13.12.19

Un milagro en el Paseo de Extremadura




No son las once de la mañana y ya se nota el calor de final del verano. Septiembre es un mes muy cálido en Madrid. 
Salgo de la farmacia situada frente al paso de peatones con semáforo. La chaqueta me sobra, como uniforme de trabajo está muy bien, dignifica a quien lo lleva, salvo que elijas una prenda de baja calidad. Hoy la dignidad se paga cara, no ayuda con la temperatura.
Cruzo el primer tramo de la calle hasta la isleta central, apresurado sin necesidad. Continúo con mi costumbre infantil de cruzar corriendo y en rojo los semáforos. Me dicen que con la edad se gana en temeridad cruzando la calle, mi futuro se va asemejar a una carrera de Sanfermines.
En la acera contraria el paisaje urbano toma vida, en el 37 de la calle, casi en Puerta del Angel, final de la cuesta de la calle que desciende hasta el río Manzanares, un barrendero acaricia con su escoba la acera apartando papelitos y colillas, un caballero ya jubilado se mantiene parado en el kiosko de venta de cupones de la O.N.C.E., se entretiene, dedica tiempo a comprobar si ha tenido suerte con sus cupones y apuestas de varios días. Agua. La suerte no llega, por más que lo intentes, es caprichosa. 
Baja la acera a paso decidido una mujer delgada, morena, con un vestido blanco ajustado en la cintura y falda al vuelo, se le adivinan, ajustados y con ganas de salir, sus pechos perfectos, sin sujetador, esa prenda del demonio que en cuanto tienes oportunidad debes descartar su uso. Piernas largas, tersas, estilizadas provocadas por el alza de sus sandalias de tacón. La falda del vestido se abre de manera elegante, provocativa y sensual, por donde se deben abrir las faldas para dar tributo a las piernas perfectas. Esa mujer ha nacido para ser admirada. Una auténtica belleza, más propia de otros barrios con más glamour y más céntricos, repletos de tiendas de marcas y dependientes de lujo.
No puedo evitar embrujarme observando semejante tributo a la humanidad hasta el punto que tardo en reaccionar para cruzar la calle desde la isleta central hasta la acera de los impares, tan embobado estaba en el monumento que la luz verde de peatones empieza a parpadear avisando de su próximo cambio a rojo. Acelero el paso.
A escaso metro y medio de la acera, la luz roja brilla, aprieto el paso para alcanzar la acera junto a la caseta de la O.N.C.E. en el momento que la morena del vestido blanco cruza frente al semáforo continuando su caminar en dirección al río. Huele bien, su marcha desliza una fragancia fresca y suave. Sutil. La guinda perfecta, ella es perfecta. No me canso de mirarla.
- ¿Dónde vas mi reina? Hazme un gesto y lo dejo todo.
Me sorprende a mi derecha el tono cheli, el volumen alto y semejante prosa poética, giro mi cabeza y observo al ciego de la ONCE de pie con la puerta de su kiosko abierta permitiendo a su cuerpo salir fuera y erguirse ya fuera del habitáculo.
Milagro, pensé. No hay peor ciego que el que no quiere ver y este ya ve. Milagro. 
Para que después digan que en los barrios no existen los milagros, yo beatificaba a la morena.

2 comentarios:

  1. Que bonito. Apenas unas líneas y ya se nota el perfume de tu próximo libro. Adelante Ramón. Tu libro será un nuevo éxito .

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  2. Eres genial. Tu prosa siempre hace aflorar una sonrisa de mi cara. Gracias Ramón.

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