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19.1.20

Amalia y su viejo marido

Amalia sabe que se le ha terminado el chollo, todas las mañanas tras su desayuno gusta sentarse en su sillón reclinable para relajarse leyendo. Dedica una hora aproximadamente a su pasión más antigua, se recuerda a si misma con ocho años devorando las estanterías de su abuelo quien la animaba y nunca censuró sus lecturas. El conocimiento humano está en los libros, la decía. Pasaron los clásicos, textos jurídicos e incluso enciclopedias. Su pasión desde entonces ha sido y es leer. Es su hora diaria y nadie se la va a quitar. 

Deposita el libro con cuidado en la estantería, en la balda utilitaria con sus cosas de diario, gafas, taco de escritura, bolígrafo, mandos de la televisión y cable, el retrato de su única nieta, Alicia, un calendario solidario de su ONG preferida y su libro, el elegido.

Roberto revolotea como una mariposa cerca de las flores. Nunca lee. Respeta la hora de Amalia con impaciencia mientras repasa la prensa en silencio, no vaya a molestar la concentración de su mujer.

Amalia se dirige a sus labores, sabe que no va a volver a sentarse hasta después de la comida. Todo son obligaciones. Empieza con su cama que estira con esmero eliminando las arrugas propias del descanso. Su lado con unos finos surcos propios de quien se mueve poco. El lado de Rober totalmente marcado, nervioso y activo cada noche es una lucha entre él y sus sueños. Rara es la noche que no la despierta con sus sonidos, movimientos o porque se lleva la manta en alguna de sus luchas.

Repasa el baño, la gusta disfrutar de las toallas perfectamente dobladas, extendida en sus toalleros de reposo para que luzcan aparentes. Elimina la multitud de gotas de agua que deja Rober en el mueble del lavabo. Se aburrió hace décadas de reclamarle un poco de cuidado en el uso del lavabo. No tiene sensibilidad y además está ella para ir detrás colocando y limpiando. Se dirige al armario de la limpieza, ayer avisó Mara, la empleada doméstica por dos días en semana, que necesitaba solucionar papeles de extranjería, compensará las horas mañana. Se aprovisiona de productos y detergentes para el baño. Le da un repaso, limpia en inodoro y lo bautiza con lejía. Cuidadosamente con una bayeta repasa y deja el baño perfecto. Con buen olor y lustroso.

Pasa la mopa por el suelo de madera de toda la casa mientras aprovecha para ir colocando cojines, ordenando habitaciones y abriendo ventanas para ventilar.

Roberto se mantiene sentado en su sillón, se ha aburrido del periódico, no hay nada nuevo, salvo la percepción que España se rompe, la economía se estanca y el nivel de los políticos es muy escaso. Los españoles se conforman entre elegir corruptos o ineptos. Difícil decisión. Roberto prefiere a los primeros pues aunque solo sea por interés personal favorecen el crecimiento. No cambia su postura, ni mira, lleva años de entrenamiento, cuando Amalia limpia, es mejor no decir nada, ni moverse. 

Los suspiros de Amalia cambian de estancia, la escucha entrando en la cocina. El ruido de los cacharros, sartenes y ollas anticipa mucha dedicación culinaria. Va a estar entretenida un par de horas preparando comida y base para días venideros.

- Rober, ¿Puedes cerrar la ventanas?. Suena a gritos desde la cocina.
- Voy


Aprovecha, ya que está de pie para una vez cerradas todas, ducharse, afeitarse y vestirse. Se prepara para su paseo diario.

El calentador se encuentra en la pequeña terraza de la cocina, avisa a Amalia que Rober se está duchando. En media hora se irá. Recuerda que necesita varias verduras para el cocinado, escribe en un papel una pequeña lista. Apio, cebollas, tomates y un pimiento rojo. El papel se queda sobre la mesa de la cocina. Enciende la radio y busca su canal de música, la entretiene mientras trajina paso va paso viene.

- Amy, me voy a dar un paseo
- Te he dejado una lista de cosas que necesito de la verdura. ¿Puedes ir un momento a la frutería del moro?
- No me da tiempo, he quedado con Luis para andar.
- Si es un momento, solo cinco minutos
- No me da tiempo, lo siento

Roberto se va rápido por no discutir.


Amalia se seca sus manos en su delantal, baja la llama hasta el mínimo en dos de los fuegos que tiene en marcha, repasa los pasos pendientes. Deja la cocina al mínimo y se dirige a su habitación para ponerse algo de abrigo para bajar al moro. Descubre la ropa de estar en casa de Roberto sobre la cama, de cualquier manera, sin doblar, hecho un higo su jersey, los pantalones del revés y los calcetines por el suelo del revés y a un metro de distancia uno de otro. La camiseta sobre la silla auxiliar y los calzoncillos de ayer encima del bidé. Las toallas recién colocadas han vuelto a su postura post Rober, enrolladas en equilibrio peligroso. El lavabo salpicado de gotas de agua y jabón, pegotes de espuma de afeitar adornan el grifo e incluso el suelo del baño. La toalla de la ducha, mojada sobre la tapa del inodoro. 

Normalmente lo recoge todo, lo coloca de nuevo, vuelve a limpiar y cuelga la toalla del tendedero de la terraza de la cocina para que se seque. Lo ha hecho durante los treinta años de matrimonio, todos los días, continuamente. Roberto la da más trabajo que sus dos hijas, que ya marcharon de casa para fundar sus familias.

Hoy se ha hartado. Algo en su cerebro se enciende. Ya está bien. Deja todo tirado. Olvida su abrigo para bajar un momento. Regresa a la cocina, apaga los fuegos y deja todo empantanado. En la entrada de la casa hay un enorme espejo, se mira. Cara cansada, ojeras, se descubre arrugas encima de labio que la envejecen, la piel de los pómulos caída. Para sus cincuenta y nueve años, aparenta unos cuantos más. Dicen que casarse con un hombre mayor te hace mayor. Roberto se jubiló hace años, vive como tal a sus setenta y uno, sus amigos están en la misma situación y los que se mantienen casados lo están con mujeres de su edad. Amalia está rodeada de viejos.

Repasa su peinado desaliñado con sus dedos, su figura sigue siendo su mejor tarjeta de presentación. Está muy bien, se mantiene delgada y ágil con todo en su sitio y sin celulitis. Si no fuera por esa cara cansada...

- A la mierda. Recita en voz alta reafirmándose.


Deposita el delantal de la cocina sobre la mesa del recibidor, con paso decidido abre su armario, elige ropa cómoda y elegante, como todo lo que tiene. Se viste con agilidad y se marcha. Se toma el día libre.

Sobre la mesa del salón deja una nota sujeta con el mando de la tele, el mejor aliado de Roberto.

