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27.8.22

El ático

 


Tres meses han pasado desde que Andrés se marchó, retiene en su memoria cada gesto guardado como si fuera un tesoro. Sus dos maletas y las seis cajas llenas de libros, la mochila que usa para ir al gimnasio colgada de sus hombros y el último movimiento girando la anilla en la totalidad de su circunferencia para liberar las llaves del apartamento que depositó en la bandeja que reposa sobre el mueble de la entrada. Su última melancólica mirada despidiéndose de la vida en común de los últimos cinco años y el cierre, con el cuidado que siempre ha tenido con todo, de la puerta. 

 

Para Lala ese cierre sonó como un portazo en su corazón, ella sabía que si le permitía irse se rompería todo. El sonido metálico le anunció que las puertas del ascensor se cerraban para bajar a Andrés a su nueva vida, solo en ese momento permitió que las lágrimas se liberaran de la presa de sus pestañas. 

 

No fue culpa de nadie o lo fue de los dos, se acumularon los detallitos sin importancia hasta que tomaron forma de incompatibilidad. Andrés quiere campo, sosiego, pocos amigos, largos paseos, tiempo de lectura. Lala prefiere playa, fiesta, televisión, música, baile y mucha familia alrededor, sentirse deseada a cada instante, ser la mejor y más guapa del universo. No pudo ser. Andrés echa de menos su piso de soltero en el barrio de las letras, un tercero sin ascensor decorado a base de estanterías repletas de libros y escaso mobiliario. Lala desea mudarse a un ático, adora el sol y envidia las terrazas amplias donde poder tumbarse para dorar su piel hasta el límite salubre aconsejado por los médicos. También una terraza grande le permitiría organizar fiestas y barbacoas con amigos.

 

Tres meses después del portazo toma la decisión de dar un giro a su vida, visita la inmobiliaria del barrio con la ilusión de encontrar el ático de sus sueños.

 

–Un ático no es buena idea. Es el piso más caluroso en verano y el más frío en invierno. Con el clima que tenemos en Madrid, es difícil que puedas disfrutar de la terraza más de mes y medio al año. Además tienen un sobre precio que no justifica sus vistas– se recuerda Lala una conversación al respecto que tuvo con Andrés.

 

Una semana más tarde la inmobiliaria le había concertado tres visitas a pisos de última planta que coincidían con sus deseos. Es el momento de concederse su capricho y comenzar a dar una vuelta a su vida y a sus sentimientos.

 

Al final de cada visita sonaba en su cabeza el mismo portazo virtual que sintió en el corazón cuando se marchó Andrés. Los tres pisos son magníficos, con terrazas amplias y llenas de posibilidades para decorar. Ese maldito portazo llena de dudas su decisión. 

 

Una rabia interior la anima a comprarse el más caro, será su particular portazo contra el triste de Andrés y una nueva perspectiva de vida para ella. La luz que entra por el ventanal de la sala de estar la enamora al instante, sus dos fachadas al este y al norte le permitirán amanecer con el sol y atardeceres más frescos en verano. 

 

La dueña de la casa, encantadora y sonriente, no deja de acariciarse su barriga de ocho meses y mientras enseña cada rincón de su vivienda en venta, le cuenta que ha decidido mudarse porque prefiere vivir con su hijo en una casa con jardín, que su momento de ático ya pasó. Lala no cae en la cuenta en que la vendedora viste un grueso jersey de lana, pantalones y zapatillas de deporte. Excesivo para ser principios de octubre. El piso en sí es pequeño, con una terraza de ciento cuarenta metros cuadrados, el apartamento apenas llega a los ochenta. Pierde metros habitables respecto a su actual apartamento, no le importa porque está sola. Lo mejor de la casa sigue siendo la terraza.

