27.11.22

La reunión

 


Una mezcla de pereza y curiosidad amanece dentro de Manuel. Frente al espejo, hace tiempo que no se reconoce. Arrugas, ausencia de cabella, ojeras crónicas y la sonrisa pagada. En el reflejo reconoce la inmortalidad humana mientras se afeita ve a su padre y gestos de su abuela. Quizá la perdurabilidad de los genes es lo que las religiones llaman inmortalidad del alma. Mientras repasa con la cuchilla, por tercera vez, el pliegue de la barbilla donde varios de los pelos esquivan el corte; duda si ir o no a la maldita reunión del setenta aniversario de la fundación del colegio.

 

Cuarenta años han pasado desde aquella agridulce graduación donde la alegría por el título alcanzado tras años compartidos en el centro se juntaba con la inquietud ante lo desconocido. La mayoría pasaban del colegio privado a la universidad pública. Dos ambientes tan separados entre sí como retadores.

 

Manuel olvidó a su primer amor, Camila, una morena bajita que era todo tetas. Hasta la semana pasada su imagen no volvió a su memoria y un recuerdo vago de una relación sin entrenar basada solo en la necesidad de experimentar en el amor. Poca huella le dejó, salvo su estreno carnal con final amargo por la poca habilidad de los debutantes.

 

Animado por su familia, Manuel decide finalmente acudir a la cita de cincuentones nostálgicos de una mejor vida y unos cuerpos atléticos que no volverán. Reconocer a los antiguos compañeros no es fácil, la gravedad, el buen comer, la genética y el paso del tiempo borra muchas de las características físicas por los que les recordamos. La semejanza son sus padres ayuda a reconocerse entre ellos y por supuesto, la pegatina con el nombre a la altura del pecho.

 

Jorge, Ernesto, Ana, Luis... se van uniendo por antiguas pandillas. Juan y Loreto siguen juntos desde entonces, consolidaron una unión tradicional. Novios con diecisiete, boda a los veinticuatro y abuelos a los cuarenta y nueve. María y Javier también se casaron aunque en su caso la lógica se impuso, su primer amor no sobrevivió al conocimiento de la vida. Siguen enfrentados pues se evitan en la reunión trastocando al resto de su padilla que se divide entre ambos sin llegar a juntarse.

 

Clarisa reconoce a Manuel, se le acerca muy cariñosa y sonriente. Ya le gustaba cuando joven y ahora, sin pelo y ojeras, siguen encontrándole interesante. El tacto nunca fue lo suyo y desde el primer instante, asaeta a preguntas sobre su vida, hijos, esposa, domicilio, profesión... quiere saberlo todo.

 

Manuel siente un golpecito en el hombro, suave, eléctrico y reconocible. Ya sabe quién está a su espalda. Camila. La pérdida de sonrisa de Clarisa confirma la identidad de quien espera ser saludada tras la espalda de Manuel quien gira su cuerpo para recibir a su antiguo amor.

 

¡Qué mal trata la vida a algunos cuerpos! Solo reconoce a Camila por el brillo de su mirada, el resto es la talla XXXL de su versión estudiante. Si de joven era todo tetas, ahora es difícil distinguir sus enormes mamas del resto de carne. El abrazo se queda corto por la dificultad para abarcar el contorno completo. El protocolo se repite y de nuevo, hijos, cónyuges y trabajos se convierten en temas de conversación.

 

Camila y Clarisa se mantienen en el mismo corro junto a Manuel que poco a poco va creciendo en miembros cruzando conversaciones entre varias personas poniéndose al día de sus vidas. Por un momento parece que los cuarenta años se han perdido y regresan a sus charlas durante el recreo de medio día cuando salían a la calle a comerse un bocadillo en el bar Sigüenza, que sigue abierto.

 

Avanzada la velada, llega Carmen, como siempre la última. Vestida con ropa cara, operada a simple vista de labios, pómulos y pechos. Muy amiga de Manuel en aquella época prefirió juntarse con Andrés, un chico de familia muy rica que presumía de moto, dinero y juergas. Divertido y mujeriego, encandiló a Carmen con su labia y posibles. Un amor breve y apasionado que terminó en cuanto Andrés se marchó a Estados Unidos a estudiar. Carmen terminó casándose un notario veinte años mayor que ella, rico, tradicional, perteneciente a la asociación más conservadora de la iglesia en España. Esa que mezcla la fe con poder y el dinero. Un viejo prematuro y con él, Carmen varió su forma de vestir a la moda tradicional conservadora, envejeció en ropas conservando su inocencia en la piel. Se incorpora al grupo y se entretiene en saludar de uno en uno a todos sus antiguos compañeros de clase, dejando premeditadamente a Manuel para el final.

