18.12.22

La gotera

 



Tic, tic, tic... el sonido rítmico consigue relajar el alma desasosegada de Almudena. Las gotas de agua caen dentro del cubo de fregar que ha colocado para evitar males mayores mientras espera la llegada del fontanero del seguro para reparar la avería del vecino de arriba.

 

Durante años Almudena deseó comprar una vivienda en el centro de la ciudad, una de esas con fachada elegante del siglo XIX, gruesos muros y altos techos. Vivir en el centro tiene como inconveniente las dificultades para circular con el coche, ese que tiene casi abandonado en el bajo de su casa. Principalmente por lo angosto del acceso y por tener que enfrentarse a un examen de conducir cada vez que se anima a sacarlo de paseo. Rodeado de columnas y con un pasillo estrecho, un par de centímetros le separan de las paredes a cada maniobra. Lo normal es que se mueva a pie. Decoró su piso de largos pasillos con los muebles heredados de su abuela con dos generaciones más de historia. 

 

El reloj del salón marca con su golpe de campana las cuatro de la tarde. Tras vaciar por segunda vez el cubo tiene la impresión de que el flujo de líquido va minorando. Parece que el fontanero ha cortado el acceso y comienza su trabajo.

 

El goteo se espacia definitivamente y al perder el hipnotismo del agua cayendo, su relajación se pierde, regresando a la melancolía diaria. Un estado en el que se sumerge desde que Manolo se marchó. El muy cabrito no tuvo otra idea que alquilar el piso de arriba de manera que el sonido del crujir de la tarima a cada paso alerta a Almudena de lo que ocurre sobre su cabeza, escucha a sus nuevas amigas e incluso tiene que soportar los viernes de chicos donde las risas se van distorsionando al compás del consumo de botellas de cerveza mientras juegan a las cartas con la música de fondo a todo trapo.


 

Almudena no llega a reponerse de la ausencia de Manolo. Coinciden en sus horarios laborales y cada mañana salen a la misma hora de casa. Ella espera tras la puerta de su piso hasta escuchar los pasos de Manolo bajando la escalera y hasta que no supera su planta no quiere salir para evitar coincidir con su mirada. No es capaz de mantenerla sin sentir la llamada a la dependencia emocional que la tuvo unida a él durante varios años.

 

Un profundo olor a gel de baño, bálsamo para después del afeitado y colonia Loewe permanece en la escalera tras el paso acelerado de Manolo hacia su trabajo a dos manzanas de allí. Almudena elige bajar los escalones en lugar del ascensor, la atrae ese olor tan grabado en su memoria, olores a abrazos en el sofá y a viajes a la playa. Nota que su melancolía crece a cada peldaño hasta que al alcanzar la calle, una perla emerge de su ojo malogrando su maquillaje al resbalar por su mejilla. 

 

Le duele la ausencia y le atormenta el roce por la vecindad obligada y no querida. Mientras busca el abono trasporte en el bolso, llega a la conclusión de que tiene que hacer algo para solucionar este desasosiego.


 

Aumentan los ruidos en el piso de arriba, muchas pisadas. En la calle un ambulancia y dos patrullas de la policía. El fontanero accedió a la vivienda franqueado por el conserje para buscar la avería y descubrieron al inquilino inconsciente sentado en la bañera llena de agua coloreada de color cereza. Se ha abierto las venas tras atarse con unas esposas al grifo. Curiosa manera de suicidarse, tomando medidas para evitar el remordimiento.

 

Sobre su mesilla de noche una caja de Orfidal totalmente vacía y las llaves de las esposas.

 

Almudena baja las escaleras echando de menos el olor a gel, bálsamo y colonia. Hoy ya no llora en el descenso. Una vez en la calle gira a la derecha en dirección al Centro de Salud, su médico de atención primaria no duda en firmar nuevas recetas de ansiolíticos. –Te veo mejor, Almudena, parece que el Orfidal te está ayudando –le comenta su doctora.

 

–No lo sabes bien, doctora.

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