29.9.20

Palomo cojo

 


Relato publicado en el libro: El palomar

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Palomo: Manolo / Paloma: Pruden, su hermana


    Pruden es una mujer muy ordenada, limpia como buena manchega, muy de su casa. Su rutina diaria no era alterada por nada, festivos o no, todos los días contaban con la misma dinámica mañanera.

Abría todas las ventanas para ventilar la casa durante el tiempo del desayuno y sacaba la ropa de la cama, también por la ventana, para airearla. Después barría las habitaciones que más se usaban: la salita, la entrada, la cocina, el dormitorio y el baño. Luego venía el tiempo de la fregona, cuya agua cambiaba en cada habitación; salvo cuando terminaba la última de ellas que, entonces, reservaba el cubo con el agua y la lejía para fregar, ahora con el mocho viejo, la acera de su casa.

Barría la acera correspondiente a su fachada con una escoba de mano. Tras repasar la acera y empujar lo poco que había a un recogedor, pasaba la fregona con porte orgulloso, ya que se sabía observada por las vecinas, que siempre comentaban lo muy limpia que era.

Volvía dentro de la casa y le preparaba el desayuno a su hermano Manolo, que en todo ese tiempo se había refugiado en su despacho. Este lo utilizó cuando trabajaba, hace años, de comercial de la cooperativa de aceite de su pueblo. Manolo era muy conocido porque fue gerente de la cooperativa Virgen de la Roca durante treinta años. Muy afable y con gran don de gentes, su casa siempre abierta y la sonrisa preparada para atender a sus vecinos. Soltero como su hermana, ambos se mantuvieron en la casa de sus padres, viviendo y cuidándose el uno del otro.

Pruden es modista y costurera. Recibe a las mujeres en su salita y tiene una gran lista de clientes reincidentes. La salita está siempre provista de las últimas revistas de moda y de cotilleo. Las fotos de las famosas asistiendo a una boda o en una fiesta eran la inspiración de sus clientas, que siempre decían: Cópiame uno como este, el que lleva la Infanta en la boda, pero un poco más alegre, que parece una monja con ese escote cerrado.

Siempre las complacía, había heredado las mismas habilidades de su hermano. Era muy agradable y sociable, esa amabilidad y tener su casa siempre abierta le permitía recibir muchas visitas y generar pedidos que las mujeres no se habían ni planteado. Hablaba muy alto, casi gritando, y era muy extravertida. Tenía la virtud de ser la primera en enterarse de todo, quién había muerto, quién estaba enfermo, quién se casaba, quién se descasaba, todo pasaba por su consulta, como llamaba Manolo a la salita bien iluminada donde, por las tardes, se animaba la charla de palomas gorgojando sin parar.

Manolo, desde que se jubiló, frecuentaba todos los días, antes de la hora de comer, los bares de la plaza, donde alternaba con los hombres y se ponían al día de sus quehaceres. Nunca se le conoció novia ni relación, todos admitían su homosexualidad no confesa a diferencia de otros casos donde el amaneramiento les ponía a la opinión pública en contra. En la Cooperativa trabajó muchos años un tal Miguel, pero todo el pueblo le llamaba Lola porque su ídolo fue Lola Flores y su amaneramiento era muy flamenco.

Manolo es muy masculino, nunca se insinuó a ningún varón conocido, salvo alguna escapada a un burdel de Madrid cuando iba a la feria de la alimentación. Allí perdió su virginidad a los cuarenta y ocho años con un chapero de veinte años, que le guió en su desahogo. Durante quince años, esta es su única escapada anual, el resto del calendario se ajusta entre el pueblo y los viajes que realizaba para vender el aceite.

Siempre se le iba la mirada a los más jóvenes, casi niños. Le atraían los silenciosos a la salida del Instituto, buscaba sin atreverse un clon a lo que él sintió en su juventud. Nunca le gustaron los chistes de coños, tetas o culos. Las frases malsonantes de sus amigos respecto a las vecinas solo tenían definición de caza mayor, no de respeto. A él le gustaban los más callados, los más apocados, sin vello y con voz suave.

