3.4.23

La santa semana



 

 

El espejo no miente. No solo el del dormitorio, todos los espejos no mienten. Gertrudis los evita todo lo que puede y solo los utiliza para lo mínimo imprescindible. El espejo del baño le devuelve su imagen, cabeza pequeña, cara de pito, mirada dura y altiva tras unos párpados caídos con bolsas ya perennes, cabello lacio recogido en un pequeño moño sujeto con horquillas negras, dos pelos rebeldes y duros que prolongan la silueta de la barbilla, cuerpo tipo pera con amplias caderas donde la celulitis expandió sus límites desde los años de su pubertad, pecho pequeño sujeto por los michelines de la cintura... Nada que agradecer a la genética ni a sus escasos cuidados. 

 

Odia las grabaciones familiares donde su voz aguda gobierna el sonido ambiente. Utiliza una entonación de maestra de la vida impartiendo clases no pedidas donde ella solo puede presumir de su escasa experiencia adquirida aunque sí que es experta en el arte del destripe de las vidas ajenas a las que dedica mucho tiempo de observación y censura. Adorna su comentarios con dichos y refranes populares herencia de un pueblo pequeño lleno de supersticiones y falto de educación que dejó hace décadas tras casarse con Ismael, el hijo del cabrero, con quien emigró para buscar mejor suerte en la capital.

 

Tras muchos esfuerzos, años de trabajos poco remunerados y gracias a la venta de los terrenos del pueblo heredados de tía Adela, consiguieron comprar un piso en la mejor zona del barrio que les acogió en su aventura en la capital. Como tantos a los que les costó la migración, se asentaron en el primer barrio que asomaba por la carretera de acceso desde su lugar de origen. Así coincidieron con vecinos procedentes de la misma región y entre todos perduraron sus costumbres, ritos y santidades festivas. 

 

La ciudad no traspasó los poros de Gertrudis, mantiene sus modales sin pulir, arrastra muebles, pasea con su zapatillas de tacón duro pasillo arriba y abajo, se pelea con las persianas cada mañana a la misma hora, grita con su voz de pito para comunicarse con el hijo del cabrero quien lleva años evitando las discusiones aislándose del mundo en un mutismo reiterado. Abren y cierran los cajones con brío, compartiendo con los vecinos su vida de mierda y celebran con indisimulada alegría la visita de sus nietos. 

 

La vida es una sucesión de milagros, increíble fue que tuvieran descendencia considerando la falta de atractivo de ambos. Del todo incomprensible es que su fruto consiguiera emparejarse tras heredar todos los genes carentes de belleza de sus progenitores. El pobre eligió a una réplica de su madre y de esta manera, los feos se protegen entre ellos perpetuando su especie.

 

El espejo devuelve su verdad, Gertrudis se reconoce tras la imagen de una anciana mal cuidada. Aparenta diez años más de los reales. –La mala vida que. ha dado Ismael, qué bien decía mi madre cuando me repetía que yo merecía algo mejor, incluso al hijo del farmacéutico– piensa mientras peina su flequillo para recogerlo en el eterno moño.

Para celebrar lo bien que se siente con su vida anodina y rutinaria, decide hacer una ronda de ruidos para molestar a los vecinos y recordarles que sigue en este mundo. Los vecinos saben que un día sin molestos ruidos significa que se ha ido o está enferma. Nadie puede dormir en el barrio mientras Gertrudis esté despierta, nació para ser el marcador del sueño ajeno.

 

–Que se vaya de viaje, por Dios, como todos los años– rezan sus vecinos. Estando jubilada no se le ocurre viajar en épocas valle, sigue con sus rutinas y sale por semana santa. Unos pocos días sin ruidos, sin persianas abiertas a tirones, sin cajones golpeados, sin molestas pisadas, ni muebles arrastrados ni conversaciones a gritos. La santa semana que celebran los vecinos mientras imploran que la admitan en una residencia para mayores. 

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