Me he ido, llegaré tarde. Hazte de comer lo que quieras, sin las verduras que no podías comprar no he podido terminar los platos. Recoge el baño que lo has dejado hecho una pocilga. A.

- Joooder. Lo único que sale de su boca. Roberto sabe que algo no va bien. Y además cuando firma como A, significan problemas.


Esa noche A no regresa a casa para dormir. Se queda en casa de su hermana. Está muy harta.

Roberto no entiende nada, Amalia no comprende por qué ha aguantado tanto. Ha decidido dejar de servir, dejar de ser la madre cuidadora de un viejo malcriado, quiere vivir, quiere el divorcio. 

Sus hijas no la entenderán. Su hermana sí, la ha escuchado durante años quejarse. Ya no puede más.

17.1.20

La primera vez

Oscar se ha levantado nervioso, no puede evitarlo. Procura aparentar normalidad entre su familia. Prefiere evitar el roce y dedicarse a leer o a escuchar música. 

Es sábado, su madre, Carolina, lleva desde primera hora de la mañana trajinando en la cocina. Hoy vienen los hermanos mayores de Oscar, con sus novias a comer a casa. Ambos se independizaron en cuanto pudieron, con veinte y veintidós años respectivamente.

Oscar tiene veintiuno.

- A tu edad, tus hermanos mayores ya eran independientes.
- Cierto, pero yo estudio

Carolina tiene un don que ejerce a diario con habilidad y reiteración. Tocar los cojones a su hijo. Realmente tocar los cojones a todo el mundo. Oscar sospecha que sus hermanos se fueron de casa más por dejar de soportar a su madre que por sus ansias por enfrentarse al mundo.  Podían haber esperado un par de años mas, mejor les hubiera ido económicamente. 

A Carolina hay que aguantarla. El único que sabe hacerlo sin perder su equilibrio emocional es Jaime. El padre de Oscar quien soporta estoicamente las embestidas de su miura particular. Pobre Jaime, cuando Oscar se marche toda la atención destructiva de Carolina caerá sobre él. Se hará el sordo que es su gran habilidad. ¡Qué paciencia tiene!

Oscar tiene una cita especial hoy por la tarde. Sus padres se marcharán después de la comida a una boda en Aranjuez y tienen previsto dormir en el hotel de la celebración. No regresarán hasta el domingo a la cena. Oscar tiene la enorme casa a su disposición.

Durante la comida se muestra reservado, no quiere aparentar ansiedad ni translucir nada, su madre tiene un radar muy afinado. Participa poco en la conversación, su hermano mayor, Santiago, lleva el peso de la conversación contando anécdotas simpáticas de su trabajo como camarero. Se gana bastante bien la vida gracias a las propinas, más que generosas, de los habituales del restaurante donde pasa los días y las noches.

La sobremesa es breve, se arreglan y se marchan pronto. La boda es a las ocho y hay que llegar hasta allí. Los hermanos se fugan con algo de dinero en el bolsillo, generosidad de Jaime sin que se entere Carolina, muy de ahorrar.

Las siete y se queda solo en casa. Inicia su ritual de transformación, afeitado, encremado, perfumado, peinado, vestimenta. El olor penetrante de su colonia anuncia su con varios metros de anticipación. Sus nervios cada vez peor. Con veintiuno y hoy, por fin, se estrena.

Nota su pulso acelerado, presión arterial fuerte, su corazón lucha por salir del pecho. Cefalea, sudor de manos. Si nunca le han sudado.

Decide beber una tila para tranquilizarse. Está super amarga. Más azúcar. Pone música para relajarse. Si se pudiera dormir diez minutos. La ansiedad le puede. Mueve los dedos como un pianista enfadado.

Suena el telefonillo. Elena ha llegado. Se recompone, respira hondo, que no se te note impaciente. Se recuerda.

Del ascensor sale una sirena, bañada en un perfume con rasgos asiáticos. Es un choque de olores. Elena aparenta serenidad, quiere ir despacio, modera su ansiedad. Ambos se conocen, ya se han explorado, se han gratificado, rozado y susurrado, les falta hacerlo unidos, juntos, dentro. Culminar. 

Ambos viven en un entorno conservador, con profundas raíces religiosas y censurador de los sentimientos más naturales. Su educación frena sus instintos y la presión del qué dirán o de lo que se espera que hagan les asfixia. No son libres, hasta hoy. Se quieren, se atraen, se desean. Ya tienen edad. Ya es hora.

Zero y Light, ambas Coca-Colas se quedan en la bandeja del salón, sobre la mesa central. Es su momento, su oportunidad, su deseo. Son adultos. Sus cuerpos se llaman. A la mierda la apariencia de serenidad, el deseo les empuja. Hoy se conocen mejor que nunca.

Memorable, no. Recordable, sí, por lo simbólico. Tienen mucho que aprender, mucho que coordinarse, mucho que descubrir. Por hoy ya está bien. Sus sonrisas lo atestiguan. Ya lo han hecho. Han tenido su primera vez.

Vendrán otras, muchas otras. Siempre se acordarán de esta, de la primera.

- Elena, ¿Qué prefieres, hacer el amor o echar un polvo?
- Echar un polvo
- Entonces, vamos a empezar otra vez

Mejor, mucho mejor.

Haber preguntado antes.


12.1.20

La vida de Lucía

Lucía se levanta con cuidado, sus huesos marcan el ritmo de su vida. Necesita calor, utiliza una manta eléctrica para dar vida por la noche a sus articulaciones.

La cama, de 135 cm, como las de antes. En su momento escasa por la envergadura de ambos, su Rafael abultaba mucho, grande y fuerte de joven que maduró a enorme y gordo después. Él se quedaba con casi toda la cama. Lucía, buscaba su huequecito acoplándose a la anatomía de su compañero que en agradecimiento compartía su calor personal. Lo mejor de su Rafael, su calor.

Cuando Rafael se fue, hace un par de inviernos, su corazón dejó de palpitar. Demasiado cuerpo para mantener con lesiones cardiacas. La dejó sola, sin despedirse. Un domingo en la siesta, se acostó y ahí se quedó. No le oyó llamarla, si es que lo hizo. No sintió ningún aviso. Solo recuerda que tras la película de la sobremesa le pareció raro que siguiera en la cama. Fue a despertarle porque después por la noche  le cuesta conciliar el sueño si duerme mucha siesta. Allí estaba, en su posición, tumbado en su costado izquierdo.

La llamó, zarandeó, gritó. Inútil. Se había ido. No se habían despedido.

Su vida desde entonces en soledad. Con sus achaques, sus dolores y con frío, desde entonces con frío.

Consigue finalizar los movimientos para vestirse con ropa cómoda para estar por casa. Es miércoles, hoy viene su hija Laura con la compra y algo cocinado para tirar la semana. 