En los últimos tiempos, su imaginación se alimentaba con los hijos de su vecina María. El segundo era de su tipo, no le gustaba el ejercicio ni los deportes ni salir con amigos. De vez en cuando le preguntaba en la calle cómo estaba y cómo le iba en el colegio, pero el chico, educado y sonriente, siempre abreviaba los encuentros y se apresuraba a su casa. Alguna vez había notado la mirada de águila de María para dejarle claro que estaba vigilando y que no iba a consentir que le tocara un pelo a su hijo de dieciséis años. Pero Manolo sabía muy bien que una cosa es la imaginación y otra muy distinta es atreverse. Además, ya había decidido muchas décadas atrás que toda posible relación tendría lugar fuera del pueblo.

Manolo solo mira, alimenta su deseo con la imaginación. Y empezó a preparar cada vez con más reiteración viajes a Madrid: que si voy a ir al fútbol a ver a mi Atleti, que si vamos al teatro, que si comida de antiguos clientes de la cooperativa… Estaba más activo sexualmente a los sesenta y ocho que nunca.

Pruden, a diferencia de él, no es homosexual. Simplemente ella es muy fea y ningún hombre la quiso. Aunque agradable al trato, su cara y su cuerpo cuadrado no le dieron muchas oportunidades. Ella sabía que a Manolo no le iban las mujeres y que su comportamiento en el pueblo era sencillamente egodistrónico, se rechazaba como era él. Pero estaba equivocada, Manolo estaba reprimido y autoreprimido en su entorno rural, cosa que aprendió para no verse rechazado por sus iguales en su pueblo. Pero Manolo tiene sus sentimientos y sus necesidades. Su sueño había sido siempre haberse ido a vivir a Madrid o a Barcelona, donde pudo haber tenido una vida plena sin esconderse, pero no se atrevió. El pueblo tira mucho a los inseguros, pues se sienten muy cobijados en las costumbres y en las personas. Tampoco se atrevió a dejar sola a Pruden en el pueblo.

Manolo salió a dar su paseo hasta la plaza, donde se encontraría con sus amigos de aperitivo. Iba despacio por la acera, se le apreciaba una pequeña cojera al andar, un recuerdo de su caída de una mula al trote cuando tenía seis años. En aquel incidente cayó mal y su pierna se rompió por dos partes, el muslo y el tobillo. No le curaron bien y cuando cicatrizó, su pierna derecha resultó un centímetro más corta que la izquierda. 

Un palomo cojo 


27.9.20

La piruleta

 


Recuerdo que de niña apoyaba la frente en el escaparate de la tienda de alimentación cercana a mi casa, con mis manos abiertas apoyadas de canto en el vidrio fabricaba un campo visual libre de los brillos del exterior. Centraba mi mirada en la piruleta grande, rojo granate, que marcaba la zona del mostrador preferida por los niños. El paraíso de dulces y golosinas. Mi golosina preferida, la piruleta de fresa, me atraía hasta su envoltorio de celofán enroscado en el palo. 

Cada tarde al regresar del colegio dedicaba un par de minutos a soñar con una piruleta. La situación económica en casa era muy justa, en ocasiones mi madre compraba a cuenta alimentos básicos, en la misma tienda de ultramarinos, con la promesa de pagar en cuanto ingresara dinero mi padre. Sus trabajos precarios y su afición a la bebida nos limitaban los ingresos familiares. Un viernes de paga, salieron antes de la fábrica por culpa de un accidente que resultó ser mortal, mi padre y sus compañeros no regresaron a sus domicilios directamente, se dedicaron a brindar por el compañero fallecido. A la hora de comer el nivel de alcohol en sangre de mi padre era tan elevado que se tumbó en un banco del parque para dormir la mona. Le robaron la paga de su bolsillo. Nos costó meses el recuperarnos. 

Mi madre conseguía trabajos esporádicos gracias a la generosidad de las vecinas que la demandaban para costura. Se le daba bien la aguja y el dedal, con una finura adquirida con la experiencia zurcía y reparaba todo tipo de prendas.

Cada tarde miraba la piruleta desde el escaparate, eran mi ilusión y entretenimiento. La ilusión de una niña puede llenarte tardes enteras. 

Hoy casi cuarenta años después mi ilusión ha cambiado, con el tiempo mi situación mejoró gracias a mis estudios universitarios, conseguí un trabajo que me gusta y me financia una vida cómoda y sin dificultades. Sigo con la ilusión de la piruleta grabada en mi mente. 