 

–Oye, ¿y sabes algo de Andrés?

–Nada de nada, se marchó a América y le perdí la pista.

–¡Qué pena! pensé en volver a verle hoy aquí.

–Si te gustan malotes ¿por qué te casaste con un santo?

–Anda, quita, ¡qué cosas tienes! si solo es curiosidad. Mira allí está su primo Esteban, voy a preguntarle.

 

Manuel sigue con la mirada a Carmen, en el fondo le da pena. Sigue enamorada de un recuerdo, de una ilusión del final de su juventud. Una vida de parche, repitiendo los convencionalismos que guiaron a su madre, cinco hijos, poca intimidad, mucho aparentar, calendario gobernado por los ritmos de la iglesia y sin pasión. Se refugia en el recuerdo de un amor no correspondido donde ella entregó su cuerpo a cambio de diversión.

 

30.10.22

Preparando la gira

 


PRESENTACIONES MES DE NOVIEMBRE:

17 NOVIEMBRE.  19:30 MADRID-CLUB ARGO  Plaza Santa Ana, 7
23 NOVIEMBRE.  19:30 SEVILLA-HOTEL CONVENTO LA GLORIA c) Argote De Molina, 24
24 NOVIEMBRE.  20:00 JEREZ FRA-PALACIO VIRREY LASERNA c) Pozuelo, 8
30 NOVIEMBRE.  19:00 LOGROÑO-BIBLIOTECA LA RIOJA (ALMUDENA GRANDES) c) Merced,1







9.10.22

El pestillo

 


En las últimas semanas, varios robos con violencia han ocurrido en el barrio. La policía ha alertado a los vecinos para que extremen sus precauciones. Los robos han sido perpetrados contra ancianos en su propio hogar. Los asaltantes se hacen pasar por empleados de la compañía del gas aprovechando que ésta está anunciando por los portales la próxima visita de sus técnicos para realizar la inspección obligatoria de la instalación.

 

Llaman a las puertas vestidos con uniformes e identificación de la compañía y una vez dentro del hogar, maniatan a los ancianos y les amenazan hasta conseguir dinero, joyas o cualquier cosa de valor que encuentren. En los casos que el anciano se ha resistido le han golpeado con violencia, necesitando atención médica en varios de los casos. Al salir, dejan maniatados y amordazados con cinta americana a sus víctimas. Tres horas después, los atracadores realizan una llamada anónima utilizando el teléfono móvil robado a la víctima, avisan a la policía del robo y la situación de los ancianos.

 

Paquita contrató en la ferretería la instalación de un pestillo de seguridad marca FAC siguiendo la recomendación de su hija Marta que vive a cuatrocientos kilómetros y se preocupa mucho de su anciana y solitaria madre desde la lejanía. No pasa día que no se hablen por teléfono. 

 

Paquita, viuda desde hace media vida, se maneja por la vida con soltura y de manera totalmente autónoma. Siempre ha sido muy vivaracha, diligente y eficaz. Ella sola fue capaz de sacar adelante a su hija, pagar las deudas del negocio de su difunto y labrarse un porvenir. Está cerca de cumplir los noventa aunque ninguna vecina lo imagine ya que aparenta doce años menos. Ágil y con la cabeza muy lúcida dedica las mañanas a zascandilear por el barrio, hablando con unos y otros. Las tardes ya se le hacen más duras y se queda en casa escuchando la radio y trasteando en la cocina.

 

El pestillo nuevo le da sensación de seguridad. Una vez se marcha el técnico, cierra para acostumbrarse a la nueva rutina. Su hija Marta se alegra de la noticia durante la llamada diaria a la hora de la merienda.

 

–Me han dicho que si cierras el pestillo hasta la mitad del recorrido nunca podrán abrirlo desde fuera. Te recomiendo que así lo dejes. –Recomienda la hija.