Se rasca la cabeza, nota poco pelo. Con la melena tan poblada que tenía de joven. Lástima de embarazos. Cuatro embarazos y solo uno viable, el de Laura. Los otros se fueron según nacieron. Igual que su pelo, se fue y no volvió. La lámpara no funciona, se ha fundido la bombilla. Desenrosca y comprueba que los hilos se han separado. Se la llevará para comprar una igual en la ferretería que está cerca del mercado.

Anda despacio, dejando su habitación con la ventana abierta para ventilar, destino a la cocina. Prepara su desayuno habitual, una tostada y un café con leche. Poca cosa. Enciende su radio, sintonizada de siempre con su cadena preferida. Coincide en ese momento con publicidad. La radio es su gran compañía diaria, hasta habla con ella.

- Los Fernández son muy amables. Canturrea el divertido anuncio de limpieza de alfombras que es un habitual a esa hora. Siempre le hizo gracia, qué tendrá que ver la limpieza de alfombras con la amabilidad. Si algún día decide limpiar las suyas les llamará. 

Suena la puerta de la calle al cerrarse, llega Laura.

- ¿Mamá?
- Estoy aquí

Laura llega cargada con tres bolsas, ya ha pasado por el mercado y el súper. Deja un papel sujeto con un imán en la nevera, retirando otro igual del miércoles anterior.

- Mira Mamá aquí te dejo el menú de la semana

Coloca las fiambreras de comida que ha preparado en la nevera, con notas adheridas indicando el día de la semana previsto para cada plato. Reparte la verdura y fruta en el cajón. 

Besa a Lucía y se sienta junto a ella para acompañarla en su desayuno.

- Me he encontrado a Paca en el pollero
- ¿Y cómo está?
- Dice que mucho mejor, ya se atreve a andar sola. Se operó hace dos meses de cadera y está encantada.
- La llamaré para que se pase por aquí. No me siento muy católica para salir con estos fríos.

Laura se prepara otra tostada. Renegando de la carmela.

- Mamá te voy a comprar un tostador de pan, esto de la carmela es un atraso.
- A mí me gusta como queda. El pan de tostador queda más seco
- Y más rápido, te tuesta ambos lados simultáneamente. No tienes que estar dando la vuelta.
- Para lo que tengo que hacer, así me distraigo
- He pensado llevarte a la peluquería
- ¿A mí?
- Sí, para que te arreglen un poco, así sales y te relacionas con otras mujeres
- ¿Qué van a hacer con estos cuatro pelos que me quedan?
- Venga te ayudo a vestirte y nos vamos. Tengo hora reservada
- No me apetece
- Lo sé, pero no te puedes negar. Me vas a hacer quedar mal si no vamos

Tras un breve paseo llegan a la peluquería. Una de esas de barrio obrero, en el salón de su casa, Amparo ha organizado su oficio. Palangana para lavar la cabeza, espejo, sillón profesional giratorio y reclinable. Está todo apagado.

- No hay nadie. Estará haciendo la compra
- No espera, creo que he oído un ruido. Volveré a llamar

Al abrir la puerta aparece la cara amable, redonda y feliz de Amparo.

- Hola Lucía, hola Laura. Pasad.

El salón está a oscuras, Lucía casi tropieza con una silla en su camino. Amparo enciende la luz

- ¡Sorpresa!

Lucía mira con picardía y cariño a Laura. Frente a ella, sus amigas de toda la vida. Angelines, Conchita, Dolores y María Asunción. Compañeras de colegio, instituto, boda y hasta de paritorio.

- ¿Y esto?
- ¿No recuerdas Mamá? este año celebráis los sesenta años de la salida del colegio. Decidisteis celebrarlo hoy, en febrero en recuerdo al accidente de  Marta. 
- Sesenta años. ¡Cómo pasa la vida! Ya tengo setenta y seis que me pesan como si fueran noventa.

La alegría de las amigas se nota por el tono de voz que emplean, un poco sordas todas, elevan la voz como colegialas. Ríen y hasta se bromean entre ellas. La fiesta continuará en un restaurante cercano, tienen tiempo. Ampara debe dejarlas bellas y deslumbrantes.

- Lucía, a la comida viene mi cuñado Manuel
- Ese está calvo
- Será posible, ¿Cómo puedes ser tan exigente?
- No quiero aguantar a un viejo, bastante tengo yo conmigo misma todos los días
- Te hará compañía
- Me voy a comprar un perro. Prefiero un perro o un loro antes que a un viejo. Es buena persona, pero prefiero estar sola. Todavía no me acostumbro a la ausencia de Rafael como para meter a otro hombre en casa

Las amigas ríen y charlan, básicamente de sus achaques, citas médicas y se ponen al día de sus familias.

Lucía dedica una mirada de cariño a su Laura. Qué sorpresa tan agradable. Hace mucho tiempo que no está con ellas, desde el entierro de Rafael. Las echa de menos.

- Gracias, hija

Laura se va a sus quehaceres. Lucía está en buenas manos.

- En dos horas vuelvo a por ti, habrá que vestirse para la comida

Lucía siente que han cambiado los papeles, ahora Laura se comporta como su madre. La vida será así, no le gusta. Volverá a ser ella la dueña de su vida.

- Iré a casa yo sola, ven a por mí a casa para ir juntas al restaurante
- De acuerdo Mamá, adiós

Hoy es un gran día, echo de menos a Rafael, con él la fiesta sería un éxito. 

- ¿Te has enterado de...?

Lucía sonríe, no recuerda que le duelan los huesos.










