que he entendido.

–Vas a volver mañana a la oficina para pedir perdón para que te readmitan.

–No voy a hacer tal cosa y además dudo que me readmitan, la jefa feliz de que me fuera porque así puede sustituirme por su sobrino, joven, idiota e infinitamente más barato que yo.

 

Salgo de la habitación y me encuentro a Rayo sentada con las orejas tiesas mirándome con cara de apoyar a Miguel.

 

Frente al espejo del baño voy retirando la redecilla para ir, una a una, liberando las ondas de mi pelo según quito los rulos. La verdad es que me queda muy bien el pelo cursi a lo TeleMadrid. Por el espejo veo entrar a Miguel en el baño con una rosa en la mano y al levantar su cara, una enorme sonrisa dibuja su cara.

 

–Me encanta actuar para ti. ¿A esto te referías a los juego de rol para animar nuestra vida sexual?

 

Miguel se gana un sonoro tortazo. No puedo parar de llorar, me siento ruin e interesada. Me avergüenzo de mí por todo lo que he dicho y cómo he reaccionado. Yo también quiero pensar, ¿me interesa mi vida como es?, ¿me conformo con sueños ilusorios con Luis?, ¿eso es lo que quiero?  Mojo, bajo el chorro de la ducha, mi peinado de ondas, tras secarme el pelo, lo recojo con una coleta y salgo a pasear bajo el sol templado de primavera. Miguel se ha ganado otro fin de semana de sequía. Necesito tiempo para aclararme. También cumplo años el próximo mes, cuarenta y uno. Con la ilusión que me hacía a mí cantar. ¿Estarán dispuestos a reunirse los del Cubata, mi antiguo grupo musical del barrio?

6.2.22

Estoy harto

 


Porque no se puede ser así, tan egoísta siempre, se tiene que hacer lo que tú dices, en el momento que establezcas y de la manera adecuada según tu opinión. Pues ya estoy harto, muy harto. Treinta años así no los aguanta cualquiera, muchos meses bajo tu supervisión caprichosa, demasiados días de opresión bajo la dictadura del "porque lo digo yo". Manuel, no para de pensar en voz alta. Oye el eco de su propia voz rebotando en la pared del final del patio. Mucha casa para solo dos.

 

Muy hijo de su mamá, desde siempre, en el ambiente familiar y patrocinado por sus hermanos mayores se estableció el rol de cuidador de Madre sobre él aunque tiene dos hermanos más pequeños, para todos siempre ha sido el hijo preferido de Madre.

 

La influencia de su progenitora es tan grande que fue espantando una a una a las tres mocosas que se atrevieron a intentar ser novias de su Manuel. —Unas aprovechadas– le repetía cada vez que salía el tema. —Unas muertas de hambre que solo quieren pillar a un inocente con dinero–.

 

Manuel, encargado de las finanzas de su madre, conoce mejor que nadie la escasez de recursos que dispone. Con su pensión y el alquiler del local donde en su día mantuvieron la carnicería que le facilitó la vida a la familia, tienen suficiente para vivir sin estrecheces, nada más.

 

No me líes, madre, siempre con lo mismo. Yo también tengo derecho a tener familia, una esposa que me quiera y un par de hijos. No me repitas que mi familia eres tú, egoísta de mierda. Manuel sigue elevando la voz de sus pensamientos mientras recorre con la fregona la zona más cercana a la puerta del dormitorio materno.

 

Sobre la cama, descansa ella, como esperando que se seque el suelo para levantarse.

 

Manuel recoge la fregona y su cubo y regresa con un rollo de bolsas de basura de tamaño grande, las de cubrir el cubo del jardín. Solo necesita dos bolsas, una de abajo a arriba y la otra en sentido contrario para encontrarse y sobreponerse en el centro. Con una cinta americana cierra el paquete.

 

Ya te digo yo que a partir de hoy será todo diferente, ya es hora de que se me tome en consideración en esta casa. A partir de hoy, se va a hacer lo que diga yo. Ya está bien. Manuel sigue muy enfadado y eso se nota en el tono de su voz que baja hasta el nivel de susurro entre dientes. El nivel de enfado superior, justo el anterior en la escala de cabreo al del uso de la fuerza o del arrebato violento.

