18.9.22

Milka

 


 

Milka es una perra guapa, de pelo blanco, bien cuidada y de raza indefinida. Es la fiel e inseparable compañera de mi tía Mayte. La bautizó como su chocolate preferido en el mismo momento en que se la entregaron hecha un ovillo recién destetada.

 

Perra inquieta y juguetona que alegra la existencia a tía Mayte. Sus hijas fueron volando para forjar sus vidas y terminó sola en una casa más grande de lo necesario. Viuda desde la juventud, le tocó luchar por la vida y sacar adelante a sus tres hijas. Trabajó en una inmobiliaria enseñando los pisos en venta, se le daba bien encontrar las virtudes de cada casa y saber esconder los problemas. Siempre positiva ante la vida, se llevó su filosofía al trabajo.

 

Veintiocho años después de enviudar, la última de sus hijas salió de casa para mudarse a otra ciudad. Un enorme vacío se apoderó de su corazón, arrugando su, hasta entonces, perenne sonrisa. Suspiraba mientras encontraba su lugar en el nuevo mundo.

 

Ahí apareció Milka, regalo de su amiga Celia. 

 

–A mí no me gustan los perros– le dijo justo antes de caer rendida ante esos ojos negros brillantes. Fue un amor a primera vista. Dejó la tableta de chocolate sobre la mesa para tener entre sus brazos a su nueva compañera. La coincidencia temporal en el mismo campo visual eligió el nombre de su nueva amiga.

 

Se hicieron inseparables, tía Mayte adecuó su ritmo vital a las necesidades de la perra, las horas de paseo, de juegos, de charlas y de paz. Los viajes quedaron condicionados al bienestar de la perra y a su admisión en los alojamientos.

 

Mayte está ingresada en el hospital, nada serio, de hecho se espera que pueda regresar a casa tras un par de días de convalecencia. Por carambola del destino y por ser el hijo de Celia, me toca ir a cuidar a Milka. 

 

Al entrar en su casa descubro el desastre, Milka que nunca se ha encontrado sola ha visto salir a Mayte y tras varias horas se ha desesperado, un par de cojines rotos por el suelo de la salita y ha defecado en la puerta de la terraza, incluso parece que intentó evitar aliviarse dentro de su hogar. Me recibe nerviosa y ladrando a la defensiva. No me reconoce de principio. Dejo que me olfatee, llevo impregnado olor a perro. Eso lo conocen todos los que tienen canes en su hogar. El olor a su madre. Se relaja, sin conocerme, me admite. Hablo con palabras suaves y me muevo con cuidado. Me gano su confianza y comienzo a recoger el destrozo de los cojines y las heces. Ventilo la casa, mientras localizo el pienso para cachorros, su manta para dormir y sus recipientes de comida y bebida.

 

Admite que una su correa a la cadena de paseo y sin fiarse del todo me sigue por la escalera hasta la calle. Descargo sus cosas en el maletero del coche antes de regalar a Milka un paseo largo por el barrio. Una vecina reconoce a la perra y se para para hablar conmigo y ya de paso, informarse sobre la enfermedad de Mayte que desconocía.

 

Milka duerme acurrucada junto a su madre sobre una amalgama de las dos mantas. Casi sin llegar a olerse se han reconocido al instante y tras brincos de alegría me han hecho partícipes de su felicidad correteando a alrededor de mí.

 

En un par de días, Milka regresará con Mayte. Mientras disfrutará con Freda de la infancia que le arrebatamos al destetarla precipitadamente. Tuvo una camada con cinco cachorros que la estaban agotando. 

 

Milka me mira y en ese gesto noto una enorme conversación de agradecimiento. Echa de menos a Mayte y la mejor manera de esperarla es en compañía de Freda.

10.9.22

La fiesta

 



El día de su cincuenta cumpleaños disfrutó como hacía tiempo, su marido, Stephan olvidó sus fríos y distantes orígenes suecos para involucrarse en organizar una fiesta sorpresa de aniversario que resultó un éxito completo. Asistieron muchas de sus personas más queridas, sobre todo, sus amigas del colegio de las Jesuitinas y las tres mosqueteras de la facultad de derecho. No pudieron faltar sus amigas del trabajo con quien les une infinidad de roces, alegrías y dificultades.

 

Stephan casi había olvidado hasta dónde llegaba la amplitud de la sonrisa de Ana. Cincuenta años ya y sigue aparentando ocho o diez años menos. Stephan reconoce que es un afortunado, a todas la virtudes de Ana se le suma su belleza, en los últimos meses más cansada y con menos vitalidad conserva ese halo que hace girar la vista a todo el mundo. Una inoportuna gripe la arrastró hasta el fango de la fatiga los últimos meses y todavía no ha terminado de remontar.