9.1.20

Insomnio

Duermo mal, es la verdad. Raro es que dos noches consecutivas sea capaz de dormir siete horas seguidas. O seis. Difícil. Ya ni recuerdo cuándo ocurría eso con naturalidad en mi vida.
Puede que sufrir descompensación por la presión arterial afecte, o sea el estrés o la genética.
Cada vez que me he decidido ir al médico para remediar esto, si es que existe remedio, sufro con paciencia estoica multitud de pruebas diagnósticas que no dan luz a nada en concreto. El doctor o doctora no suele encontrar lógica médica que explique el origen de mis síntomas hasta que llega la pregunta de siempre, el comodín de la baraja que les entregan en primero de medicina. 
- ¿Algún antecedente familiar?
La herencia genética es un gran aliado de los médicos cuando no tienen respuestas.
- Pues, no lo sé. Soy adoptado. Y me quedo tan ancho, sonriendo en mi interior al haber frustrado al doctor una salida honrosa a su diagnóstico.
En mi caso, me viene a la memoria con reiteración, mi abuela. Se pasaba prácticamente en vela las noches. Dormía muy pocas horas. Recuerdo que la sentía en el silencio nocturno, solo roto por el ritmo de consumo de sus caramelos de menta picktolin. A cada rato el sonido ahogado del envoltorio de papel plastificado al ser abierto para liberar el pequeño caramelo que mi abuela utilizaba para entretener su vigilia, adornaba el silencio de la noche. Acompasaba el ritmo de los ronquidos del abuelo con la apertura del dulce.
El lunes me desperté a las cuatro menos diez, el martes a las cinco y cuarto. El miércoles amanecí a las tres cuarenta y cinco. Madrugo mucho y una vez despierto, me cuesta mucho conciliar el sueño. La presión arterial se dispara y me despierto como un búho. 
Mi rutina es simple, me levanto, me abrigo bien, me asiento en mi butaca preferida del salón.Me cubro con la manta del sofá y me entretengo leyendo la prensa o escribiendo. 
Si tengo suerte, un par de horas después, me entra algo de sueño. 
El límite horario para la segunda oportunidad para recuperar el sueño lo fija el día de la semana que corresponde, si es laborable, las seis y cuarto de la mañana es mi hora oficial de levantarme. Si el sueño me regresa cerca de esa hora, me olvido, me ducho, afeito y me voy a trabajar con los ojos pegados de sueño. Aguanto, sin que se me note el cansancio durante todo el día con ese sueño a medias arrastrando tu interior durante el largo día. Lo peor, después de comer. Lo pasas fatal. 
Si es fin de semana, quizá me duerma durante otra hora a intervalos de veinte minutos y consiga descansar un poco, lo suficiente como para que la familia me vea locuaz y ocurrente.
Así llevo años, más de los que soy capaz de recordar.  Y cada semana me acuerdo de mi abuela.
No tomo excitantes, nada de café, té, ni colas. Nada que me ayude en ese tránsito de vigilia casi permanente. Durante una época me hice adicto a los refrescos de cola, me ayudaban a mantener el espíritu elevado durante el día. También es cierto que me acentuaba el insomnio, mis horas de amanecida eran más madrugadoras. Peor el remedio. Dejé los refrescos por la cafeína que extremaba la vigilia nocturna y perjudica mi tensión alta. También lo dejé por su alta concentración en azúcar que me llevó a cierto sobrepeso. 
Me acostumbré a superar el día a día sin excitantes a estar menos alerta, menos sobre reaccionado. 
Hoy he tenido suerte, no me preguntes cómo ni por qué. Me ha tocado mi lotería personal. Me acosté pasadas las diez y media porque me caía de sueño, dando cabezazos en el sofá mientras veíamos nuestra serie preferida. No aguantaba despierto, me fui a la cama.
Me despierto, como siempre, con un pequeño respingo. Siento que tengo un interruptor en la sien, clic, me duermo, clic, me despierto. Así de  sencillo. Abro los ojos, me siento bien. Busco el reloj despertador de la mesilla, las siete y cuarto. Casi nueve horas durmiendo. Viene a ser el doble de la media diaria.
Mi primera vez durmiendo como el resto de los mortales, mi primera vez desde tiempo inmemorial. Siento mi cerebro totalmente alerta, rápido, productivo. Increíble. Disfruto de mi primer día especial.

Esta noche siguiente regresaré a mi rutina, cuatro horas de sueño. No merezco tanta suerte seguida. 