 

Seis meses después del portazo, Lala intenta acomodarse en el sofá arropada con una manta gruesa mientras repasa mentalmente una lista de mejoras en el aislamiento de la vivienda. Ventanas de puente térmico, doble tabique y evaluar cómo aislar el techo de las inclemencias del invierno. La nevada de la semana anterior la ha dejado agotada. Mucha era la nieve que ha tenido que retirar de su terraza en cuanto le informó su vecino de abajo del peligro de provocar goteras y manchas en su casa tal y como pasó en las últimas nevadas. Además aprovechó para censurar su costumbre de bailar al ritmo de la música alta. La terraza de Lala coincide con las habitaciones del vecino de abajo que se ha cansado del bailoteo con los pies descalzos de Lala.

 

Largo se le antoja que aparezca el mes de mayo para disfrutar de su amada terraza. Ha repasado multitud de páginas por internet de tiendas de muebles y ya tiene una idea bastante clara de la decoración que hará resplandecer su terraza. Las baldosas de la terraza necesitan cuidados especiales tras las inclemencias del duro invierno, su vivienda construida hace más de cuarenta años reclama un cambio en la impermeabilización del suelo de la terraza y nueva superficie, más duradera, más mona y mucho más moderna.

 

En el mes de junio la primera hora de calor que achicharra sus planes de disfrute de la terraza, se ve obligada a refugiarse en el minúsculo salón bajo el chorro del aire acondicionado. En invierno, para completar a la calefacción instaló un aparato de aire acondicionado de frío y calor. Durante los meses de días cortos utilizó más de lo que había imaginado la bomba de calor y ahora en verano huye del bochorno bajo la misma máquina buscando el fresco que no encuentra en el exterior.

 

Un año después del portazo, visita la inmobiliaria, necesita un cambio de vida y un piso conformable que no la arruine con el gasto de energía, algún metro habitable más y sin terraza que cuidar y limpiar de nieve.

 

Puto portazo. 

4.8.22

Deseo

 



Tres pares de ojos negros, brillantes, vivaces y llenos de deseo escrutan al fruto prohibido tras la valla de piedra. En ningún momento se permiten perder del campo de visión su bien más deseado. El resto de sus sentidos confirman que están solos y nadie les observa.

 

Las tres respiraciones se acompasan a un ritmo expectante, los pechos se inflan haciendo fuelle a ritmo de carrera. El labio superior prueba el reconocible sabor salado de las perlas que resbalan por el bigotillo, apenas afeitado un par de veces. Las manos resbaladizas buscan alivio a su humedad frotando las perneras a la altura de los muslos. Una risita silenciosa como un hipido se oye entre dientes como un susurro.

 

Tras la ducha esa piel, hecha para abrazar y acariciar, está totalmente llena de gotas de agua que encuentran su camino descendiente ayudadas por la gravedad marcando su camino como una caricia húmeda infinita. El tercio superior, con su zona más carnosa, pide a gritos unas manos fuertes que colmen su contorno. El agua descendente concentra todos sus itinerarios en la oquedad oscura.

 

Los tres mirones se organizan en función a lo que se espera de cada uno de ellos, el más lanzado apuesta por saltar la valla e ir hacia ella. Los otros dos no se atreven a moverse, dejan al más decidido la responsabilidad del contacto.

 

Los dos pares de ojos vigilantes no pierden detalle a cámara lenta, no sabrán calcular el tiempo, para ellos será eterno, para el corredor apenas son cuatro segundos. Con un salto salva la valla y aterriza con ambos pies sobre el terreno plantado de hierba cuidada, calcula que solo cinco zancadas le separan de su objetivo. 

 

Al fondo se oye una voz grave y profunda del dueño de la finca que baja los cuatro escalones que separan el porche de la vivienda de su jardín con intención se expulsar al invasor y defender su bien más preciado. En su mano, un cuchillo que reposaba sobre la mesa junto a una jarra de limonada.

 

La velocidad del invasor se impone, alcanza su objetivo, su mano aprieta el trofeo que se mantiene húmedo y fresco. Retrocede hacia la valla, al lugar donde sus compañeros han abandonado huyendo del cuchillo que agarra el enfurecido dueño de la finca. Salta la valla con agilidad y al sentirse seguro fuera del alcance del energúmeno con el cuchillo amenazante clava sus dientes en el fruto prohibido. Nunca una manzana había sido tan sudada.