Vivo en el mismo barrio de mi niñez. La tienda de ultramarinos cerró a mediados de los años ochenta. El local ha visto una sucesión de negocios tan grande que no soy capaz de recordar a qué se dedicaban. Recuerdo venta de teléfonos, un chino, una panadería y hoy es una agencia inmobiliaria. Cuando regreso a casa y paso cerca, me gusta mirar su escaparate, ahora de lejos que ya no tengo edad para pegar mi frente a los escaparates. La piruleta no está, la veo en el sitio que siempre ocupó, ya no está. Su lugar actual lo ocupa la cabeza de una vendedora de pisos poco agraciada quien mejora mucho gracias a su sonrisa amable. Me mira, le devuelvo la sonrisa y regreso a mis ocupaciones. 

Recuerdo que con diez años, mi madre me regaló por Navidad, una piruleta. Nunca le comenté mis deseos de dulce, debió ser la dueña del establecimiento que me saludaba por las tardes cuando repetía mi rutina. Ella se lo comentaría a mi madre quien me sorprendió con el dulce. Tardé una semana en decidir cómo darle cuenta al caramelo. Me entretuve esos días mirando y sosteniendo entre mis manos la piruleta sujetando el palo con admiración. Su diseño simple, cargado de simetría gracias a la inserción del palo justo en el centro del círculo de caramelo. Siete días más tarde separé con ceremonia el celofán, pude admirar el brillo granate del dulce justo antes de apoyarlo sobre mi lengua que noté más húmeda de lo normal. ¡Mmm! Dulce, casi empalagoso, el anunciado sabor a fresa no se lo encontré. En muy poco tiempo caí en la tentación de morder el caramelo. Mi boca se llenó de trozos de piruleta, varios caramelitos granates viajaban entre mi lengua y los dientes. Un breve instante de arrepentimiento por haber mordido atravesó mi cabeza sin llegar a perturbarme, los siete u ocho trocitos de caramelo en el interior de mi boca me tuvieron entretenida un buen rato. Disfruté de ese regalo que agradecí a mi madre con un enorme abrazo. Sin conseguir abarcar su contorno a la altura de las caderas, mis manos descansaban en el nudo que sostenía su delantal. 

No recuerdo más piruletas, su gusto agradable y dulce no me engañó del todo, quedé insatisfecha por su sabor. La atracción que sentí por el diseño se ha mantenido toda mi vida. 

Hoy me gano la vida como diseñadora industrial, dirijo mi propia empresa con cinco empleados, cuatro de ellos son diseñadores gráficos e ingenieros. El logo y el nombre de mi empresa es un guiño a mi vida. La piruleta.

19.9.20

Enamorada

 


Llueve, hará mucha falta para el planeta, la limpieza de la atmósfera, llenar los pantanos y para mover la economía. Ya. ¿Y no puede llover de lunes a viernes? Hoy tengo plan. Cuando llueve el pelo pierde su compostura, se riza, se alborota y pierde el peinado que tantos esfuerzos le dedico. No me gusta la imagen de descuidada que transmite mi cabello rebelde.

Dedicaré la mañana a recomponer mi pelo, quiero estar deslumbrante para la hora de comer, hoy tiene que ser el día, no voy a esperar más. Me tiene un poca harta con sus dudas, qué más quiere. Estoy entregada en la escucha de sus interminables dilemas, compañía a demanda, asesora de moda e imagen, correctora de textos, hombro para llorar, incluso he ido al cine en versión original para ver una película en coreano. ¿Existe prueba más grande que esta? Cierto es que me dormí y no es fácil, para mí el coreano suena a enfado, gritos y siempre terminan las frases en a. No lo soporto, ese tono musical monótono de enfado chillón. Sí, me dormí. Hasta ronqué. En la sala convivimos cinco pirados intentando seguir el argumento a una película absurda. Creo que mi ronquido despertó a más de uno. Me gané un codazo en las costillas del que aún mantengo recuerdo en forma de cardenal. 

Comida informal en un restaurante del centro de Madrid. Informal no está en mi diccionario, me visto de princesa, con mis mejores galas, el maquillaje perfecto y el peinado dominado. La calle, más vacía que de costumbre. El centro está muerto, sin los turistas ahuyentados por el temor al contagio del virus se quedaron en sus lugares de vida, el resultado desolador. Varios locales cerrados con carteles de traspaso o venta. Restaurantes con aforo limitado y muchas mesas libres. La crisis se ceba con los que viven del turismo. 

El restaurante se encuentra prácticamente vacío, cuatro de las doce mesas están con clientes. El camarero se contagia por al aburrimiento del poco trabajo, languidece y pierde la atención. Le llamo hasta tres veces para que se acerque a nuestra mesa, viene solícito y sonriente. Sin quitarme ojo de encima, le gusto. Espero sacar algo de ventaja con su servicio.

