24.4.22

Tía Águeda

 



Cuando se siente feliz toda ella es radiante, con su mirada brillante y sonrisa sincera acompañada con esas arruguitas que se le marcan en la unión de los párpados. Su tono de voz se agudiza y la risa acompaña la conversación. Ella consigue enamorar a los que la rodeamos incapaces de evitar la atracción gravitatoria hacia ella.  

 

Pasan los años y la imagen que transmite tía Águeda es esa, el imán al que la familia se une buscando la fuente de su satisfacción emocional. Todos acudimos a tía A y no necesariamente para recibir un consejo o unas palabras certeras, la buscamos para llevarnos un poco de su felicidad para guardárnosla para siempre con nosotros.

 

Repaso con melancolía el vídeo grabado hace un mes durante la fiesta de su sesenta cumpleaños. Creo descubrir un breve destello en su mirada que me recuerda a la melancolía, puede ser producto de mi imaginación o resultado de un pensamiento recorriendo su mente valorando la vida pasada y las probabilidades de la futura. Serán cosas mías pero esa mirada me inquieta. Nunca se la había visto.

 

Ayer, como todos los sábados de fin de mes, conduje los ciento ochenta kilómetros que nos separan para comer con ella. El clima primaveral acompaña gracias a que la robusta mesa de madera del jardín está situada tras la casa, a resguardo de la brisa predominante procedente de la nevada sierra. 

 

Nunca me ha confesado el secreto de la receta de su salsa, –son las especias– me dice sin concretar cuáles ni su proporción. Solo ella es capaz de conseguir que la carne asada se convierta en un lujo al paladar, salvo ayer. 

 

Tía A se sienta en su lugar preferido a la derecha de Germán, su compañero de vida, que preside la larga mesa mientras llena los tres vasos con vino de la zona. La sombra del sauce nos protege del picor del sol de abril mientras nos preparamos para degustar el asado.

 

Un silencio pesado y pegajoso nos rodea, solo roto por el sonido de los cubiertos al chocar con los platos. Nos acompañan los dos gatos y el anciano perro que se hacen notar rozándose contra nuestros tobillos demandando sus raciones. Entrego un primer trozo a mi viejo amigo Sam que mirándome lo deja caer al suelo. Con un breve sonido, casi inaudible para mí, emitido por Germán, Sam recupera su ración abandonando la zona. Algo hay que no le gusta.

 

Observo a tía A, come sin apartar la mirada del plato y sin apenas probar el vino. Un breve temblor en su dedo meñique de la mano izquierda me hace pensar que debe estar preocupada por algo. Miro a Germán quien con un gesto me intenta explicar que es mejor dejarlo estar, que luego me contará.

 

El cocinado expresa los sentimientos del cocinero mucho mejor que las palabras. Solo por esta vez, nadie repite ración. El viejo Sam tenía razón, no hay quien se lo coma. Mientras tía A se levanta por el postre, pregunto a Germán quien solo tiene tiempo para decirme que –Águeda tiene un mal día, no pasa nada– Interrumpe su frase al verla salir de la casa con una fuente de fruta.

 

–¿Tía A, te puedo ayudar?

 

Me mira sin ver, noto su mirada cómo me traspasa para enfocar en un punto lejano en el infinito situado a mi espalda.

 

–Algo te pasa, me preocupo por ti– insisto.

 

–Tranquilo que ahora vuelvo a estar feliz.

–¿Cómo puedes controlar la felicidad?

–La busco y la suelo encontrar, salvo desde hace unos días que no lo consigo.

–¿Qué es lo que no consigues?

–Ser feliz.

–No se puede ser feliz siempre a todas horas, es imposible.

–Pues yo lo he conseguido durante sesenta años, hasta que se me fue.

–¿Qué ha cambiado? Tienes la casa de tus sueños, con tus plantas, el huerto, tus animales, a las afueras del pueblo y todo junto a Germán con el que llevas toda la vida. Una familia maravillosa y un montón de amigos. ¿Qué más quieres?

–Que me devuelvan mi felicidad, nada más.

–¿Quién?

–El que me la robó. Yo hasta hace unos días, me levantaba y mirándome al espejo me decía –hoy es el mejor día de tu vida, disfruta– 

–La felicidad no se obliga, se siente cuando estás plena de satisfacción emocional o incluso física. No porque te lo impongas. Y no se puede robar, nadie se dedica a quitarte la sonrisa para llevársela.

–Pues lo han hecho. Solo quiero llorar y no aprendí a hacerlo, seguro que me ayudaría.

 

Miro a Germán y me encuentro a un marido preocupado, paciente y atento ante cualquier detalle que le pueda avisar que Águeda necesita su apoyo, mientras eso ocurre la deja respirar respetando su zona de confort. Por experiencia sabe que Águeda necesita metro y medio de respeto para no sentirse abrumada, salvo que ella demande contacto, en ese momento él estará ahí. Los abrazos son el mejor ansiolítico para Águeda y la convierten en un cachorrito a la búsqueda de calor corporal y caricias.

 

De regreso a mi casa la idea de que algo le pasa a tía A no deja de martillear mi cerebro. 

 

Llevo un día con una congoja que me asfixia el pecho, los ojos tan hinchados que me duelen y, al igual que tía A con ganas de llorar sin saber hacerlo. Desde ayer las energías me fallan, echo de menos la alegría esa que me acompañaba cada vez que visitaba a mis tíos. ¿Seré yo el ladrón de sus sentimientos y ahora le robo melancolía?, ¿dónde he perdido la alegría de A?

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