6.1.20

Paloma viuda



Ascen enviudó hace dos años y se atrevió a quitarse el luto escasamente el mes pasado. Su Lorenzo se fue muy pronto, tras una enfermedad letal que desde que dio la cara hasta el suspiro final, fueron dos meses apenas.
Se casó con Lorenzo con veinte años y sus veintidós de vida de casados fueron agradables y fáciles de llevar. Dos hijas tuvieron, Ascensión, que hoy tiene veintiuno y Ramona, a quien llamaron así por su abuela materna pero que solo respondía al nombre de Mina, con diecinueve. Ambas estudian en la Universidad en Madrid. Su Lorenzo dejó muy preparado el futuro de ambas, asegurándose de que tuvieran un porvenir con mayores oportunidades.
Ascen se quedó sola en el pueblo, habitando esa casa grande que se construyeron en los años de bonanza. Lorenzo y Ascen regentaban un negocio de venta de electrodomésticos, siempre les fue muy bien. Ambos eran muy agradables y conocían cómo se maneja el vecindario, vendiendo a plazos a quien lo merece e incorporando un servicio de atención a domicilio a cualquier hora y día de la semana. El negocio seguía próspero porque Ascen no lo había abandonado, incluso le dedicaba muchas horas del día para llenar su soledad. 
Se quitó el luto y no le faltaron críticas a sus espaldas, no le importó. Dos años de luto son más que suficientes, no tiene intención de enterrarse en vida tras las ropas negras y con cuarenta y cuatro años. Ella tiene una figura muy atractiva, ojos grandes color avellana, melena corta hasta el final del cuello, pelo abundante, las curvas que tenía que tener y unas piernas largas. Se notaban carnes prietas. Una belleza.
Se gustó el primer día sin luto, cambiar medias negras por otras más claras, ponerse falda de color beige, acompañada de una blusa con un escote entreabierto que permitía insinuar su generoso pecho, terso y sin problemas de gravedad. Ese día volvió a sentirse mujer.
Salió a la calle decidida. Durante el corto paseo hasta su tienda, sintió las miradas de las mujeres a su espalda y alguna mirada de admiración masculina a sus andares, Ascen había vuelto.
Habían pasado dos meses desde aquel día y en la tienda se presentó Eulalia, la hermana mayor de su amiga Elisa. Su padre se empeñó en que todas sus hijas tuvieran un nombre que empezara por E: Eulalia, Elisa, Eva y Emilia. No tuvo hijos.
—Buenos días, Lala. ¿Necesitas algo? —la saludó sonriente Ascen, y sorprendida. Sabía que su familia, salvo Elisa, compraban en otra tienda de electrodomésticos que regentaba un primo de su padre, en la otra punta del pueblo.
—Ascen, vengo a hablar contigo. ¿Tienes un sitio más privado? —Ascen hizo una señal a su empleada y acompañó a Eulalia al pequeño despacho que tenía al final del local, donde ordenaba las facturas y tenía el ordenador para llevar la contabilidad de la tienda.
—Pasa, Lala. Es pequeño, pero suficiente para estar las dos tranquilas. Dime, ¿qué necesita tanto secreto?
—Como ya no estás de luto, todos los hombres del pueblo entienden que puedes ser un buen partido y vengo con recados de algunos a los que les gustaría cortejarte.
Ascen la miró muy sorprendida. Conocía de sobra esa costumbre antigua del pueblo de casar a viudas con viudos, costumbre de los años del hambre, donde se unían intereses: ella buscaba cobijo y mantenimiento, él cuidados y cocinera.
—Madre mía, Lala, ¿todavía se hacen así las cosas?
—Ea, prefieren utilizar una intermediaria antes que ofenderte y quedar en evidencia. Traigo recado de tres hombres que quieren cortejarte.
—Espera, espera —ya alarmada—, no me digas quiénes son, no me interesa y ni lo había pensado. Acabo de terminar el luto, pero por dentro sigo echando mucho de menos a Lorenzo. Además, tendría que explicárselo a mis hijas, que no sé si lo iban a entender. No me digas nada, ni un nombre.
—Ascen, no hay compromiso. Si necesitas más tiempo, así lo trasladaré, pero permíteme que te deje los nombres y te lo piensas con calma, el tiempo que tú necesites. Yo les transmitiré a ellos que es muy pronto aún y que sigues de luto por dentro.
Ascen no salía de su asombro, no se esperaba esta situación. Económicamente está muy bien, la tienda iba mejor que nunca y sus tres empleados eran fieles y honrados. Sus hijas están estudiando en Madrid y viven juntas en un piso que compró en el barrio de Moratalaz, muy bien comunicado. Ambas tenían un coche para desplazarse a clase y al pueblo cuando querían ver a su madre. Sentimentalmente, había descubierto el placer de la soledad, no tener que depender de nadie para nada. El cuerpo no le había pedido alegrías en estos años y parece que ese letargo sexual se mantenía. No estaba preparada para esto y menos para tener que elegir a un hombre a través de una intermediaria.
—Lala, es muy pronto, no estoy preparada. Agradece a estos hombres su interés, pero no me des sus nombres, no les beneficiará en nada. 
—Son buenos hombres, trabajadores, con su dinero y están también viudos. Unos señores limpios, ordenados y muy honrados.
—Lala, que no me des detalles, no me gustaría cruzarme con alguno por la calle y sentirme incómoda. Además, no es el sistema que elegiría para conocer a alguien.
—Bueno, como quieras, pero que sepas que no te van a faltar pretendientes. Eres muy guapa, con la vida resuelta y en buena edad. Solo hay que verte, hija. No quiero incomodarte más, me marcho, que tengo muchas cosas que hacer.
Ascen acompañó a Eulalia a la puerta del establecimiento, su sonrisa había desaparecido, estaba perpleja y no salía de su asombro. Ana, la empleada, notó el cambio de rictus y preguntó:
—¿Todo bien, jefa? —Ascen se giró para mirarla y asintió.
Pasó el resto de la mañana como flotando, en punto muerto. No fue una mañana de muchas visitas de compradores interesados, solo un par de clientes para comprar pequeños electrodomésticos, de los que se encargó Ana.
A la una y media cerraban para comer, hasta las cinco. Ascen volvió a su casa y una vez dentro llamó por teléfono a su amiga Elisa, la hermana de Eulalia. Elisa vive a escasos doscientos metros de Ascen y quedaron en verse a las cuatro, tras la comida.
Elisa, puntual como siempre, tocaba el timbre de la casa de Ascen y pasó al sentir el zumbido del pulsador que dejaba franca la puerta. Se dirigió directa a la sala de estar, donde sabía que Ascen tenía su rincón de leer.
—¿Qué es eso tan extraño que te ha pasado? —preguntó a modo de saludo Elisa.
—Hola, Eli, siéntate, que vas a alucinar.
Ascen le contó a su amiga la conversación de la mañana y Elisa, con una gran empatía, acompañaba su asentimiento de cabeza con sonidos que afianzaban la continuidad de la conversación: Ea… Hum… Mmm, Siii…
Elisa quedó en silencio mirando a los ojos de Ascen, tomó aire y sentenció:
—Joder con mi hermana. Sí, joder, mira que es antigua la jodía, y cómo le gustan estas cosas de ir de celestina, aparecer en todos los entierros, estar en todos los fregaos. Yo no le haría mucho caso. 
—Pero me ha hecho pensar.
—Claro, parece que te han despertado de un tortazo. A ver, Ascen, tienes dinero, una buena casa, tus hijas son mayores, una buena edad y encima eres muy guapa. No creo que te extrañe tanto ¿no?
—No me había parado a pensarlo, la verdad. No me he fijado en ningún hombre desde lo de Lorenzo.
—Amiga mía, enhorabuena, estás en el mercado. No te van a faltar pretendientes.
—Los hombres del pueblo son casi todos iguales y no me atraen. Además, tu hermana me hablaba de viudos, seguro que todos viejos, solitarios, buscando cocinera y compañera de cama. Yo le pido algo más al matrimonio. No estoy preparada, con lo bien que vivo sola ahora.
Elisa asentía. Se acercó para coger de la mano a su amiga:
—Haz lo que te pida tu cuerpo en cada momento —comentó mientras apretaba la mano de Ascen —y empezó a reír sin soltar la mano—. ¿Te imaginas a los viejos del pueblo rondando tu tienda todos los días? Piensa en Celedonio, que solo tiene dos dientes en la boca.
Ascen soltó la mano de Elisa de golpe:
—Quita, quita ¡Qué horror! ¿Te imaginas? ¡Ajjj! Ya no se me va a quitar esa imagen en todo el día, casi me dan ganas de volver a ponerme el luto.

—Vete este fin de semana a Madrid con tus hijas, distráete un poco y te ríes contando la anécdota de mi hermana la Celestina.

4.1.20

Música interior

Un fenómeno curioso me ocurre desde hace un par de años. No tiene secuelas, no duele, no cansa. Simplemente es curioso.

De un tiempo a esta parte, mi cerebro rescata canciones de mi niñez. Canciones que sin venir a cuento mi cerebro canturrea a intervalos durante varios días, dos o tres hasta que el fenómeno se repite con diferente melodía y vuelve a empezar.

Hay canciones de anuncios de la televisión: "Yo soy aquél negrito del África tropical..." La canción del Cola Cao de los años 70.

Hay canciones eclesiásticas: "Juntos como hermanos..."

Canciones de programas de televisión infantiles de mis años: "Somos los hermanos malasombra, somos malos de verdad..." de los Chiripitifláuticos. Con el Capitán Tan, Valentina, Locomotoro y muchos más.

Canciones de la radio: "Eva María se fue, buscando el sol en la playa..." de Fórmula V.

Canciones y canciones, surgen así por generación espontánea, aparecen en mi mente para recordar.

¿Será la edad?¿Es una estrategia del cerebro de recuperación neuronal para evitar el olvido?

No sé, me sorprende y lo disfruto.

Esta confesión quizá te preocupe querido lector o te haga sonreír. Es algo que convive conmigo últimamente. 

Voy a dejarme llevar, casi me alegro cuando surge una nueva canción, que me ameniza mis viajes de ida y vuelta al trabajo, las esperas en médicos, restaurantes o cines. Tengo un hilo musical interior con cierto toque melancólico.