 

Tras la cena en la cocina, la mirada de Paquita repasa la entrada de la vivienda mientras apaga luces por no gastar innecesariamente. Recuerda el consejo de su hija y mueve el pestillo hacia la derecha parando a mitad de recorrido. Apaga la luz del pasillo mientras se dirige a la salita donde verá un poco las noticias en el televisor. Su único uso diario de este electrodoméstico. Prefiere escuchar a ver.

 

Antes de sentarse en su sillón preferido, recuerda colgarse la cadena con el botón de la ayuda a domicilio. Su hija le contrató el servicio a distancia, son muy amables, la llaman cada diez días para charlar con ella y preguntar cómo se encuentra. Ella, tan bien mandada, todas las noches tras la cena se cuelga su botón de emergencias para pasar la noche.

 

A mitad de la noche, se despierta con un dolor punzante en la cabeza y nota un entumecimiento de su lado izquierdo del cuerpo, brazo y pierna incluidos. Pulsa el botón de ayuda que encuentra en su pecho colgando e intenta levantarse para alcanzar su teléfono móvil que deja cargando en la salita junto a la mesa. De hecho, el cargador está siempre enchufado y el cable descansa junto al sillón.

 

Paquita no consigue levantarse. Escucha de fondo el timbre del teléfono, debe ser la llamada de control que responde a su pulsado del botón. Repite la pulsación en un intento de dar a entender que no puede levantarse. El protocolo de actuación para emergencias se activa, la central de alarmas avisa a la policía local, a los servicios sanitarios y simultáneamente a la hija como familiar más cercano de referencia.

 

Marta se despierta con un sobresalto, no es normal oír el timbre del teléfono a las tres de la madrugada. 

 

–Diga.

–Buenas noches, Marta, le llamamos de emergencia 24 horas. Usted es la persona de referencia de Paquita López. Hemos recibido un aviso de ella aunque no hemos sido capaces de conseguir hablar con ella aún. Están avisados los servicios de emergencias que en este momento se dirigen a su domicilio. ¿Puede usted acudir al domicilio de Paquita?

–No. Puedo salir en coche pero vivo en Murcia, tardaré cuatro horas y media en llegar. 

–¿Tiene algún familiar o amigo que pueda acudir más rápido?

–Intentaré localizar a algún amigo, gracias, salgo para allá. Si hay novedades, por favor, llámenme al segundo teléfono, mi móvil.

 

Un agente de policía municipal acude junto con la ambulancia de emergencias a la puerta del domicilio de Paquita, llaman al timbre sin respuesta. Paquita sigue inmóvil sobre su cama con medio cuerpo fuera de la manta, intentando dejarse caer al suelo con la intención de arrastrarse hacia el pasillo. El timbre suena junto con los puños aporreando la puerta mientras la llaman a voces. Los vecinos alertados por el follón, salen al descansillo uniéndose al coro de voces que llamar a Paquita por su nombre.

 

El agente llama por radio a la comisaría y pide como refuerzo un cerrajero. Mientras, Adela, la vecina del piso de al lado, se hace hueco hasta la puerta de Paquita, tiene un juego de llaves de repuesto que se intercambiaron las vecinas por si pasaba algo. Introduce la llave en la cerradura y gira las tres vueltas completas para abrir la puerta pero el cerrojo del FAC se lo impide. 

 

–No tengo llave de la cerradura del pestillo, se lo instalaron esta tarde y no le ha dado tiempo de darme una copia.

–Central –avisa el agente– necesito cerrajero urgente para liberar el FAC,

 

Paquita consigue deslizarse hasta el frío suelo y comienza a arrastrarse ayudándose de su brazo derecho. Tras mucho esfuerzo consigue avanzar dos metros hasta que pierde el resuello, necesitar descansar. Ese dolor que tiene en la cabeza la está agotando. Su brazo izquierdo no sirve para avanzar. Consigue impulsarse poco a poco con el pie derecho pisando el rodapié del pasillo. 

 

La puerta sigue siendo aporreada por los vecinos y sanitarios que intentan ayudar desde el exterior. El cerrajero tardará unos minutos todavía.