Una vez dictada la comanda, nos volcamos en nuestra conversación. Me toca el papel de psicóloga paciente que desmembra cada parte del problema hasta banalizarlo e intentar demostrar que no es para tanto y que de esto se sale más fuerte.

Sus ojos me miran sin ver, no profundizan en los míos. No sabe leer mi sentimiento, mi amor y mi desesperación. No lo sabe pero hoy me he dado un ultimátum, si no enganchamos, me olvido de este amor que me está consumiendo y no me lleva a ningún lado.

La comida pasa rápido, el servicio de cocina es ágil y nuestra hambre escasa. Salimos a la calle buscando un poco de aire, la plaza de España y el cercano templo de Debod nos llama. Me agarro a su brazo procurando rozar más de la cuenta mi pecho derecho con su hombro. Su colonia y la mía se mezclan, combinan bien, son olores compatibles. Hasta en eso. Juego con la piel de su muñeca, mis uñas acarician esa zona mientras la conversación nos lleva a lugares preferidos para viajar.

Rodeamos el templo hasta la barandilla del mirador de la casa de campo. Silencio. Mi vista se pierde en el horizonte, más allá de las siluetas de los grandes aparatos del parque de atracciones. Es hoy o nunca, me juego perder o ganar. No puedo vivir con esta agonía, tengo que decirlo, por mí. Por mi tranquilidad, con sinceridad y sin temor. No hay nada malo en querer a otra persona.

Estoy enamorada de ti. 

Sin atreverme a cambiar la mirada del horizonte. Mis orejas están atentas a cualquier sonido que me pueda dar una pista de cómo reacciona tras mi declaración. Nada, silencio. Vuelvo a repetir

Estoy enamorada de ti. Quiero que lo sepas. No puedo vivir más con esta situación. Te quiero, eres mi vida y deseo estar contigo siempre.

Silencio. Noto cómo traga saliva. Me preparo para la mala noticia. Sus manos se apoyan en mis hombros, a mi espalda. Noto cómo me obligan a girarme ciento ochenta grados. Nuestros ojos se encuentran. Me acaricia la cara con su mano derecha, puedo notar el metal de su alianza recorrer mi pómulo. Me siento morir, soy un volcán de emociones. Quiero que termine ya esta secuencia, que me aclare de una vez, que se vaya, que me bese. Que haga algo. Su mirada ahora sí me ve. La profundidad de sus ojos transmiten sosiego y una enorme paz. Su mano izquierda retira unos pelos rebeldes de mi flequillo que se estaban enredando con mis pestañas.

Y yo a ti, tonta. Y yo.

Por fin me besa. Tan largo es el ósculo y tan extraño para los pocos que están a nuestro alrededor. A nuestra edad, sesenta y dos, no es frecuente ver demostraciones de pasión en la calle. Con habilidad nuestras mascarillas se han caído como dos baberos. Empiezo a reír, sin poder evitar parar. Río y río empujada por los nervios. No me lo puedo creer. Por fin.

¿Cómo se lo digo a mi marido?, me dice.

No lo sé, entiendo que de una manera civilizada, lo entenderá. Es amor, le dolerá perderte y lo entenderá, el amor lo entiende todo el mundo

Después de quince años juntos, le voy a destrozar

Piensa en ti, piensa en mí. Merecemos ser felices y nos queda vida por disfrutar

Pobre hombre, siempre me ha cuidado

Por lo que siempre me has contado no hay amor, nunca lo sentiste. Fue la presión social, la edad o vete a saber el qué lo que os unió en una relación dormida

Pobre Miguel

Sí, Juan, pobre Miguel. Piensa en ti, ganas vida, alegría y amor

Miguel odia a los transexuales, no entiende el cambio de cuerpo. Cuando se lo cuente le voy a destrozar

Le va a doler, sea yo hombre o mujer. Te pierde a ti y eso duele, sin importarte quién sea yo. Cierto es que estoy a medias, me faltó dinero y ganas de quirófano. Tengo un buen pecho femenino. Me siento mujer y amo como un hombre. ¿A ti te gusto así? ¿Sí? Pues, adelante mi amor.

Buen viaje, Joe

  Joe, simplemente Joe. Omitiendo, desde siempre, el rango familiar de tío. Recuerdo tu aterrizaje entre la familia cuando Ana, también sin ...