10.7.22

De hoy no pasa


 

Sofía recorre con la mirada el dormitorio. Sentada sobre la almohada con la pierna derecha cruzada apoyando el pie cerca de la rodilla de la pierna contraria. Espalda recta sobre el cabecero de madera de la cama. Madruga, un desasosiego antiguo la visita cada pocos días, el recuerdo de una tarea pendiente que no termina de culminar.

 

A su derecha, estirado todo lo que le permite su anatomía, Alfredo. En su momento fue guapo, seductor e irresistible. Los años le han criado una tripa prominente que dobla el volumen de su cintura, poco pelo en la cabeza, canas en el pecho y las uñas de los pies descuidadas. Eso fue desde que perdió vista y ahora fía la pedicura al calendario. Un aviso del móvil cada cuatro sábados le recuerda su sesión de contorsionismo imposible. Semejante estómago le impide doblarse como necesita para utilizar con precisión el cortaúñas. Sofía nota que bajo la barriga, un bulto morcillón lucha por sobrevivir donde el recuerdo sitúa despertares hinchados de poder, de eso hace casi veinte años. Alfredo ya ni recuerda aquellas sensaciones por domar la erección mañanera. Un desperdicio de ser en decadencia. El hijoputa ronca como un oso cavernario. Sofía no recuerda en qué momento llegó a acostumbrarse a ese nivel de decibelios con ritmo que preceden angustiosos minutos de ahogamiento. Una apnea incurable que para aliviarse debe perder más de veinte kilos.

 

–¡Qué ser! Le dejo. No le soporto más–. Me repito mentalmente. Sábado, encima hoy me vendrá a buscar, ya son demasiados días excusándome con cansancios, dolores y sueños. Hoy se le alinearán los astros. Hubo momentos que en cuanto me tocaba me encendía la mecha pirotécnica hasta llegar al castillo de fuego y placer. Siempre ha sabido dónde, cómo y el momento adecuado para pulsar cada tecla de mi cuerpo. La caída de las hojas del calendario olvidó la mecha y los fuegos artificiales. Tras tantos años compartiendo lecho, ahora, cuando me toca es como si me tocara yo misma, descubres que sus manos son las tuyas, su respiración es la tuya, su ritmo es el tuyo. Alfredo es muy efectivo, domina el orden, el dónde, el cómo e incluso el cuánto. Al final siempre llega a la diana, tengo premio, sí, sin sorpresas ni emociones. Cumple y no me quejo, a mí me toca corresponderle y de esta manera renovamos el pacto de convivencia por unas semanas más.

 

Y eso toca hoy. Pero no quiero renovar. Quiero dejarle, como he deseado durante toda la vida. Soy muy tonta, lo reconozco, me dejo llevar y por complacer a todos navego sobre la ola de la vida de los demás surfeando sin caer jamás. ¿Y si a mí lo que me gusta es bucear en la vida? Pasan los años y mi vocación por agradar la vida a los demás hipoteca la mía.

 

Veintidós años hace que terminé mis estudios y regresé a Alicante tras unos años de libertad en Madrid donde conocí a personas muy interesantes y algún que otro escarceo amoroso que me alegró la estancia. 

 

Durante el trayecto en autobús repasé mentalmente los argumentos para armarme de razones y dejarlo con él. La distancia y los contactos esporádicos habían dilatado un noviazgo vacío donde dos personas tan alejadas en lo fundamental se reunían durante las vacaciones y algún fin de semana para beber y pasear con la pandilla de siempre, follar precipitadamente antes de dejarme en casa de mis padres para regresar, el domingo, yo sola a continuar mis estudios de biología en Madrid.

 

Una vez desciendo del autobús, en la dársena, un grupo de adolescentes veinteañeros montan jaleo con pancartas y globos con mi nombre escrito. Disfrazados tras unas gafas de plástico con narizota incorporada y bigote el grupo corea mi canción favorita. Alfredo ha movilizado a la pandilla al completo para darme un recibimiento festivo, han sido cinco años muy largos para él.