 

Marta llama por teléfono a su madre, al fijo y al móvil, sin resultado. Paquita se está volviendo loca con tanto ruido, el timbre de la puerta, las voces de los que intentan ayudarla desde el descansillo de la escalera, los golpes sobre el marco y la puerta, la melodía del móvil y ese dolor punzante que tiene en la cabeza. Al ritmo que consigue moverse, calcula que necesitará una hora en llegar hasta la entrada y no sabe muy bien cómo conseguirá levantarse para abrir el cerrojo.

 

Una hora tarda en aparecer el cerrajero de guardia, intenta abrir el FAC y percibe que no está corrido del todo.

 

–Imposible, no puedo acceder desde aquí. Solo podemos tirar la puerta abajo.

 

Nuevo recital de golpes, llamadas y gritos. Paquita está a tres metros, agotada, dolorida y tiritando de frío. Le quedan pocas fuerzas. En su arrastre, cae una pequeña maceta que había sobre la mesita auxiliar del teléfono fijo. Insiste hasta que lograr tirar el teléfono.

 

Desde fuera, el agente escucha el ruido, hace señas a todos los presentes hasta conseguir un silencio imprescindible para poder escuchar lo que ocurre tras la puerta.

 

Paquita consigue llegar hasta el teléfono y marca el número de emergencias. Su tono de voz es casi inaudible. Gracias a su voluntad de lucha y a su perseverancia finalmente se hace entender hasta conseguir decir que tiren la puerta abajo que ella no puede moverse. Este último esfuerzo la deja agotada y queda dormida en el suelo del pasillo con la esperanza de que lleguen a salvarla. Tiene frío, la cabeza le va a estallar lo que no impide que se duerma por agotamiento.

 

Los bomberos, avisados por el agente de policía, tiran la puerta abajo tras varios golpes con mazas y hachas. En mitad del pasillo, tendida en el suelo inmóvil y con el teléfono cogido con su mano derecha quedó Paquita. Llegó hasta donde le permitieron sus fuerzas. Los sanitarios no pueden hacer nada por ella, salvo certificar su deceso.

 

Ya había amanecido cuando Marta llegó al domicilio de su madre y según entró, un detalle le hizo recordar, con dolor, la última conversación entre ambas. La puerta arrancada con violencia por los bomberos descansaba sobre el suelo de la entrada, el nuevo cerrojo de seguridad estaba corrido hasta la mitad. 

18.9.22

Milka

 


 

Milka es una perra guapa, de pelo blanco, bien cuidada y de raza indefinida. Es la fiel e inseparable compañera de mi tía Mayte. La bautizó como su chocolate preferido en el mismo momento en que se la entregaron hecha un ovillo recién destetada.

 

Perra inquieta y juguetona que alegra la existencia a tía Mayte. Sus hijas fueron volando para forjar sus vidas y terminó sola en una casa más grande de lo necesario. Viuda desde la juventud, le tocó luchar por la vida y sacar adelante a sus tres hijas. Trabajó en una inmobiliaria enseñando los pisos en venta, se le daba bien encontrar las virtudes de cada casa y saber esconder los problemas. Siempre positiva ante la vida, se llevó su filosofía al trabajo.

 

Veintiocho años después de enviudar, la última de sus hijas salió de casa para mudarse a otra ciudad. Un enorme vacío se apoderó de su corazón, arrugando su, hasta entonces, perenne sonrisa. Suspiraba mientras encontraba su lugar en el nuevo mundo.

 

Ahí apareció Milka, regalo de su amiga Celia. 

 

–A mí no me gustan los perros– le dijo justo antes de caer rendida ante esos ojos negros brillantes. Fue un amor a primera vista. Dejó la tableta de chocolate sobre la mesa para tener entre sus brazos a su nueva compañera. La coincidencia temporal en el mismo campo visual eligió el nombre de su nueva amiga.

 

Se hicieron inseparables, tía Mayte adecuó su ritmo vital a las necesidades de la perra, las horas de paseo, de juegos, de charlas y de paz. Los viajes quedaron condicionados al bienestar de la perra y a su admisión en los alojamientos.

 

Mayte está ingresada en el hospital, nada serio, de hecho se espera que pueda regresar a casa tras un par de días de convalecencia. Por carambola del destino y por ser el hijo de Celia, me toca ir a cuidar a Milka. 