 

Carga el pesado paquete en el maletero de su camioneta. La oscuridad de la noche la corta el haz de luz de su furgoneta avanzando por el irregular camino de tierra entre los pinares que rodean el lago artificial creado por la presa hidroeléctrica de la comarca. 


La piedra del diablo es un peñasco que sobresale en la orilla sur del lago, justo por encima de un antiguo desnivel profundo que se inundó en cuanto se terminó la obra de ingeniería. Calcula que tendrá unos treinta metros de profundidad el agua en la orilla del diablo. 

 

Un paquete plastificado cae lastrado por una red llena de piedras desde lo alto del peñasco.

 

A ver si ahora te callas, madre. Manuel regresa a casa con una extraña sensación de libertad. Se quita un peso enorme, matar a su peor diablo es como volver a nacer.

 

De regreso a casa, sus silbidos delatan su alegría.

 

–¿Has enterrado ya al perro? –pregunta su madre desde la cocina.

–Sí, madre. Tal y como tú ordenaste.

 


23.1.22

El despertar de Mario

 


Mario se despierta con un sobresalto que le deja aturdido en ese estado intermedio entre la somnolencia y la vida. No tiene claro si sus primeros pensamientos son reales o una prolongación de su sueño. Desconoce el tiempo que ha dormido, por el dolor de espalda y el cómo nota sus articulaciones han debido de ser más de siete horas. Raramente consigue dormir por encima de las seis horas, siempre ha sido de mal dormir. Su sueño habitual es reparador, profundo y corto, los médicos lo definían como mal dormir, él en cambio, prefiere definirlo como un sueño reparador con una duración inferior a lo que se considera normal.

 

Hoy es de esos raros días que su cuerpo se queja por haber descansado de más. Se despereza en la cama lentamente, necesita evacuar líquidos lo que le obliga a incorporarse hasta sentarse al borde de la cama. No localiza sus zapatillas en el suelo, sus pies desnudos cuelgan del lateral de la cama sin llegar a tocar el suelo. Descubre que en lugar de su pijama de algodón fino, tiene las piernas al aire. La camisa que lleva puesta a penas cubre su entrepierna que asoma orgullosa enfocando a la ventana por su reacción mañanera al despertar.

 

Salta para cubrir la distancia de unos centímetros que separan sus pies del frío suelo que no consigue reconocer ni por su color ni por su composición. El contraste de temperatura consigue varios efectos, su consciencia regresa de golpe, al mismo ritmo que pierde consistencia su erección mañanera. Se rasca su nalga derecha marcando sus largas uñas unos pequeños surcos en la piel que se diluyen con rapidez. Tanto gusto siente con ese rascado que su otra mano completa el gesto en la otra nalga. Nunca un gesto tan simple provoca tanto bienestar en una persona. 

 

No reconoce la habitación. Inicia la marcha hacia el baño con movimientos torpes y robotizados.

 

Parece que me he olvidado de andar, mucho he dormido. Un par de minutos tarda hasta que consigue enfrentarse a la taza del servicio, mientras alivia su vejiga su afán de rascado se traslada a su cabeza. A dos manos frota y mueve toda la superficie de su cabellera obteniendo un placer similar al de antes con sus nalgas. 

 

Abre el grifo de la ducha y el primer chorro que le cae está helado, no ha tenido reflejos suficientes para evitar recibir esa descarga de pleno. No le viene mal para espabilarse del todo. No localiza la toalla de baño y termina utilizando la que cuelga junto al lavabo. El espejo le devuelve la imagen de una persona desaliñada, pelo largo, descuidado, barba con zonas canosas con una longitud que le hace calcular que hace un par de semanas que no se ha afeitado.

 

Una mujer menuda, de anchas caderas y pelo rubio teñido entra en el baño haciendo aspavientos y gritando. Su voz aguda atraviesa el cerebro a Mario. No conoce a esta mujer y no sabe qué está haciendo en su baño. Mario oye sin escuchar y mira sin ver, desnudo y aún húmedo tras la ducha desanda el camino hasta su cama seguido por la gritona. Se arropa y se vuelve a dormir en un sueño reparador.

 

Al instante, alarmados por los gritos de la rubia, acuden un médico, otra auxiliar y un enfermero. Toman la temperatura, reconocen a Mario, intentan despertarlo sin éxito. Tres semanas antes, ocurrió un hecho inexplicable para los facultativos, el enfermo de la 502 apareció desnudo y mojado en la cama. Nadie pudo comprender quién había desnudado y duchado al enfermo en coma.

