17.3.20

Diario de un viejo confinado en casa



- ¿Dónde vas?
- A dar un paseo
- No puedes ni debes
- Necesito que me de el aire, no aguanto más, tengo que moverme. Llevo aquí encerrado una semana entera
- Es una irresponsabilidad hacia ti y hacia los demás
- Me voy, no lo soporto
- Diego, no salgas, no seas cabezón
- Entonces los vecinos de la casa de enfrente, como tienen urbanización privada y cerrada, pueden salir de uno en uno a pasear y nosotros como vivimos donde vivimos ¿no?
- No te fijes en lo que tienes o no tienes, piensa que lo único que te han pedido es que te quedes en casa
- Pero si la calle está llena de viejos paseando y sentados en un banco al sol
- No exageres, que tengamos unos pocos vecinos irresponsables no nos convierte a todos en irresponsables. Dime una cosa, si supieras que saliendo a la calle una persona se puede infectar y morir ¿podrías vivir tranquilo el resto de tu vida?
- Yo estoy bien
- No sabemos si tenemos el virus y lo podemos transmitir
- Me voy a volver loco encerrado en casa
- Pues haz algo útil

Diego es consciente que Asun tiene razón, no puede ir por ahí libre contagiando o contagiándose de este virus mortal. No tiene miedo, su pensamiento es a muy corto plazo, a su necesidad física por moverse. Se siente atado en su piso pequeño. Está tan acostumbrado a su paseo matutino de casi diez kilómetros, saliendo de casa hacia el oeste en apenas dos kilómetros llega a la Casa de campo donde tiene su recorrido ya establecido paseando por una senda sin tráfico y al aire libre. Sus paseos le permiten lucir un atractivo bronceado durante todo el año,  envidia de sus vecinos más sedentarios. Su gran actividad física le fortalece frente a las enfermedades, a sus ochenta y un años con dificultades coronarias y una historia clínica que incluyen varias neumonías le convierten en persona de riesgo ante la nueva enfermedad. Le duele más ser un gato enjaulado, tener que moverse solo entre los sesenta y cinco metros de casa llena de muebles y obstáculos. Choca continuamente con Asun quien también necesita actividad física.

- Me voy a por el pan, informa Asun
- ¿Y para ti no es peligroso?
- Soy más joven que tu y algo tendremos que comer ¿no?
- ¿Más joven? Dos meses. No es diferencia.
- Tú tienes más riesgo
- Casi los mismos que tú
- Está decidido, me voy a por el pan. Ahora mismo regreso.

Asun marcha decidida a paso firme, cierra la puerta con cuidado no le gusta hacer ruido, prefiere evitar dar un portazo. Se dirige al ascensor pulsa con insistencia el botón de llamada y espera con paciencia a que la cabina se desplace con lenta parsimonia entre los pisos. Al llegar a la calle, mira a ambos lados de la puerta, se siente como una furtiva que está incumpliendo las normas, una travesura pasados los ochenta. La panadería habitual está en la siguiente manzana, pasa de largo, hay otra a quinientos metros, su pan es de peor calidad aunque le da una oportunidad para pasear que no va a desdeñar. Enfila acera abajo cruzando por comercios vacíos, en la esquina necesita apoyarse en la barra de la señal de tráfico para subir el escalón de la alta acera. Sigue su marcha sin cruzarse a nadie por el camino, la ciudad se mantiene desierta. Gira la esquina a la derecha donde casi se choca con otra anciana que viene de sus compras.

- Perdón
- Uy, Asun no te había visto
- Hola Lola, voy a por el pan y así me da un poco el sol
- Bueno te dejo que dicen que no debemos juntarnos
- Adios
- Ve con Dios, da recuerdos 
- De tu parte

Al llegar a la panadería ve que hay una fila en el exterior, cuatro personas esperando, todas mayores, les conoce a todos de vista de toda la vida en el barrio. Espera su turno, la referencia espacial se pierde con la edad, en lugar de respetar los dos metros de distancia entre ellos, los cinco completan los dos metros. Se saludan con amabilidad, incluso la sexta para la fila, toca por la espalda a Asun para confirmar la vez

- ¿Eres la última?
- Sí, sí

El tercero de la fila tose un par de veces lo que provoca un pequeño movimiento hacia atrás de los miembros de la fila

- Tranquilas, es alergia

Llega su turno, compra dos barras de candeal, las de toda la vida y regresa a casa, despacio enseñando la evidencia de su compra para evitar las preguntas de la policía que patrulla las calles. Abre con dificultad la pesada puerta de hierro de su portal, empujando con fuerza para hacerse hueco. Una vez dentro del edificio, pellizca por segunda vez el pico de la barra. Qué rico está el pan recién hecho, con la mano se cepilla la barbilla de las pocas migas delatoras que se le han quedado en la barbilla. Al llegar a casa, Diego no está.