 

Al entrar en su casa descubro el desastre, Milka que nunca se ha encontrado sola ha visto salir a Mayte y tras varias horas se ha desesperado, un par de cojines rotos por el suelo de la salita y ha defecado en la puerta de la terraza, incluso parece que intentó evitar aliviarse dentro de su hogar. Me recibe nerviosa y ladrando a la defensiva. No me reconoce de principio. Dejo que me olfatee, llevo impregnado olor a perro. Eso lo conocen todos los que tienen canes en su hogar. El olor a su madre. Se relaja, sin conocerme, me admite. Hablo con palabras suaves y me muevo con cuidado. Me gano su confianza y comienzo a recoger el destrozo de los cojines y las heces. Ventilo la casa, mientras localizo el pienso para cachorros, su manta para dormir y sus recipientes de comida y bebida.

 

Admite que una su correa a la cadena de paseo y sin fiarse del todo me sigue por la escalera hasta la calle. Descargo sus cosas en el maletero del coche antes de regalar a Milka un paseo largo por el barrio. Una vecina reconoce a la perra y se para para hablar conmigo y ya de paso, informarse sobre la enfermedad de Mayte que desconocía.

 

Milka duerme acurrucada junto a su madre sobre una amalgama de las dos mantas. Casi sin llegar a olerse se han reconocido al instante y tras brincos de alegría me han hecho partícipes de su felicidad correteando a alrededor de mí.

 

En un par de días, Milka regresará con Mayte. Mientras disfrutará con Freda de la infancia que le arrebatamos al destetarla precipitadamente. Tuvo una camada con cinco cachorros que la estaban agotando. 

 

Milka me mira y en ese gesto noto una enorme conversación de agradecimiento. Echa de menos a Mayte y la mejor manera de esperarla es en compañía de Freda.

10.9.22

La fiesta

 



El día de su cincuenta cumpleaños disfrutó como hacía tiempo, su marido, Stephan olvidó sus fríos y distantes orígenes suecos para involucrarse en organizar una fiesta sorpresa de aniversario que resultó un éxito completo. Asistieron muchas de sus personas más queridas, sobre todo, sus amigas del colegio de las Jesuitinas y las tres mosqueteras de la facultad de derecho. No pudieron faltar sus amigas del trabajo con quien les une infinidad de roces, alegrías y dificultades.

 

Stephan casi había olvidado hasta dónde llegaba la amplitud de la sonrisa de Ana. Cincuenta años ya y sigue aparentando ocho o diez años menos. Stephan reconoce que es un afortunado, a todas la virtudes de Ana se le suma su belleza, en los últimos meses más cansada y con menos vitalidad conserva ese halo que hace girar la vista a todo el mundo. Una inoportuna gripe la arrastró hasta el fango de la fatiga los últimos meses y todavía no ha terminado de remontar.

 

Como bien se encargaron de recordarle sus compañeros de trabajo, la política no escrita en su empresa condiciona el techo profesional a cumplir menos de cincuenta; desde ese momento sus oportunidades laborales se verán reducidas a mantenerse en su nivel siempre que no estorbe los futuros ascensos de jóvenes ambiciosos de corazón vacío o como formadora de los futuros responsables. Utilizarán sus habilidades como persona de confianza aprovechando sus conocimientos, experiencia y las relaciones con sus superiores con los que comparte vivencias y secretos.

 

Con el paso de los años los más veteranos se retiran. La presión comercial y la exigencia cada vez más descerebrada de la competencia cansa a los directivos que suelen jubilarse anticipadamente por salud mental y buscando aprovechar sus últimos años jóvenes antes de que los achaques les condicionen el poder disfrutar de la familia y de los amigos.

 

Ana, conocida por todos, se encarga de organizar las comidas de despedida donde no puede faltar un vídeo lacrimógeno con fotos de recuerdo con los momentos pasados por el protagonista en la compañía. Incluso se encarga de encontrar el regalo ideal, del gusto del homenajeado y útil en su nueva vida de ocio y disfrute.

 

La vida profesional de Ana vuelca una mañana durante el desayuno. Su empresa anuncia una reunión con los representantes de los trabajadores para negociar un expediente de regulación de empleo. El borrador presentado por la empresa supone, leyendo entre líneas, que Ana se verá en la calle. No la quieren ni por edad ni por antigüedad.