 

Trasladan a Mario a cuidados intensivos con la esperanza de que vuelva a despertar y así poder reaccionar a tiempo, sus constantes vitales se mantienen en niveles mínimos constantes. El sueño profundo lleva al habitual turno de erecciones involuntarias intermitentes. El ascenso de las sábanas bajo la cintura de Mario es motivo de comentarios y atracción para más de una trabajadora de la planta. Mario El mástil es el residente más visitado, cada vez que alza su fuerza una legión de curiosas acude a revisar al enfermo. 

 

Todos lo que leen cuentos saben que besar a la rana despierta al príncipe. Es cosa de tiempo.

24.12.21

Por joder

 


Yolanda es muy de joder, lo tiene dibujado en la cara. –Tiene guiño– dicen las viejas vecinas del portal cuando se cruzan con ella, una vez que se han asegurado de que no las puede escuchar. Yolanda tiene ojos diminutos, separados y escondidos tras unas gafas de pasta negras pasadas de moda desde hace más de un lustro. Tampoco es Yolanda muy de gastar, estira la ropa hasta el límite del tinte oscuro de los hilos de sus prendas. 
 
El desgaste de su ropa se disimula al vestir siempre de negro o de grises muy oscuros. –El color negro estiliza la figura– le cuenta a su hija treintañera que vive con ella por falta de novio que la soporte.
 
El As de picas y La moscorrofio, los motes con los que bautizó, muy acertadamente, el conserje a madre e hija del cuarto A. Una siempre de negro con pantalones incapaces de tapar su enorme culo y sus cortas piernas; sus hombros estrechos y su cabeza pequeña dibujan el perfil completo de un mote muy bien traído. La otra, igual pero en versión joven. Lo que era un físico admisible hace cuarenta y cinco años en el pueblo ya no lo es tanto en la época actual en la capital. Ni el más desesperado soltero es capaz de parar su mirada en semejante adefesio. La pobre hija, fea como Betty la de la serie de televisión de finales del siglo XX también ha heredado la mala leche y el hablar cortante de Yolanda.
 
Ella es muy de joder, y se nota. La semana pasada, ambas, madre e hija, decidieron ponerse sus tacones para moverse por la casa. Al pobre Andrés, vecino del tercero A se le ocurrió tocar el piano el pasado viernes para celebrar la visita de su nieto Alejandro, un virtuoso del violín. Ambos disfrutaron interpretando un concierto con obras de Mozart y Haydn. Abuelo y nieto en perfecta sintonía. Varios de los vecinos aprovecharon apagando sus radios y televisores, bajando la intensidad de las luces para disfrutar de cada acorde del sonido envolvente que recorría el patio interior de la finca. 
 
A las Yolanda, madre e hija, les molestó la música porque no les dejaba oír bien su serial turco de la tele. Podían haber subido un poco el volumen de la televisión, pero son de la opinión que si se sube gasta más luz y eso es sinónimo de tirar el dinero. Un razonamiento muy en la línea del nivel de su intelecto.
 
Solo por joder, se pusieron tacones. Mala idea, Yoli, mala idea, llevabas veinte años sin calzarte en altura y tus juanetes echan de menos los zapatos de monja con plantillas que utilizas a diario. Resultado, un dolor de pies horroroso, paralizante y atroz que le sube por toda la columna hasta anidar en su hipotálamo criando una migraña. 
 
Prepara la cena, dos tortillas francesas y un poco de jamón de york, subida en sus siete centímetros de desnivel. Una tortura que tras todo el día jodiendo se convierte en un dolor tan horrible que decide concederse un descanso.
 
Recorre el pasillo hasta su habitación con pasos cortos y apresurados. Necesita sus pantuflas de casa, mata por calmar ese dolor. Se sonríe pensando en la desesperación de Andrés.
 
–Así aprendes la lección y no vuelves a molestarme a la hora de la serie con tu música antigua– ­ piensa Yolanda mientras se descalza lanzado un suspiro de satisfacción.
 
A esa misma hora, Andrés atraviesa el portal de la finca tirando de su maleta con ruedas. Tras una semana de vacaciones con su nieto en Praga y Viena donde has asistido a dos conciertos de cámara en las capitales de la música.
 

