19.1.20

Amalia y su viejo marido

Amalia sabe que se le ha terminado el chollo, todas las mañanas tras su desayuno gusta sentarse en su sillón reclinable para relajarse leyendo. Dedica una hora aproximadamente a su pasión más antigua, se recuerda a si misma con ocho años devorando las estanterías de su abuelo quien la animaba y nunca censuró sus lecturas. El conocimiento humano está en los libros, la decía. Pasaron los clásicos, textos jurídicos e incluso enciclopedias. Su pasión desde entonces ha sido y es leer. Es su hora diaria y nadie se la va a quitar. 

Deposita el libro con cuidado en la estantería, en la balda utilitaria con sus cosas de diario, gafas, taco de escritura, bolígrafo, mandos de la televisión y cable, el retrato de su única nieta, Alicia, un calendario solidario de su ONG preferida y su libro, el elegido.

Roberto revolotea como una mariposa cerca de las flores. Nunca lee. Respeta la hora de Amalia con impaciencia mientras repasa la prensa en silencio, no vaya a molestar la concentración de su mujer.

Amalia se dirige a sus labores, sabe que no va a volver a sentarse hasta después de la comida. Todo son obligaciones. Empieza con su cama que estira con esmero eliminando las arrugas propias del descanso. Su lado con unos finos surcos propios de quien se mueve poco. El lado de Rober totalmente marcado, nervioso y activo cada noche es una lucha entre él y sus sueños. Rara es la noche que no la despierta con sus sonidos, movimientos o porque se lleva la manta en alguna de sus luchas.

Repasa el baño, la gusta disfrutar de las toallas perfectamente dobladas, extendida en sus toalleros de reposo para que luzcan aparentes. Elimina la multitud de gotas de agua que deja Rober en el mueble del lavabo. Se aburrió hace décadas de reclamarle un poco de cuidado en el uso del lavabo. No tiene sensibilidad y además está ella para ir detrás colocando y limpiando. Se dirige al armario de la limpieza, ayer avisó Mara, la empleada doméstica por dos días en semana, que necesitaba solucionar papeles de extranjería, compensará las horas mañana. Se aprovisiona de productos y detergentes para el baño. Le da un repaso, limpia en inodoro y lo bautiza con lejía. Cuidadosamente con una bayeta repasa y deja el baño perfecto. Con buen olor y lustroso.

Pasa la mopa por el suelo de madera de toda la casa mientras aprovecha para ir colocando cojines, ordenando habitaciones y abriendo ventanas para ventilar.

Roberto se mantiene sentado en su sillón, se ha aburrido del periódico, no hay nada nuevo, salvo la percepción que España se rompe, la economía se estanca y el nivel de los políticos es muy escaso. Los españoles se conforman entre elegir corruptos o ineptos. Difícil decisión. Roberto prefiere a los primeros pues aunque solo sea por interés personal favorecen el crecimiento. No cambia su postura, ni mira, lleva años de entrenamiento, cuando Amalia limpia, es mejor no decir nada, ni moverse. 

Los suspiros de Amalia cambian de estancia, la escucha entrando en la cocina. El ruido de los cacharros, sartenes y ollas anticipa mucha dedicación culinaria. Va a estar entretenida un par de horas preparando comida y base para días venideros.

- Rober, ¿Puedes cerrar la ventanas?. Suena a gritos desde la cocina.
- Voy


Aprovecha, ya que está de pie para una vez cerradas todas, ducharse, afeitarse y vestirse. Se prepara para su paseo diario.

El calentador se encuentra en la pequeña terraza de la cocina, avisa a Amalia que Rober se está duchando. En media hora se irá. Recuerda que necesita varias verduras para el cocinado, escribe en un papel una pequeña lista. Apio, cebollas, tomates y un pimiento rojo. El papel se queda sobre la mesa de la cocina. Enciende la radio y busca su canal de música, la entretiene mientras trajina paso va paso viene.

- Amy, me voy a dar un paseo
- Te he dejado una lista de cosas que necesito de la verdura. ¿Puedes ir un momento a la frutería del moro?
- No me da tiempo, he quedado con Luis para andar.
- Si es un momento, solo cinco minutos
- No me da tiempo, lo siento

Roberto se va rápido por no discutir.


Amalia se seca sus manos en su delantal, baja la llama hasta el mínimo en dos de los fuegos que tiene en marcha, repasa los pasos pendientes. Deja la cocina al mínimo y se dirige a su habitación para ponerse algo de abrigo para bajar al moro. Descubre la ropa de estar en casa de Roberto sobre la cama, de cualquier manera, sin doblar, hecho un higo su jersey, los pantalones del revés y los calcetines por el suelo del revés y a un metro de distancia uno de otro. La camiseta sobre la silla auxiliar y los calzoncillos de ayer encima del bidé. Las toallas recién colocadas han vuelto a su postura post Rober, enrolladas en equilibrio peligroso. El lavabo salpicado de gotas de agua y jabón, pegotes de espuma de afeitar adornan el grifo e incluso el suelo del baño. La toalla de la ducha, mojada sobre la tapa del inodoro. 

Normalmente lo recoge todo, lo coloca de nuevo, vuelve a limpiar y cuelga la toalla del tendedero de la terraza de la cocina para que se seque. Lo ha hecho durante los treinta años de matrimonio, todos los días, continuamente. Roberto la da más trabajo que sus dos hijas, que ya marcharon de casa para fundar sus familias.

Hoy se ha hartado. Algo en su cerebro se enciende. Ya está bien. Deja todo tirado. Olvida su abrigo para bajar un momento. Regresa a la cocina, apaga los fuegos y deja todo empantanado. En la entrada de la casa hay un enorme espejo, se mira. Cara cansada, ojeras, se descubre arrugas encima de labio que la envejecen, la piel de los pómulos caída. Para sus cincuenta y nueve años, aparenta unos cuantos más. Dicen que casarse con un hombre mayor te hace mayor. Roberto se jubiló hace años, vive como tal a sus setenta y uno, sus amigos están en la misma situación y los que se mantienen casados lo están con mujeres de su edad. Amalia está rodeada de viejos.

Repasa su peinado desaliñado con sus dedos, su figura sigue siendo su mejor tarjeta de presentación. Está muy bien, se mantiene delgada y ágil con todo en su sitio y sin celulitis. Si no fuera por esa cara cansada...

- A la mierda. Recita en voz alta reafirmándose.


Deposita el delantal de la cocina sobre la mesa del recibidor, con paso decidido abre su armario, elige ropa cómoda y elegante, como todo lo que tiene. Se viste con agilidad y se marcha. Se toma el día libre.

Sobre la mesa del salón deja una nota sujeta con el mando de la tele, el mejor aliado de Roberto.

Me he ido, llegaré tarde. Hazte de comer lo que quieras, sin las verduras que no podías comprar no he podido terminar los platos. Recoge el baño que lo has dejado hecho una pocilga. A.

- Joooder. Lo único que sale de su boca. Roberto sabe que algo no va bien. Y además cuando firma como A, significan problemas.


Esa noche A no regresa a casa para dormir. Se queda en casa de su hermana. Está muy harta.

Roberto no entiende nada, Amalia no comprende por qué ha aguantado tanto. Ha decidido dejar de servir, dejar de ser la madre cuidadora de un viejo malcriado, quiere vivir, quiere el divorcio. 

Sus hijas no la entenderán. Su hermana sí, la ha escuchado durante años quejarse. Ya no puede más.

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