Diego espera a ver asomado a la ventana de la cocina a Asun en la calle, una vez que comprueba que ha ido a la panadería más lejana, agarra su abrigo, bufanda y gorra de lana y sale con precipitación a la calle. Repite la misma rutina que Asun para llamar al ascensor, pulsar repetidamente el botón y martillear el pomo de la puerta. Tras cincuenta y siete años juntos, muchas de las costumbres de uno se han convertido en hábitos comunes. En la calle desfila hacia arriba, en sentido contrario al camino de Asun. Marcha en dirección al parque donde se encuentra su sucursal bancaria, la excusa perfecta que ha fabricado el gobierno para los paseos de los ancianos.

El parque se encuentra cerrado con cintas de la policía para evitar que los vecinos se agolpen en el mismo e incrementen los contagios exponencialmente por la multiplicación de los contactos de las personas. El banco se encuentra a cien metros y desde la lejanía puede observar lo poco que le permiten sus ojos describir una fila de personas para acceder al mismo.

Al llegar a la entidad financiera se sorprende encontrar a quince personas esperando, los dos metros distancia entre personas no se cumplen, la media de edad de los que esperan supera los setenta con facilidad. 

- ¿Va lento?  pregunta a la última
- Va rápido
- Bien porque no tengo todo el día

Tras cuarenta minutos de espera en la calle, llega su turno, accede al local y se sorprende al comprobar marcas en el suelo señalando la distancia de seguridad de dos metros para proteger a los empleados y los propios clientes.

- ¿En qué puedo ayudarle Diego?
- Necesito el PIN de mi libreta para poder sacar dinero del cajero

Una vez que ha conseguido su PIN, accede al cajero automático y retira cien euros en billetes de veinte para futuras compras, regresa a casa aprovechando los pocos rayos de sol que se filtran entre las nubes, disfruta de cada paso dado en libertad. Se cruza con Miguel, el vecino del cuarto que también parece que viaja hacia la entidad financiera, saludo a distancia entre ambos y cada uno a su vida. De camino a casa, con dinero fresco en el bolsillo, para en la frutería de Fahad, un paquistaní muy majo que se gana a la clientela gracias a su simpatía y enorme sonrisa blanca.

Elige varias frutas y verduras para reponer las existencias en casa, aprovecha para charlar un minuto con Fahad que sufre un proceso de alergia por el polen del plátano, el árbol decorativo que está plantado cada cuatro metros a lo largo de la calle. Estos días ha empezado la polinización y sus efectos son demoledores para los habitantes que sufren alergia. Moqueo continuo, picor de garganta y algún estornudo.

Intercambian los productos, rozan sus manos en el momento del pago, recoge sus dos bolsas continuando hasta su domicilio cuando llega a casa se encuentra a Asun de morros

- ¿Siempre tienes que hacer lo que te da la gana?
- He ido al banco para que me facilitaran el número secreto para poder utilizar la libreta en el cajera automático y a la vuelta he comprado algo de fruta y verdura en Fahad

Se saludan con un beso en los labios, Asun le quita las bolsas de las manos y comienza a colocar la fruta en el frigorífico. Ninguno de los dos se lava las manos después de sus excursiones mañaneras, se acuerdan justo antes de hacer la comida, que como siempre Asun se lava bien y antes de poner la mesa Diego hace lo propio.

Seis días más adelante, Diego amanece con fiebre, su temperatura supera los treinta y ocho grados, llaman a sus hijos y al teléfono del Servicio de Salud de la Comunidad Autónoma. El 112. Llaman y tras varios intentos infructuosos, vuelven a llamar al hijo mayor, a Diego quien decide llamar él a urgencias. Tras muchos intentos consigue que le confirmen el envío de una ambulancia para recoger a su padre  para acercarle al hospital. 

En la ambulancia viajan ambos, Asun y Diego. Diego con fiebre, Asun comienza a notarse rara. Ninguno regresará, no conseguirán vencer al nuevo virus. 

Quédate en casa, nada hay más importante que tu vida. Ni el pan, ni la fruta, ni el dinero. No salgas, quédate en casa. 

Ellos no sabrán nunca el resultado de sus acciones de ese día. Tendrán consecuencias. El panadero sufrirá el virus y conseguirá recuperarse. El frutero Fahad se libra de padecer la enfermedad. Antonio otro vecino que utiliza la misma señal de tráfico para ayudarse a subir la acera, enfermará tras tocarse la cara y tampoco lo superará. Lola ingresa el día anterior a Asun, con la misma suerte que sus vecinos. El empleado del banco, sufre el virus en casa y se recupera tras quince días de aislamiento. Miguel con escasas salidas al exterior, cuidadoso para evitar el contacto, se libra de la enfermedad. En definitiva, los  peor parados, los de mayor edad.

Mensaje: Quédate en casa
Y si eres mayor: Quédate en casa.

Tus nietos lo agradecerán.


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