12.2.22

Feria

 


Alex no pierde detalle, a sus enormes ojos color almendra les cuesta pestañear, por primera vez en su vida va a estar en la feria por la noche, inconscientemente aprieta la mano de su madre buscando protección al sentirse rodeado por un multitud gritona y por el ruido ensordecedor de fondo.

 

Nota a su madre hablar sin conseguir entender ninguna de sus palabras enmudecidas por las bocinas estridentes de las atracciones anunciando el cambio de turno y las consiguientes carreras en busca del coche de choque libre. La música de cada atracción compite con su vecina en volumen y en sonido, cuanto más festivo y hortera más atención llama haciendo crecer el número de clientes expectantes a que llegue el siguiente turno.

 

Al fondo del todo, la noria llama su atención, sin ser muy alta, admite ocho cabinas, intenta soltarse de la mano de su madre sin suerte, hoy su madre no tiene dedos, tiene garras que le atrapan protegiéndole en exceso. Inicia la carrera hacia la luminosa noria, quiere montar en ella, sus luces intermitentes y el leve balanceo de sus cabinas le atraen.

 

Consigue subir a una de las cabinas acompañado de su hermana mayor, de a penas un año más, su madre prefiere aguardar en tierra hablando con varias madres de cosas aburridas de madres.

 

Mientras cargan las cabinas con cuatro pasajeros cada una, la noria se mueve lentamente, a golpes, una a una van mudando a sus visitantes. Durante la espera llega el momento cuando su cabina está en el punto más alto de la atracción y desde arriba divisa toda la feria y sus alrededores repletos de vehículos estacionados aprovechando la capacidad máxima de cada descampado gracias a la dirección de la policía municipal que en estas fechas acumulan horas extra de servicio a la comunidad.

 

Las vueltas de la atracción son rápidas, una fila larga acumula a decenas de niños expectantes por montar y el encargado de la noria decide acelerar para multiplicar las rondas y sus ganancias. Alex no se esperaba tanta velocidad y el balanceo de su cabina se exagera provocando en su estómago una reacción imprevista. Logra parar los espasmos de su cuerpo justo hasta que le llega el turno para descender del vehículo, a duras penas consigue evitar a la multitud y dirigirse hacia una de las columnas que soportan la atracción. El húmedo suelo de tierra regada para evitar la polvareda es testigo del menú de su cena. Queda blanco como el papel y con ganas de irse a la cama. No está saliendo la noche como esperaba.

 

Nota el dulce olor a lavanda que siempre acompaña a su madre, quien le ofrece un pañuelo de papel para limpiarse y un poco de agua para enjuagar su boca. Le tranquiliza con un abrazo, no necesita palabras para sentirse seguro y protegido. Su estómago se tranquiliza y el color regresa a sus mejillas. 

 

Un olor dulzón llama su atención, no sabe identificar de qué se trata y aún así, algo le dice que es familiar y que le gusta mucho. Identifica en una caseta destartalada una niña gitana con su pelo recogido en una coleta, mover con gracia su cuerpo al ritmo de las rumbas de la atracción anexa mientras gira con habilidad un largo palo recogiendo hebras de azúcar tintadas. Tras varias vueltas una nube rosa se forma alrededor del largo palo de madera.

 

En su mano descubre lo pringosa que llega a ser esa nube, desprende un trozo del tamaño de una nuez y lo pliega con su dedos antes de introducir en la boca su dulzor extremo. Siente la mirada vigilante de su madre pendiente de las reacciones de Alex, es su primer algodón de azúcar y ella sabe que para algunas personas tanto dulzor no les es agradable y para otras puede llegar a ser adictivo. Al ritmo que come su hijo, parece que es de los golosos, como su padre, veremos después cómo le sentará en su estómago recién vaciado.

 

Con siete años, todo se aguanta. 

 

Las risas y ruidos de fondo ya no le atemorizan, se ha acostumbrado a este bullicio y como él no es de mucho hablar tiene la excusa perfecta para observar cómo reaccionan los demás sin tener que mantener una conversación. Su madre es mucho de hablar, se pasa el día con comunicación verbal, con las vecinas, con su familia, por teléfono y hasta la escucha debatir con la radio. Su pobre padre, tan callado siempre cae hipnotizado cada noche con la ininterrumpida narración de su esposa. Un tándem perfecto unidos con comunicación visual, él asiente mientras ella describe sin parar.

 

Tras liquidar toda la nube de azúcar, devuelve a su madre el inútil palo momento que aprovecha ella para limpiar los restos de dulce rosa entre sus labios y la barbilla. Ha repuesto energías, se une a su hermana en la fila de otra de las atracciones, una noche completa y alegre no se la va a estropear nadie.

 

Sonríe mientras observa a otro niño vomitando a la salida de la noria, manchando una de las cabinas. Un oportuno manguerazo limpia el desastre, dejando el barbecho por una vez esa cabina esperando que se seque en los escasos cinco minutos del turno de la atracción. Ver a dos niños en la misma situación en poco tiempo desanima a muchos de la fila que cambian de atracción. 

 

De regreso a casa, pasan junto a la tómbola, donde exponen multitud de objetos, electrodomésticos pequeños, muñecas, una bicicleta, equipos de música. Un carrusel de números va cantando una mujer aburrida de su existencia. La lotería es muy caprichosa repartiendo muchos premios de escaso valor.

 

–Una muñeca Chochona para el caballero– grita por el micrófono el animador de la lotería, vestido de negro riguroso y tocado con un sombrero del mismo color cubriendo su melena azabache.

 

Saliendo del reciento, su madre les quiere comprar un juguete de recuerdo, Alex lo cambia por un paquetito de almendras garrapiñadas y su hermana por una bolsa de chuches.

 

¡Qué más se le puede pedir a un día de feria!

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