 

Esa tarde no pude descansar, tras dejar la maleta en casa, me dejé llevar y la fiesta se prolongó hasta el amanecer. No pude dejarle, no era el momento. Mal dormí en mi cama de siempre dando vueltas sin poder conciliar el sueño y repitiéndome los argumentos para romper con él. No es tan difícil, me repetía.

 

Me desperté a la hora de comer, tras el poco descanso y la mucha humedad de mi tierra a la que había dejado de acostumbrarme tras los años pasados en Madrid, descubro mi imagen en el espejo y me saludan unos ojos saltones como los de una rana. Mi alma luchaba por regresar a la almohada buscando el sosiego y la paz que tanto anhelaba.

 

–Sofia, ahora tendrás que organizarte la vida ¿no?

–No me marees ahora, mamá. Terminé el último examen ayer, dentro de unos días me organizaré para empezar a buscar trabajo. No voy a quedarme aquí para siempre.

–Claro, hija, claro. El sábado nos ha invitado a comer Elena, la madre de Alfredo. Entre las dos tenemos muy avanzado el plan de la celebración de vuestra boda.

 

No me lo podía creer, el plan de mi madre consiste en encerrarme en un matrimonio que está muy lejos de mis planes vitales. Ella sigue detallando su plan de la celebración mientras mi cerebro busca un rincón de paz lejos de todo eso. Miro a mi padre buscando apoyo y le encuentro embobado centrando toda su atención en mi madre. No tengo salida. No me voy a casar, si le voy a dejar. Luego pensaré cómo solucionar este disgusto a mis padres, con la ilusión que tienen por verme casada. 


Me gustaría que tuvieran ilusión por verme feliz o incluso que me preguntaran mis deseos antes de darlos por conocidos. Claro que cinco años de viajes para coincidir con Alfredo a ojos de los demás es una demostración de amor incondicional. El muy cabrito solo en dos ocasiones se le ocurrió visitarme en Madrid, cuando está a la misma distancia.

 

Mi madre sigue relatando su plan de mesas, menú, vestidos, banda de música, etc. Lo tiene todo muy pensado, ha diseñado la boda ideal que le hubiera haber tenido a ella y que no pudo ser por casarse casi en secreto repudiada por su familia por elegir a un hombre de mala reputación. Si mi padre es un bendito...

 

La dejo con la palabra en la boca para refugiarme en mi habitación, necesito pensar cómo dejo a Alfredo antes de que todo esto se salga de madre.

 

Un nuevo ronquido me despierta de mis recuerdos, las siete de la mañana, los riñones me duelen por la postura. Veintidós años han pasado y no hay ningún día que me olvide de recordarme que tengo una tarea pendiente, dejarle. 

 

Hada, mi perrita, nota que estoy despierta. Me aguarda en el pasillo, justo en la puerta de mi habitación que tiene prohibida traspasar. Con su carita graciosa, espera paciente que me dirija hacia ella para el paseo matinal. Es la única que me entiende, la que me defiende cuando discuto con Alfredo y es la única que se atreve a ladrarle.

 

Está decidido, hoy le dejo. Recupero la horizontalidad, abrazo la almohada y entro en el mundo de los sueños. El lugar donde siempre estoy sola y se me ve sonreír. Un mundo donde no existe Alfredo, solo yo. La semana que viene es nuestro aniversario, quizá no es el momento más oportuno. Vale, le dejaré dentro de diez días, está decidido.

 

 

 

 

2.7.22

Esperando a las musas



 

El atardecer se hace de rogar, Los días de finales de junio se hacen eternos, tanta luz con ese exceso de claridad me aturden. Necesito entrar en la hora bruja, cuando las palabras se unen por la magia de la estilográfica. Desconozco la razón por la que las musas solo me visitan en la noche abandonando mi inspiración con los primeros rayos de luz en la mañana. El verano me priva de creatividad, consecuencia de tener pocas horas nocturnas durante el periodo estival.