 

Cuatro meses más tarde, Stephan la acompaña en su día más triste. Es el momento del adiós a la empresa de sus amores donde ha trabajado casi treinta años siendo muy feliz, incluso en los momentos más complicados. A las nueve la esperan en Recursos Humanos para firmar el acuerdo de rescisión laboral y en una media hora recogerá sus pocas pertenencias para irse con una sensación agridulce mezcla de indignación, sorpresa y tristeza. Atrás quedan sus compañeros, sus hitos, sus ascensos prometidos y nunca llegados. En definitiva, su vida. 

 

Stephan mira al frente conduciendo el coche entre el abundante tráfico. Guía el vehículo con cuidado de no molestar la mirada al infinito de Ana. Necesita tiempo para ella misma, tanto que no es consciente de que el recorrido del vehículo no la dirige a casa. Recupera el hilo del presente tras frenar el coche en un aparcamiento subterráneo del centro de la ciudad.

 

Camina de la mano de Stephan dejándose guiar bajo la sombra de los enormes plátanos ornamentales del paseo del Prado. En su nebulosa mental cree reconocer el lugar, su sonrisa lejana y turbia no permite lucir sus blancos dientes. Es más una señal de agradecimiento que una sensación de bienestar.

 

Sin saber cómo, despierta de su ensoñamiento frente a uno de sus cuadros preferidos del Museo del Prado, «La última cena» de Bartolomé Carducho. La imagen le trae un recuerdo.

 

–Después de tantos años organizando la despedida de todos mis compañeros y jefes, espero que la mía sea bonita.

–Claro que sí, cariño. Te mereces la mejor despedida nunca organizada. Comenta Stephan mientras la abraza por la espalda pasando los brazos por sus hombros mientras ella mira cada detalle de su admirado cuadro.

 

Seis meses después, nadie llama a Ana y su ilusión por la fiesta de despedida se desvanece mientras un callo se endurece en el fondo de su alma. Asume que nunca tendrá su despedida, nadie la echa de menos, ya no está y no van a dedicar ni un minuto de sus vidas para acordarse de ella. La empresa, tras superar el conflicto laboral, continua bajo la dirección de otras personas con poco corazón y nuevas ideas. 

 

La vida no es justa. Cumplir años suele ir acompañado de una pizca de tristeza. Envejecer no es la peor parte, lo es el olvido. 

2.9.22

Tímido

 


Es una putada perder todas las oportunidades que me pone la vida por delante. Semanas pasé bebiendo los vientos por Elena sin atreverme a dar el paso, recibí miradas de permiso y casi súplica para que me atreviera. Me acojoné ¿y si se ofende, se molesta o no vuelve a hablarme?

 

Como fiel escudero la acompañaba a todas las fiestas, ponía el hombro para sus emociones, escuchaba sus dilemas adolescentes, era el perfecto amigo sin derecho a roce. El pagafantas de turno. En esas fiestas me refugiaba en la seguridad de mis amigos de siempre y justo antes de terminar la juerga, Elena venía a buscarme para que la escoltara hasta su casa. Era mi oportunidad y siempre la dejé escapar. Apareció el chulo ese de Esteban que hizo lo que quiso con ella y le destrozó el corazón. No volvimos a coincidir, me dejé ligar por Claudia, paliducha, fea y con esas gafas fabricadas para el salpicón que nunca llegué a estrenar. Duró lo que ella quiso, poco tiempo. Fea sí y muy puta. El lelo de su novio, léase yo, no supo aprovechar. El día que ella dio el primer paso para avanzar en el conocimiento físico di un respingo y salí huyendo. Si siempre fui bastante gilipollas.

 

Al terminar mis estudios solo encontré ofertas de empleo donde buscaban vendedores. La necesidad aprieta y acepté un trabajo como comercial de maquinaria de calibrado de neumáticos. Mi labor consistía en visitar talleres de reparación de vehículos para comentarles las bondades de la herramienta que me encomendaron vender y ampliar la explicación a las facilidades de financiación que tenemos negociadas para facilitar la adquisición. Toda la timidez que me paraliza frente a una mujer desaparece cuando comparto con hombres, ahí me conocen como buen conversador, excelente escuchante, amigable y sonriente, vamos que caigo muy bien. Gracias a estas habilidades mis cifras de ventas sorprendieron en la empresa pues superaban las habituales de un primerizo. 