 

Como bien se encargaron de recordarle sus compañeros de trabajo, la política no escrita en su empresa condiciona el techo profesional a cumplir menos de cincuenta; desde ese momento sus oportunidades laborales se verán reducidas a mantenerse en su nivel siempre que no estorbe los futuros ascensos de jóvenes ambiciosos de corazón vacío o como formadora de los futuros responsables. Utilizarán sus habilidades como persona de confianza aprovechando sus conocimientos, experiencia y las relaciones con sus superiores con los que comparte vivencias y secretos.

 

Con el paso de los años los más veteranos se retiran. La presión comercial y la exigencia cada vez más descerebrada de la competencia cansa a los directivos que suelen jubilarse anticipadamente por salud mental y buscando aprovechar sus últimos años jóvenes antes de que los achaques les condicionen el poder disfrutar de la familia y de los amigos.

 

Ana, conocida por todos, se encarga de organizar las comidas de despedida donde no puede faltar un vídeo lacrimógeno con fotos de recuerdo con los momentos pasados por el protagonista en la compañía. Incluso se encarga de encontrar el regalo ideal, del gusto del homenajeado y útil en su nueva vida de ocio y disfrute.

 

La vida profesional de Ana vuelca una mañana durante el desayuno. Su empresa anuncia una reunión con los representantes de los trabajadores para negociar un expediente de regulación de empleo. El borrador presentado por la empresa supone, leyendo entre líneas, que Ana se verá en la calle. No la quieren ni por edad ni por antigüedad.

 

Cuatro meses más tarde, Stephan la acompaña en su día más triste. Es el momento del adiós a la empresa de sus amores donde ha trabajado casi treinta años siendo muy feliz, incluso en los momentos más complicados. A las nueve la esperan en Recursos Humanos para firmar el acuerdo de rescisión laboral y en una media hora recogerá sus pocas pertenencias para irse con una sensación agridulce mezcla de indignación, sorpresa y tristeza. Atrás quedan sus compañeros, sus hitos, sus ascensos prometidos y nunca llegados. En definitiva, su vida. 

 

Stephan mira al frente conduciendo el coche entre el abundante tráfico. Guía el vehículo con cuidado de no molestar la mirada al infinito de Ana. Necesita tiempo para ella misma, tanto que no es consciente de que el recorrido del vehículo no la dirige a casa. Recupera el hilo del presente tras frenar el coche en un aparcamiento subterráneo del centro de la ciudad.

 

Camina de la mano de Stephan dejándose guiar bajo la sombra de los enormes plátanos ornamentales del paseo del Prado. En su nebulosa mental cree reconocer el lugar, su sonrisa lejana y turbia no permite lucir sus blancos dientes. Es más una señal de agradecimiento que una sensación de bienestar.

 

Sin saber cómo, despierta de su ensoñamiento frente a uno de sus cuadros preferidos del Museo del Prado, «La última cena» de Bartolomé Carducho. La imagen le trae un recuerdo.

 

–Después de tantos años organizando la despedida de todos mis compañeros y jefes, espero que la mía sea bonita.

–Claro que sí, cariño. Te mereces la mejor despedida nunca organizada. Comenta Stephan mientras la abraza por la espalda pasando los brazos por sus hombros mientras ella mira cada detalle de su admirado cuadro.

 

Seis meses después, nadie llama a Ana y su ilusión por la fiesta de despedida se desvanece mientras un callo se endurece en el fondo de su alma. Asume que nunca tendrá su despedida, nadie la echa de menos, ya no está y no van a dedicar ni un minuto de sus vidas para acordarse de ella. La empresa, tras superar el conflicto laboral, continua bajo la dirección de otras personas con poco corazón y nuevas ideas. 

 

La vida no es justa. Cumplir años suele ir acompañado de una pizca de tristeza. Envejecer no es la peor parte, lo es el olvido. 

2.9.22

Tímido

 


Es una putada perder todas las oportunidades que me pone la vida por delante. Semanas pasé bebiendo los vientos por Elena sin atreverme a dar el paso, recibí miradas de permiso y casi súplica para que me atreviera. Me acojoné ¿y si se ofende, se molesta o no vuelve a hablarme?

 

Como fiel escudero la acompañaba a todas las fiestas, ponía el hombro para sus emociones, escuchaba sus dilemas adolescentes, era el perfecto amigo sin derecho a roce. El pagafantas de turno. En esas fiestas me refugiaba en la seguridad de mis amigos de siempre y justo antes de terminar la juerga, Elena venía a buscarme para que la escoltara hasta su casa. Era mi oportunidad y siempre la dejé escapar. Apareció el chulo ese de Esteban que hizo lo que quiso con ella y le destrozó el corazón. No volvimos a coincidir, me dejé ligar por Claudia, paliducha, fea y con esas gafas fabricadas para el salpicón que nunca llegué a estrenar. Duró lo que ella quiso, poco tiempo. Fea sí y muy puta. El lelo de su novio, léase yo, no supo aprovechar. El día que ella dio el primer paso para avanzar en el conocimiento físico di un respingo y salí huyendo. Si siempre fui bastante gilipollas.