18.12.21

Turnos en Navidad

 


 

Para empezar, un veinticinco de noviembre, por primera vez en los últimos siete años, Miguel dijo que no.

 

–¿No? –replicaron a dúo sus compañeras.

–Este año, no, lo siento, yo también tengo derecho.

–Pues a ver cómo lo hacemos –reflexiona Arancha.

–Vosotras veréis pero conmigo no contéis.

–¿A que se debe este cambio, si a ti nunca te ha interesado la Navidad? –Insiste Consuelo.

–Creo que no tengo por qué dar explicaciones. Estoy en mi derecho, y como el año pasado me tocó a mi trabajar esos días, estoy exento para este. Os lo aviso con tiempo para que os podáis organizar.

 

Arancha y Consuelo se miran sorprendidas mientras en sus cerebros se multiplican las cábalas y deseos.

 

Cerebro de Arancha: Pues este año, nochebuena toca en mi casa, vienen mis padres, mi hermano Luis, la pesada de mi cuñada con sus insufribles niñas gemelas. Que por cierto no tienen ningún parecido con mi hermano, a ver si mis sospechas de antaño se confirman y son el resultado de un desliz de la paticorta esta. Claro que para eso debió encontrar un sosipollas como mi hermano y de estos no abundan. ¿Y cómo lo hacen? Si se pone a cuatro le queda todo muy bajo para el larguirucho de Luis, usarán cojines para elevar sus rodillas, mejor se pondrá de espaldas, ¿y verle esa cara de morsa? por mucho que le gusten a Luis los animales, no me lo imagino. Tumbada de espadas. Ayer cuando me tumbé mi vista fue directa a la lámpara del techo la habitación, tenemos que cambiarla se ha quedado antigua y muy fea, además da demasiada luz y no luce el color pastel de las cortinas esas tan monas que compramos en la primavera. No me gusta, a ver cómo se lo digo yo a este porque esa lámpara fue un regalo de su abuela. Para la cena creo que lo mejor va a ser asar un pavo, como los americanos, y tengo que encargarlo con tiempo para que no se me complique luego. Joder con Miguel, qué lío nos ha montado.

 

Cerebro de Consuelo: Ostias, ¡qué buena oportunidad para librarme de la cena familiar en casa de mi hermana!, mira que me jode tener que ir sonriendo todos los años para contener las ganas de contestar a la suegra de mi hermana que para cuándo voy a tener novio, que se me pasa el arroz o que si me gustan las mujeres. Soportar las miradas llenas de intención de mi cuñado, llenarme de paciencia con los pesados y ruidosos de mis sobrinos; y no tener ni un minuto tranquilas para poder charlar entre las hermanas para terminar conjurándonos para vernos un día de estos y estar tranquilas. La nochebuena de mierda de todos los años. Por una vez me vendría bien, mira que odio la navidad y todo lo que trae. Juntarse y ser felices por obligación cuando lo que de verdad me apetece es descansar tranquila, sentarme a leer y disfrutar de esa paz que se consigue solo cuando vives sola. Otra cosa es ponérselo fácil a la bruja de Arancha que va a pretender sacar ventaja de su situación familiar como si eso tuviera algún derecho escrito. Y Miguel mirándonos con esa media sonrisa de sorna que usa cuando se lo está pasando muy bien. Que no se me olvide que esta tarde debo pasarme por los grandes almacenes que hay ofertas de toallas y me gustaría cambiar un juego que ha cogido olor a húmedo, mira que tengo cuidado y nada, siempre me pasa lo mismo. Me dan una ganas de abofetear a Miguel y quitarle esa sonrisita. Menuda has liado, cabrón.

 

Cerebro de Miguel: nada.

 

–Consuelo, ¿qué opinas? – rompe el hielo Arancha.

–Pues no sé. No lo había pensado hasta ahora. Desde que entré a trabajar aquí, siempre se encargó Miguel.

–Lo normal es que se elija por antigüedad en la empresa –se anticipa Arancha quien pone en valor el estar en plantilla desde que se abrió el centro.

–No hay nada escrito que lo fije –se mete en la conversación Miguel.

–Antes de la antigüedad tiene prioridad el rango profesional –indica Consuelo al saberse ella con mayor nivel que sus compañeros.

–Lo único que está claro es que al haber sido yo el que realizó la guardia de Navidad el año pasado, estoy exento este. –Miguel quiere salirse de esto.