 

A los pocos meses ampliaron mi cartera de productos y comencé a vender maquinaria más elaborada y mis visitas a talleres se multiplicaron con gestiones a empresas con flota propia de vehículos. Gané buenas comisiones por ventas y mi autoestima creció hasta alcanzar niveles que nunca había sentido.

 

–Mañana te toca ir a sustituir a López que está enfermo. Tiene cerrada una visita al taller Emilio Torres en el barrio de La Lanza.

–¿La demostración de qué producto es?

–Ve con la mente abierta, es un taller de los grandes y una enorme oportunidad. Que sepamos, toda la maquinaria de la que disponen es de nuestro competidor italiano. Si consigues meter la cabeza ya es mucho.  

–Vale, yo me encargo. ¿Por quién pregunto?

–Por E. Torres hijo. Se hace cargo del negocio porque el padre se retira.

 

La mañana se levanta nublada, una sueve brisa anticipa que el otoño se asoma. El aire procedente de la sierra recuerda que la cazadora ya es la prenda del momento. Descarto subir a casa de nuevo y apechugo con mi camisa. Los pezones, duros como el botón de un bolígrafo, subrayan mis iniciales bordadas en la pechera. I.I. La doble i. Ignacio Imaz. Así me llamo.

 

A las nueve, el taller está en pleno fragor. Mucha actividad, movimiento de carros con piezas, ruidos de aceleración de motores, silbidos propios de compresores y todo ello rodeado por medio centenar de coches entre los que están atendiendo y los que se encuentran en espera de alguna pieza o que simplemente a que regrese el propietario para llevárselo. Cuento, a vuela pluma, al menos quince mecánicos más dos personas más en administración y recepción. Un taller de los grandes, con una actividad envidiable, una oportunidad de negocio de las que no se me escapan. Pregunto por Torres y me señalan con la cabeza hacia unos pies que asoman bajo un vehículo que tiene un potente haz de luz en sus bajos.

 

–¿Torres? Hola, vengo de Maquinaria Imaz. Cierto, se me ha olvidado explicar que solo conseguí trabajo en el negocio familiar.

 

Recibo por respuesta un guante que asoma por debajo del Peugeot con el dedo índice extendido. Comprendo que es el tiempo de espera que me toca. Me entretengo repasando con la mirada la maquinaria que utilizan en el taller, voy girando sobre mis talones para repasar los modelos, detectar las que más uso tienen y las residuales. En pleno proceso de inspección ocular, a mi espalda, chirrían las pequeñas ruedas que mueven la tabla sobre la que está Torres trabajando bajo el vehículo.

 

Me giro para recuperar mi orientación y dirigirme hacia el dueño que en ese momento me da la espalda mientras acciona unos botones para bajar el coche hasta el suelo. Unos pantalones de mono color verde, bastante limpios, la verdad y una camiseta sin mangas tipo baloncesto del mismo color. Noto mi lengua como se estropajea por momentos. Un culo perfecto, de los que llenan el espacio dentro de los pantalones sin dejar nada para la imaginación, hasta soy capaz de dibujar el contorno del tanga. Un culo para azotar, sin duda. Bajo los tirantes, dos maravillas luchan por salir de su cárcel de algodón. Melena corta recogida en una coleta. No me encuentro la saliva suficiente como para hidratar mi boca, seca como el desierto. Se gira y la perfección en la tierra reclama mi interés con unos ojos verdes que brillan con picardía. –Madre mía, es perfecta–.

 

–Hola Nacho ¿te vas a quedar ahí parado con la boca abierta sin decir nada?

 

Algo cambia en mi interior, solo sigo mi instinto de vendedor. Hay que vender como sea y lo primero es ganarse la confianza del cliente. Adelanto dos pasos para saludar y le planto un beso en todos los morros que silencia el patio de trabajo. Las máquinas paran durante ese instante mágico mientras recupero mi saliva y siento como escriben sobre mi camisa dos botones de bolígrafo de color verde.

 

–Hola Elena.

Buen viaje, Joe

  Joe, simplemente Joe. Omitiendo, desde siempre, el rango familiar de tío. Recuerdo tu aterrizaje entre la familia cuando Ana, también sin ...