 

Asomado a la terraza con vistas al mar, anhelo el momento en que el sol se vuelve naranja tras el horizonte provocando el inicio de esa brisa agradable que necesito para aliviar estas temperaturas.

 

Mantengo la mirada fija en el horizonte tras unas gafas oscuras, calculo que faltan menos de cinco minutos. El aire, todavía un tanto caliente, comienza a mover las banderas izadas junto a la piscina del hotel. Siento la vibración de la estilográfica impaciente por librarse de su capucha para dictar la magia y completar ese mundo imaginario que rueda alrededor de mi cabeza sin conseguir ordenarse hasta que la oscuridad domina el mundo y bajo la tenue luz del flexo relleno las hojas del cuaderno.

 

La trama avanza junto con los personajes que viven y mueren por amor a esa historia que agoniza. Cada libro necesita para ver la luz un embarazo por su duración y por los picos hormonales que me provocan. Este libro se terminará con un final desgarrador, quiero sorprender a mis lectores y finalizar la novela de manera diferente a las anteriores.

 

Y tras el proceso de creación llega el trabajo, vender el manuscrito a las editoriales, esperar que se lo lean, lo valoren, les guste, negociemos condiciones económicas, campañas publicitarias y estar disponible durante semanas para la promoción. Escribir es un placer doloroso, lo que llega después es un trabajo largo y agotador. Cuando el arte se acaba, nace la obligación. Ganas me entran de guardar el manuscrito en el cajón y olvidarme del proceso posterior que demuestra que el que menos valor tiene en la cadena es el autor. ¿Un euro por ejemplar vendido?, ¿acaso ese euro paga el esfuerzo creador?

 

Mi solidaridad con los trabajadores del campo que tras un año cultivando y cuidando de su siembra, venden el fruto de su cosecha por muy poco dinero para ver posteriormente expuesto su producto en los mercados a un precio muy superior.

26.6.22

El peinado de los superhéroes

 


–Pelón, a ver cuándo te crece el pelo... –Miguelón, el fuertote de la clase, siempre tan envalentonado cuando nota que es el centro de la atención.

–¡Chupa Chus!... –Ahí viene Cristóbal, siempre fiel a Miguelón, haciéndole los coros y riéndole las gracias. Por su cara marcada por el acné, tan profundo y repetido que le llaman El lentejas.

–¡Calvete!... –Ese es Juan, un chico bajito y débil al que tratan como si fuera la mascota del grupo de abusadores de la clase. Pequeño e insignificante pero con la habilidad suficiente como para hacerse imprescindible para Miguelón. Le hace los deberes e incluso le regala cada día su bocadillo de la merienda a cambio de seguridad.

 

Me llamo Luis y sí, soy el centro de sus burlas. Durante una temporada decidí ocultar mi cabeza bajo una gorra con visera, me daba seguridad y me abrigaba, además de evitar las miradas curiosas y maliciosas de los demás. 

 

Recuerdo el día que mi padre me afeitó la cabeza con una maquinilla. Me explicó que el tratamiento que me iban a dar en el hospital haría caer mi pelo a jirones y me dijo que siempre es mejor decidir por uno mismo antes que dejarse llevar por las circunstancias.

 

Me hizo gracia la cara que se me quedó y lo suave que tenía la cabeza. Parecía otro niño. 

 

Al día siguiente, en el colegio, fui la novedad. La tutora, sor María, explicó a mis compañeros en qué consiste mi enfermedad y que mi nuevo estilo es el peinado de los súper héroes. Esos que siempre luchan hasta vencer. 

 

Todo bien hasta que me cayó la primera colleja de Miguelón y su risa forzada inició la etapa de persecución.

 

Tres meses han pasado desde entonces, alterno las temporadas de los ciclos, con temporadas donde todo me duele. Esos pocos días falto de clase y cuando regreso siempre estoy más cansado y débil. La mayoría de mis compañeros se preocupan por mí, lo veo en sus miradas y en lo cuidadosos conmigo que son durante los juegos. Excepto Miguelón y su cohorte que llenan sus existencias martirizándome con sus comentarios y bravuconadas.