¿Cual será la próxima canción? No lo voy a forzar, cada recuerdo surgido de manera espontánea me evoca una situación pegada a esa música. Revivo píldoras del pasado.

¿Te pasa a ti?

Da igual, me quedo siendo así de raro. Me hago gracia a mí mismo.

31.12.19

Noventa y tres años

Eulogia se mueve con dificultad, sus noventa y tres años pesan, frenan, cansan. Arrastra los pies enfundados en unas zapatillas ortopédicas modelo monja. Cómodas, el diseño no es importante. Las clientes adoran la comodidad y su facilidad para poder calzarse y descalzarse sin mucha ayuda.

Un temblor insistente en sus manos baila la taza en el viaje desde el armario de la cocina hasta la mesa. Escasos metro y medio de riesgo.

El invierno duro y seco del centro de la península amanece con termómetros coqueteando con los negativos, una escarcha brillante en el horizonte desde su ventana de la cocina donde observa que comienza a levantarse perezosamente la espesa niebla mañanera. 

Las nueve y media de la mañana. Con estos fríos, para qué levantarse antes. No le conviene coger frío. Sus huesos desgastados agradecen el calor de la cama, alimentado con una manta eléctrica que le regaló su hija Lala el invierno pasado.

La taza llega a destino, toca el turno a la tostada. Su viaje desde la encimera, una vez ha saltado del electrodoméstico, hasta el plato en la mesa, baila que te baila.

Repasa meticulosamente sus viandas. Leche, café descafeinado, tostada, aceite, ajo, tomate, azúcar. Parece que está todo. La edad convierte al humano en un repasador de listas. Una vez sentada, levantarse por algo olvidado es un suplicio.

Enciende la radio, su fiel compañera. Es la hora de terminar las tertulias políticas. La aburren, no aportan nada, los que hablan de todo siempre son los mismos. Son capaces de describir la Apocalipsis más absoluta cada semana y al final, nadie se carga este país. Nos encargamos los demás con nuestros perjuicios, envidias y partidismos.

Eulogia solo busca entretenerse. Lo que más valora, las llamadas los oyentes para opinar sobre el tema propuesto en el programa. Hoy el tema propuesto invita a la escatología. Este Herrera siempre repite con lo mismo, le gusta. Cambia de emisora. Alterna por las mañanas Onda Cero y Cope, según el tema y por variar. Le gustan ambos uno por brillante y atrevido, el otro por ser de toda la vida y gracioso. Por las tardes amplía a la SER y deja Onda Cero, esa Julia no le gusta. Es muy roja y sectaria. No entiende qué hace en esta cadena. La noche se la entrega a Onda Cero.

Encuentra en el dial de rosca, con habilidad milimétrica la posición de cada una de sus emisoras de compañía.

El pitidos de las noticias de las once la recuerdan que hoy es un día especial, la boda de su nieta Rosa. No le apetece mucho, la verdad. Han insistido tanto, que no ha podido negarse.

Rosa se casa con un forastero, irlandés, al que conoció hace un par de años en esos estudios becados que hacen los jóvenes al finalizar la carrera. Beca de intención, a coste subvencionado al cien por cien por los padres de las criaturas. Al final, ¿Para qué? para que se enamore de un vikingo y se vayan a vivir a Alemania. ¿Qué se le habrá perdido a Rosa en Alemania?

Las once, en un rato vendrá Gloria, su peluquera. La asiste a domicilio. Las cosas de Lala. Si no viniera, iría con cualquier apaño. Total nadie se va a fijar en una vieja arrugada.

El timbre de la puerta la moviliza.
- Ya va.
Su caminar, cansado, es firme y llega con prontitud a la puerta para dejar acceder a Gloria.
- Pasa hija. A ver qué puedes hacer con mis cuatro pelos.
- Va a quedar Vd muy guapa Eulogia.

En medio del arreglo entra Lala, con su propia llave. Viene exageradamente peinada. La madre de la novia.
- Hija, recuerda que la protagonista en Rosa.

Lala se resiste a admitir que los hombres se fijan más en su hija que en ella. Con lo que ha sido ella. Su intención es ir deslumbrante. Sabe que es el día de Rosa. No se olvida del dicho que de las bodas, salen otras bodas. Si pudiera ella pescar un buen partido. Lleva sola tantos años que se le ha olvidado cómo se usa.

Diez años desde que se fue Manolo, encontró la felicidad en una Rusa. Pálida, rellena y siempre sonriente. Sasa, suena como chacha. Le duró poco, el tiempo que tardó Sasa en darse cuenta que el patrimonio y el dinero que manejaba Manolo, no era de él, sino de Lala. Intentó regresar, Lala no le dejó. Vete, no te quiero volver a ver. Hay días que echa de menos un hombre, pocos. Son muy básicos y ella lo que busca no lo hay. 

- Mamá, he pensado en venir a recogerte a las siete. Te llevaré en mi coche al Ayuntamiento.
- Lo que tú digas, hija. ¿Ayuntamiento?
- Sí, se casan por lo civil.
- Pues vaya. Entonces, ¿Para qué tanto arreglo? y las fotos, con lo bien que salen en la iglesia, tan bonita.
- Mamá, no quieren boda tradicional. Qué le vamos a hacer. Será como ellos desean.
- ¿Qué te vas a poner?
- Un vestido azul y los zapatos esos de color marfil.
- Ah. ¿Y pegan?
- Los he teñido del mismo color que el vestido. ¿Y tú?
- Cualquier cosa, ya veré. Seguramente el vestido azul marino.
- ¿El mismo que te pusiste el año pasado en tu cumpleaños?
- El mismo

Lala tuerce el morro, no le gusta que repita vestido. En las fotos va a parecer que es la misma fiesta. Calla la boca, sabe que su madre tiene años y mantiene intacta su capacidad de decisión y su genio.

-  Ya está doña Eulogia, ha quedado Vd muy guapa.
- Gracias Gloria, ¡qué manos tienes! Me has dejado muy bien, la verdad.
- Solo falta un poco de laca.
- Vamos a contribuir al agujero de ozono, vamos, dale juego a la laca.

El humo pegajoso de la laca se pega en los pulmones de Lala quien tose sin parar durante unos minutos. No puede con ese pegamento. Se asfixia. Se asoma por la ventana de la habitación de su madre, buscando oxígeno. El frío la calma.

Noventa y tres años. Y de boda. Noventa y tres. Mejor boda que funeral. En los últimos años ha ido a demasiados. Queda ella y Nuria, otra de su generación. Sorda y aburrida. Noventa y tres. El secreto de la longevidad española. Luchar contra el aburrimiento y la soledad. La boda le da carnaza para opinar y comentar en los próximos dos meses. Eso alimenta. Eso es vida. Si hay suerte, se queda embarazada y en un año tenemos bautizo. Necesita eventos sociales, le provocan pereza y le alimentan la vida.