–No hay nada escrito que indique lo que estás diciendo, Miguel –Consuelo, saca el rango.

–¿Y hay algo escrito que regule cómo se asigna la guardia? –Arancha comienza a temerse lo peor –Podemos sortearlo entre los tres.

–La norma de la empresa dice que el responsable de departamento es el encargado de fijar los turnos de guardia de cada mes y no veo el por qué debe existir diferencia entre los diferentes meses. Luego la guardia de Navidad le tocará al que por turno de festivo le corresponda. No hay sorteo, ni mandangas –Consuelo saca galones.

 

El silencio se impone en la sala, los cerebros de los tres repasan mentalmente el orden de los turnos.

 

Cerebro de Arancha: Mierda, me toca a mí, el día uno de noviembre le tocó a Miguel y el nueve de noviembre a mí. Luego el seis de diciembre le tocará a Consuelo y el ocho a Miguel. Pero la Navidad es especial.

 

Cerebro de Miguel: Esta vez me libro, solo faltaba que me hubiera tocado de nuevo. Pero mira la jodida de Consuelo que no me quería librar este año después de haber sido yo voluntario durante varios años.

 

Cerebro de Consuelo: Piensa, piensa.

 

–Lo justo sería librar a Miguel este año del turno de Navidad ya que el año pasado le tocó porque se prestó voluntario y me lo cambió a mi. –Consuelo indica.

 

Miguel asiente agradecido aunque sospecha que la bondad expresada por Consuelo tiene mucho de calculada al comprobar que no le tocaba, por turno, a él. Le queda la duda de qué hubiera pasado si por turno le correspondiera a él.

 

»–Por turno te toca a ti, Arancha.

 

–Lo sé, pero es un día muy importante para mi familia y vienen todos a mi casa por nochebuena.

–Estamos hablando del turno de Navidad, no del veinticuatro. –Recuerda Consuelo.

–Por eso, cenaremos y nos acostaremos tarde. El veinticinco es un día de mucho trabajo y no es buena idea venir cansada.

–Ya, pero te toca.

–Estoy de acuerdo con librar a Miguel, ya bastante ha hecho él todos estos años. ¿El día de año nuevo?

–Me toca a mí –recuerda Consuelo –y ese sí que es un día de muchísimo trabajo.

–Podíamos cambiar las guardias entre nosotras. Yo hago año nuevo y a cambio, tú haces Navidad –propone Arancha.

 

Cerebro de Consuelo: Si vengo en Navidad tengo la excusa perfecta para librarme de la familia de mi hermana y un año que gano porque a sus suegros no los volveré a ver en doce meses y al mirón de mi cuñado hasta verano es difícil. En el fondo me da igual.

 

–Pues mira, me viene mal, la verdad, tengo planes y ya me organicé para trabajar en fin de año.

–Pero si estás soltera y sin hijos.

–Tengo el mismo derecho que una madre de familia. Tener pareja e hijos no veo que sea prioritario. Además las normas de la empresa son claras y no se prioriza en función de la edad de los hijos, tener familia o pareja. Te toca a ti, Arancha. No le des más vueltas. Venga a trabajar, que tenemos mucho tajo hoy.

 

A media mañana, Miguel se acerca a Consuelo.

 

–¿Y qué te cuesta? Los dos sabemos que hasta te vendría bien trabajar en Navidad.

 

Miguel recibe una sonrisa enigmática como respuesta. Consuelo sigue concentrada en su trabajo.

 

–Se lo cambiaré yo, entonces. Por el día de Reyes.

 

Consuelo centra toda su atención en Miguel. 

 

–¿Qué?, ¿que vas a hacer qué?

–Tía, me da pena. Sé que puede llegar a ser un poco pesada, pero los dos sabemos lo importante que es para Arancha la nochebuena en familia, aunque después termine de los nervios con su cuñada.

–Habíamos hecho planes...

–Lo podemos cambiar a fin de año, no me importa. Pasar la noche con tu hermana y su familia no es mi idea de un buen plan.

–No se puede notar que estamos juntos, Miguel.

Buen viaje, Joe

  Joe, simplemente Joe. Omitiendo, desde siempre, el rango familiar de tío. Recuerdo tu aterrizaje entre la familia cuando Ana, también sin ...