 

Una tarde de esas que regresaba triste del colegio porque no entendía por qué se metían conmigo, mi padre me llevó con él a su mesa preferida, me enseñó un billete de veinte euros y me preguntó:

 

–¿Cuánto vale este billete?

–Veinte euros, papá.

 

Mi padre arrugó el billete con la palma de su mano hasta convertirlo en una bolita.

 

–Y ahora, ¿cuánto vale?

–Veinte euros. –contesté.

 

Mi padre empezó a golpear con el puño la bolita hasta que la aplastó.

 

–¿Y ahora, cuánto vale?

–Lo mismo, veinte euros.

–Pues como tú, hijo. Vales mucho más que veinte euros. Por mucho que te empujen, maltraten o peguen, valdrás siempre mucho. Ningún golpe o insulto te hará perder valor. No quiero que pienses que no vales, seguramente esos compañeros que se meten contigo les puede el miedo y saben que tú vales más que ellos. Recuérdalo.

 

El pasado viernes, me tocaba nueva sesión de quimio, llegué a la planta de oncología infantil con algo de adelanto respecto a mi hora de cita. Mi madre me deja ir solo, como a los mayores. Ella me acompaña hasta el ascensor. El recorrido hasta la sala lo hago yo solo, valiente y seguro. Noto en mi espalda la mirada de mi madre orgullosa desde la lejanía y como me contagia valor y determinación. Siempre me acompaña una mochila donde guardo el libro que me estoy leyendo y un estuche de colores junto a un cuaderno de dibujo. Me gusta pintar mientras me inyectan esos líquidos, me ayuda a olvidar donde estoy.

 

Saludo a Lucía, Tomás y Juan, los tres mosqueteros con los que comparto sesiones y risas. Lucía tiene la piel azul, demacrada y ojos cansados. Siempre la verás sonreír. Tomás con sus cejas pelirrojas y sobrepeso, siempre nos hace reír con sus historias y ocurrencias. Y Juan, alto y muy delgado, tan callado como siempre, habla con la mirada.

 

–Tenemos compañero nuevo. –me dice Tomás.

–¿Dónde está?

–Con la doctora, ahora sale. Le he visto llorar.

–Tendremos que ayudarle entre todos ¿no? – digo mirando a Juan, quien asiente con su mirada.

 

El sonido de la puerta del despacho abriéndose se acompaña con los pasos de un grupo de personas, se adivinan tres adultos y un niño.

 

–Mira, te voy a presentar a tus compañeros. – dice la doctora.

–Aquí están los luchadores, Lucía, Tomás, Juan y Luis.

–Hola, Miguel. – Alcanzo a decir.

–Veo que os conocéis. – Dice la doctora.

–Sí, somos compañeros de clase en el colegio. –Respondo mientras acojo la mirada llena de miedo de Miguelón. –Bienvenido, aquí nos ayudamos entre nosotros. Somos un equipo de luchadores.

 

Desde ayer lunes, en clase, ya somos dos con el peinado de los súper héroes. Nunca más se repetirán las bromas y los insultos. Ahora resulta que el fuerte soy yo. Los calvos estamos de moda.

17.6.22

Conciencia ecológica


En las paredes de la habitación apenas queda hueco libre para colgar fotos, cuadros o algún nuevo póster. Preside sobre la cama un enorme póster firmado por WWF con fotos de los grandes mamíferos africanos: león, elefante, rinoceronte, hipopótamo y búfalo.

 

La conservación del planeta está tan arraigada en su conciencia que no puede comprender las actitudes despreocupadas con la casa común del resto de sus semejantes. 