Sale canturreando,  con su vestido azul marino, está contenta. El temblor de la mano se ha parado. Sus neuronas se activan. Se va de boda.

30.12.19

Tristeza

En el centro de la sala, rodeada de dos sofás de dos plazas y dos sillas, corona la estancia una mesa camilla. Con su faldón de tela imitando al terciopelo de color granate con flecos rozando el suelo.

La superficie está protegida con un vidrio grueso que a la vez mantiene visibles y sin dañar la colección de fotos que adorna la superficie de la mesa.

La reina absoluta de las fotos es su nieta pequeña, la alegría de la casa, la que más viene de visita, alegrando con su habla sin fin a la abuela Loli.

Loli cumple ochenta y nueve años este invierno, a penas se mueve ya. Su cadera fue reconstruida en dos ocasiones con sendas prótesis, más otra rodilla también de material. La artrosis le impide otra operación más, le dice su médico que es muy complicado a su edad y sobre todo en su condición.

Su larga y dura vida se dibuja en su cara, viuda con treinta y dos años, sin estudios, sin ahorros y al cuidado de tres hijas. Una de ellas, recién nacida. Amparo. La mayor, Lola, con doce se convirtió en la madre de las hermanas mientras Loli se ganaba la vida sirviendo en varias casas.

Una vida miserable, donde apenas se pudieron permitir algún lujo. La sonrisa desapareció de los labios de Loli. No recordó el significado de felicidad.

No aprendió a vivir, ni a disfrutar de la vida. Solo sobrevivía y lamentaba cada día de su mala suerte.

A los cincuenta años se quedó sola. Sus hijas se habían buscado otra vida. En principio se casaron, buscaron vidas diferentes. Aprendieron amargura y replicaron su visión de la vida. Amargaron a sus maridos y las dejaron. Una familia de solitarias amargadas y tristes.

Su hija pequeña, Amparo, se juntó años más tarde con otro hombre, un taxista gordo y soez. La hizo feliz al final de su cuarentena. Por un milagro de la naturaleza quedó en cinta. Esa fue la versión que contaron al mundo. 

Amparo y Luis, su taxista, se pusieron en manos de una clínica de fecundación para conseguir modelar un descendiente a tan tardía edad. Si lo había hecho AnaRosa, la de la tele, con cincuenta ¿Por qué no nosotros? 

A los ochenta y un años Loli fue abuela. La única mueca comprensible como sonrisa se le recuerda cuando salió del quirófano Luis con un paquete enrollado de tela con una niña roja producto del fórceps, fea como su padre y con los labios caídos en forma de U invertida como su madre y abuela materna.

Esos labios no están hechos para sonreír, son labios para amargar. Nació Agustina, Tina, en honor a su abuela paterna. La verruga con pelo sonriente que escoltaba orgullosa a su hijo.

Tina viene esta tarde con su madre Amparo a visitar a la abuela Loli, ya no se puede mover, con lo que ha sido ella de ir a todos los lados andando para no gastar ni un céntimo y ahorrarlos para sus hijas.

A la salida del colegio tras un paseo de escasos diez minutos, Tina llega con su madre a la casa de la abuela. La estancia huele a vieja, huela a rancio, a pis, a aburrimiento. La televisión está encendida todo el día, en Telecinco. Su intelecto no da para más. La entretienen los debates y cotilleos de los famosetes que diariamente dedican horas y horas a destripar la vida de otros que viven sustancialmente de salir en los medios.

Loli se encuentra especialmente molesta hoy. Le roza el pañal y le ha provocado una herida en la ingle. Ese picor no la deja descansar. El olor a pis la acompaña desde hace unos años, al no poder moverse tiene el paquete puesto durante todo el día. Por aquello del ahorro, elige los más baratos, menos confortables, aislados y efectivos. 

La marca blanca suele ser la peor decisión. Y en pañales está comprobado, mucha peor opción. 

La visita de hoy es para duchar a Loli. Amparo una vez a la semana ayuda a su madre en su higiene. Por mera insistencia, Amparo ha conseguido comprar una silla de ruedas para facilitar la movilidad a su madre, la misma silla les permite una ducha eficaz.

Tina se entretiene merendando y con los dibujos de la tele. Suele abrir la ventana para ventilar. No le gusta el olor de la casa, se le mete en el cerebro y tarda días en desprenderse. Ese olor se le quedará grabado como el olor de la muerte.

Loli se fue la segunda noche del año, sola, aburrida y meada. La vida que no supo vivir tampoco la supo despedir.  Mas que vida, fue duración. 

27.12.19

Tres hermanas en Navidad

Ana, Alicia, Asun Martín Gómez. Cierta obsesión con la letra A demostró José al poner nombre a sus hijas. Por aquellos años la costumbre era que el padre inscribía a los hijos según nacían, mientras la madre y los hijos seguían en el hospital tras el alumbramiento. Era la España de los años 60, cuando la dictadura aún se notaba fuerte y dictaba sus normas y costumbres junto con la jerarquía eclesiástica, colaboradora y cómplice del régimen. La alta mortalidad infantil de los años posteriores a la guerra, junto con la ideología imperante exigía bautizar a los recién nacidos casi de inmediato. No vayan a morir moros, decían. Por esta razón las madres no solían estar en los bautizos, se encargaba la familia y el padre que era el responsable de elegir los nombres. En aquella España la inscripción eclesiástica y la civil casi coincidían.

Ana, la hija mayor, hereda el nombre de su madre y abuela materna. Economista con una exitosa carrera en banca, en diferentes funciones y geografías. Está en los últimos años o meses de su carrera. La costumbre de prejubilar a los empleados de más de cincuenta y cinco años que desempeñan puestos caros de mantener. Siempre les sustituye un nuevo directivo con menor retribución. Cosas de la eficiencia.

Ana está desarrollando una antigua afición, la pintura. Dedica parte de su tiempo libre a producir lienzos con cada vez más elaboradas composiciones al óleo. El mes pasado se lanzó y organizó su primera exposición. Fue un éxito rotundo de presencia, el aforo de la galería se desbordó, gracias a las numerosas relaciones personales. También de venta, se arrepintió por ser tan prudente en la fijación de los precios de sus obras. Valoró por encima de la calidad de sus pinturas, el hecho de ser novata en el mercado. Le surgió la posibilidad de organizar una nueva colección para un galerista de renombre. Se casó de segundas con Luis. Un buen hombre, prudente que la hace feliz y nota.