 

Al terminar mis estudios solo encontré ofertas de empleo donde buscaban vendedores. La necesidad aprieta y acepté un trabajo como comercial de maquinaria de calibrado de neumáticos. Mi labor consistía en visitar talleres de reparación de vehículos para comentarles las bondades de la herramienta que me encomendaron vender y ampliar la explicación a las facilidades de financiación que tenemos negociadas para facilitar la adquisición. Toda la timidez que me paraliza frente a una mujer desaparece cuando comparto con hombres, ahí me conocen como buen conversador, excelente escuchante, amigable y sonriente, vamos que caigo muy bien. Gracias a estas habilidades mis cifras de ventas sorprendieron en la empresa pues superaban las habituales de un primerizo. 

 

A los pocos meses ampliaron mi cartera de productos y comencé a vender maquinaria más elaborada y mis visitas a talleres se multiplicaron con gestiones a empresas con flota propia de vehículos. Gané buenas comisiones por ventas y mi autoestima creció hasta alcanzar niveles que nunca había sentido.

 

–Mañana te toca ir a sustituir a López que está enfermo. Tiene cerrada una visita al taller Emilio Torres en el barrio de La Lanza.

–¿La demostración de qué producto es?

–Ve con la mente abierta, es un taller de los grandes y una enorme oportunidad. Que sepamos, toda la maquinaria de la que disponen es de nuestro competidor italiano. Si consigues meter la cabeza ya es mucho.  

–Vale, yo me encargo. ¿Por quién pregunto?

–Por E. Torres hijo. Se hace cargo del negocio porque el padre se retira.

 

La mañana se levanta nublada, una sueve brisa anticipa que el otoño se asoma. El aire procedente de la sierra recuerda que la cazadora ya es la prenda del momento. Descarto subir a casa de nuevo y apechugo con mi camisa. Los pezones, duros como el botón de un bolígrafo, subrayan mis iniciales bordadas en la pechera. I.I. La doble i. Ignacio Imaz. Así me llamo.

 

A las nueve, el taller está en pleno fragor. Mucha actividad, movimiento de carros con piezas, ruidos de aceleración de motores, silbidos propios de compresores y todo ello rodeado por medio centenar de coches entre los que están atendiendo y los que se encuentran en espera de alguna pieza o que simplemente a que regrese el propietario para llevárselo. Cuento, a vuela pluma, al menos quince mecánicos más dos personas más en administración y recepción. Un taller de los grandes, con una actividad envidiable, una oportunidad de negocio de las que no se me escapan. Pregunto por Torres y me señalan con la cabeza hacia unos pies que asoman bajo un vehículo que tiene un potente haz de luz en sus bajos.

 

–¿Torres? Hola, vengo de Maquinaria Imaz. Cierto, se me ha olvidado explicar que solo conseguí trabajo en el negocio familiar.

 

Recibo por respuesta un guante que asoma por debajo del Peugeot con el dedo índice extendido. Comprendo que es el tiempo de espera que me toca. Me entretengo repasando con la mirada la maquinaria que utilizan en el taller, voy girando sobre mis talones para repasar los modelos, detectar las que más uso tienen y las residuales. En pleno proceso de inspección ocular, a mi espalda, chirrían las pequeñas ruedas que mueven la tabla sobre la que está Torres trabajando bajo el vehículo.

 

Me giro para recuperar mi orientación y dirigirme hacia el dueño que en ese momento me da la espalda mientras acciona unos botones para bajar el coche hasta el suelo. Unos pantalones de mono color verde, bastante limpios, la verdad y una camiseta sin mangas tipo baloncesto del mismo color. Noto mi lengua como se estropajea por momentos. Un culo perfecto, de los que llenan el espacio dentro de los pantalones sin dejar nada para la imaginación, hasta soy capaz de dibujar el contorno del tanga. Un culo para azotar, sin duda. Bajo los tirantes, dos maravillas luchan por salir de su cárcel de algodón. Melena corta recogida en una coleta. No me encuentro la saliva suficiente como para hidratar mi boca, seca como el desierto. Se gira y la perfección en la tierra reclama mi interés con unos ojos verdes que brillan con picardía. –Madre mía, es perfecta–.

 

–Hola Nacho ¿te vas a quedar ahí parado con la boca abierta sin decir nada?

 

Algo cambia en mi interior, solo sigo mi instinto de vendedor. Hay que vender como sea y lo primero es ganarse la confianza del cliente. Adelanto dos pasos para saludar y le planto un beso en todos los morros que silencia el patio de trabajo. Las máquinas paran durante ese instante mágico mientras recupero mi saliva y siento como escriben sobre mi camisa dos botones de bolígrafo de color verde.

 

–Hola Elena.

Buen viaje, Joe

  Joe, simplemente Joe. Omitiendo, desde siempre, el rango familiar de tío. Recuerdo tu aterrizaje entre la familia cuando Ana, también sin ...