 

Paneles solares, bicicleta para trasladarse en la ciudad, ropa sin tintes dañinos, seis cubos seis para reciclar la basura. Economía circular en cada una de sus decisiones. Se siente como un predicador en el barrio. Sus vecinos le aceptan con su ideología y excentricidad, es la nota diferencial en el barrio residencial. El típico pijo progre responsable de la nota de color entre tanto coche de alta gama, corredores de fin de semana, torneos de pádel y barbacoas con mucha cerveza en los jardines. 

 

Sobre la puerta de su casa, jugando con el 3 del número asignado en el callejero, tres nuevas cifras talladas en madera teñida de rojo muestran el número 2030. Un intento por recordar a sus vecinos la Agenda 2030 promocionada por Naciones Unidas.

 

Contrario a cualquier forma de caza por motivos lúdicos, no comprende la fiesta taurina ni las granjas de cría intensiva ya sean las de producción de carne o huevos, como las de producción de pieles demandadas por la industria de la moda de lujo.

 

En su casa no encontrarás insecticidas químicos, ni limpiadores químicos agresivos ni jabones líquidos para lavar platos tan comunes en el resto de los domicilios. Cuida hasta el último detalle para elegir siempre la opción menos contaminante.

 

Esta noche ha sido la peor durante la ola de calor de la última semana, ni un soplo de aire caliente. Sus vecinos, con las ventanas cerradas, utilizando masivamente los compresores de aire acondicionado. Él, con las ventanas abiertas, descalzo con los pies en un barreño de agua fría con cubitos de hielo y un abanico apenas consigue calmar el fuego. Treinta grados a medianoche, una barbaridad.

 

Decide irse a dormir, mañana tiene un día complicado por delante y necesita descansar, si lo consigue con estas temperaturas. Desde niño tuvo facilidad para dormir, según apoya la cabeza en la almohada el ritmo de su respiración baja delata que está dormido.

 

Dos de la mañana, veintiocho grados, el sudor empapa su camiseta de algodón ecológico. Un breve sonido le pone en alerta, reconoce la vibración mientras intenta volverse a dormir mientras mueve sus brazos igual que las aspas de un molino. Otra vez y otra. Tiene la sensación de que el ruido molesto se le ha metido dentro del oído. Manotea de nuevo. Definitivamente el sueño se ha perdido. Desvelado por completo repite sus protocolos tradicionales para volver a dormirse. Meditación, control de la respiración, relajar músculos de la cara, de los brazos... Y el puto zumbido otra vez. Le desconcierta obligándole a realizar mayores esfuerzos para concentrarse en conseguir la relajación necesaria para recuperar el sueño. Nuevo zumbido cerca de su oreja izquierda. Repite el manoteo, abre los ojos. El despertador le avisa, son las cuatro de la mañana.

 

Calor, sudor, zumbido y despierto del todo. Se revuelve en la cama buscando acomodo. No existe sensación peor que la de desear dormir sin tener sueño. Nuevo zumbido, esta vez, ha notado algo. Sin duda, es el subconsciente. Cuatro y media, todo igual. Verás mañana, piensa.

 

Manotea tras el sonido sin conseguir espantarlo. 

 

De repente, nota algo en su tobillo, su zona más sensible desde que le operaron tras un atropello. Coordina un movimiento brusco, una palmada en la zona con la mano abierta. Suena como el primer aplauso que anima al público asistente en los programas de televisión.

 

Se terminan los zumbidos, la noche recupera su calma, la ausencia de viento que alivie las temperaturas mantiene el bochorno en todo lo alto. En su palma un punto rojo. Sangre.

 

–Te maté, hijoputa. 

 

Su conciencia contraria a la cacería no aplica en este caso. Un mosquito menos. Las cinco de la mañana, los sesenta minutos que le restan de descanso antes de que suene su despertador los piensa aprovechar. Mientras tanto, en la oscuridad, tres habones crecen dibujando en su pierna el recorrido seguido por el puto mosquito para su alimentación, el insecto ha tenido una excelente última cena.

 

La naturaleza dicta la ley del más fuerte. Esa palmada altera el ecosistema planetario, la comida de otro insecto más grande, de un pez o de una rana se ha quedado estampada en la palma del vecino que ha recuperado su sueño.