Alicia, la segunda, muy independiente. Esencialmente  una hippie, vive en Ibiza en una comuna de artistas, consigue salir adelante gracias a su habilidad construyendo bisutería de muy buena calidad.  Empezó en mercadillos y vendiendo por la playa. Años después consiguió abrir una pequeña tienda en una de las calles peatonales del centro. Vive con su mujer, Marta. Una mujer muy poco femenina, tirando a fea, con el pelo corto, la voz ronca que la hace feliz.  A la familia le costó mucho darle acogida, no admitieron de buena lid las preferencias sexuales de la segunda hija. Vivir lejos, la permite evitar roces con su familia y las discusiones de Marta con su hermana Asun.

Asun, la pequeña y más alta. Se parece mucho a su padre José de quien ha heredado sus ojos verdes de gato. Guapita, simpática, amable y muy tradicional. Sin gran sentido de la reflexión, suele juzgar a los demás con un simple detalle, ya se encarga ella de rellenar la historia con su imaginación. Inflexible en sus juicios, cuando hablas con ella notas que te está juzgando. Siempre se equivoca en la relación con los demás, nunca lo reconoce y se embulle en un halo de inocencia vistiendo sus errores en exageraciones de los demás hacia sus comentarios. Desde el primer momento, chocó con Marta a quien le otorgó el papel de seductora que embaucó a Alicia. Nunca quiso reconocer que fue Alicia quien se ligó a Marta. Asun está casada con un pelele. Esteban. Con el paso de los años, nadie sabe cómo suena su voz. Nunca habla. Asun no le deja. No para de hablar.

La costumbre de la familia Martín Gómez es evitar la conversación, el ritmo de la convivencia está en la mano de Asun, de lengua peligrosa y muy dada a abusar de las bromas. El aperitivo se aliña con bromas y pullas de dudoso gusto, todo antes que dedicar tiempo las hermanas a ponerse al día.

El objetivo de Asun es doble, monopolizar la reunión, evitando las conversaciones lógicas que se esperan entre hermanas que solo se ven un par de veces al año y su segundo objetivo es sacar fotos continuamente para compartirlas sin parar por redes sociales. La apariencia de felicidad es más importante que saborearla realmente.

El veinticinco de diciembre, día de Navidad se juntan en casa. Ana madre y José han preparado un menú sencillo lleno de raciones de jamón, lomo, langostinos y salmón, de plato principal un pescado al horno, una urta, la especialidad de José. Sobra mucha comida, Ana y Alicia cuidan mucho su imagen, Asun come por las tres a mucha velocidad y sin parar de hablar.


En la comida repartió píldoras a todos, sin importarle los modos, la oportunidad o si ofende al increpado.

- Marta, te llamé y no me cogiste.

La cara de Marta, compungida, no entiende el ataque.

- No vi tu llamada. ¿Cuándo llamaste?. Se obliga a revisar su teléfono móvil. No veo tu llamada.
- Pues, ayer.
- ¿A qué número? No tengo llamadas. Si hubiera visto una llamada tuya te la habría devuelto.
- Te llamé para felicitarte. Me he enterado que has ganado un juicio.

Pobre Marta, abogada matrimonialista, tiene juicios cada semana y no conoce el concepto de ganar juicios en esta materia.

- ¿Ganar? ganar gano todas las semanas. ¿De qué juicio de estás hablando? ¿A quién conoces en Ibiza?
- Lo vi en una revista, un famoso constructor que te había contratado.
- Ah. Sí. Fue un acuerdo amistoso. No ganó nadie.
- Pues hija, para una vez que te llamo para felicitarte.
- Gracias Asun. Un detalle.

Asun cambia de escenario, le toca atacar a Ana por medio de Luis. Aprovecha que Ana se levanta de la mesa para preguntar a Luis sobre el hijo de Ana que ha decidido pasar las Navidades con su padre. Algo imperdonable para la mentalidad conservadora y prejuzgadora de los demás.

- Paco ha decidido ir a esquiar con los amigos de la universidad a Suiza. Y se ha acoplado a su padre unos días para conseguir alojamiento y financiación. Ana se la negó. No considera que sea la mejor manera de celebrar estas fiestas. De todas maneras, cuando vuelva Ana de la cocina, puedes preguntarla que te informará sin tanto misterio.
- Misterio ni qué misterio. Es que me extrañaba su ausencia y como Ana es como es...
- Y ¿Cómo es?
- Ya me entiendes.
- La verdad es que no. No te entiendo.

- Mamá, está todo muy rico. ¿Dónde lo has comprado?
- Los langostinos los ha cocido tu padre y el punto de  horno de la urta también. 
- Pues parece comprado.
Siente una leve patadita en el tobillo. Su Esteban no habla mucho, está avergonzado e intenta corregir las ansias de protagonismo negativo de Asun. 

José mira a su hija pequeña, su prudencia está siendo puesta a prueba. Es paciente, empático y conciliador. Hoy lo tiene muy difícil.

Luis se levanta dando pie a Ana a hacer lo mismo.

- Hablan en todos los periódicos del mito de los cuñados, los míos sois excelentes, no tengo queja alguna, más bien al contrario. Sois lo mejor. Os deseamos, a todos, lo mejor en estos días, nosotros nos tenemos que ir, queremos llegar al aeropuerto a recibir a Paco. Les daremos vuestros recuerdos, especialmente el tuyo Asun que no has parado de preguntar por él y te he visto muy interesada. Ana, José una comida excelente. 

Luis, se siente indignado por el ambiente creado las críticas continuas de Asun y el silencio cómplice de Ana madre. No le gusta sentir que no se valora a su Ana. Ni un comentario hacia su nueva obra de pintura, ni una sola muestra de interés. Recuerda que Ana le regaló un cuadro de la exposición, ni lo ha colgado de la pared. Está escondido. Tampoco ha notado intentos de vender cuadros a sus amistades, fueron a la inauguración de la exposición a comer y beber. Esperaban en una ilusión infantil que les regalara un cuadro, así por las buenas, no valoraron el trabajo de Ana, alucinaron con la afluencia al evento. Ana echó de menos encontrarse a los amigos de sus padres de toda la vida. Ni uno. 

Antes de la comida, se repartieron unos regalos. Hubo regalos para todos, salvo para Paco, ausente. Esas cosas, sabe Luis que le afectan mucho a Ana. No entiende el por qué esforzarse tanto en distinguir o en excluir.

Luis ha notado durante toda la comida el mal estar de Ana. No se lo merece y eso que siempre ha apoyado a su familia y sus hermanas. No entiende tanta frialdad, tanta lejanía, tan pocas ganas de conversar, solo reír y simular alegría. Está triste por Ana. Se siente triste él.

Siempre evitó la Navidad, no es su fecha preferida. Desde hoy, la odia.

Buen viaje, Joe

  Joe, simplemente Joe. Omitiendo, desde siempre, el rango familiar de tío. Recuerdo tu aterrizaje entre la familia cuando Ana, también sin ...