El efecto mariposa dice que si en un sistema se produce una pequeña perturbación  inicial por efecto de la amplificación, generará cambios a medio o largo plazo. Mañana la conciencia ecológica le hará meditar la consecuencia de su acción. Ahora descansa, aliviado y tranquilo, aprovechando la hora de regalo conseguida. ¡Puto mosquito!

10.6.22

Bendito y maldito juego.




La pequeña brisa mece los vellos al descubierto bajo los pantalones cortos de color azul marino a juego con el polo de manga corta marca Adidas, regalo de cumpleaños de su hija Natalia. Una buena ración de protector solar aliña la piel y acartona su cutis. Los primeros pasos resuenan sobre la gravilla camino del punto de salida.

Camaradería y jolgorio entre amigos unidos por el deporte al aire libre, confidencias y luchas para matar el estrés de sus ocupaciones diarias. Por delante cuatro horas y media para repasar sus matrimonios, los hijos, los baches profesionales, las últimas visitas a los médicos y comentarios valorativos sobre el físico de alguna conocida que ha incrementado su talla y con ello cambia de adeptos. Unos prefieren poca chicha y otros, en cambio, babean por un contorno panderetón.


El campo, un tanto dejado de cuidados, muestra su imagen con la hierba amarilleando por el exceso de sol, alguna epidemia o la escasez de riego. Los laterales de la calle de juego están perfectamente delimitados por una tupida red de hierba frondosa y alta. Ese manto de hierba alta motiva a los jugadores a afinar su puntería obligándoles a buscar la calle en cada golpe.


Miguel lleva ido tres hoyos, no consigue encontrar el ritmo adecuado para golpear de un modo eficaz la bola. Intenta gobernar su frustración minimizando, en su mente, los errores cometidos durante los primeros hoyos. Dos meses sin tocar los palos le han roto la regularidad y tras varios fallos, inhabituales en él, las dudas comienzan a dictar su desánimo. Es un juego cruel, donde luchas contra ti mismo, contra tu propia estadística, el campo, el clima y los elementos.


Intenta analizar sus errores, demasiado efecto o poco recorrido o golpeo por encima o muy a la izquierda, etc. Lo que incrementa su inseguridad es fallar con los hierros en calle, precisamente sus palos preferidos y donde, hasta ahora, había basado su juego. 


Tras una hora y cuarto sufriendo se reconoció en el hoyo cinco, por fin, un golpe correcto al que siguió otro extraordinario. Por alguna razón, dejó de pensar y el cuerpo recuperó las posturas y giros de manera instintiva. Nada mejor para el juego que dejar de pensar y olvidarse de vigilar cada movimiento. Regresan las sensaciones positivas, el fallo con el putt final no ensombrece su recorrido de resurrección. Comienza a recordar sus sensaciones guardadas tras repetir hasta el infinito los nuevos golpes enseñados por Dani, su paciente profesor de golf.


Aprender a jugar golf es igual que estudiar idiomas, necesitas una vida eterna para dominar un nivel aseado que te permita moverte por el mundo. Décadas de academias y fórmulas para chapurrear inglés sin un avance claro. Hasta que llegas a ese momento en el que te hartas de re-aprender cada año y te dejas llevar. ¿Acaso no entendían a Jerónimo, el famoso piel roja, los soldados azules de la caballería cuando les hablaba en infinitivo? Comunicar para ser comprendido por encima de la perfección académica del uso de la lengua libera de presión al parlante. Con el golf ocurre algo semejante, años probando para terminar repitiendo los mismos errores interiorizados a fuerza de errar con la danza. Mucho que controlar, el movimiento, la cintura, la cabeza, el hombro derecho, la posición de las manos y encima mandar la bola donde quieres no donde a ella le apetezca ir. El día que aprendes a estar cómodo con el juego olvidando la perfección ocurre la simbiosis perfecta, campo, cerebro y cuerpo bailan la danza ancestral del disfrute y paz consigo mismo. Cuatro horas y media de camaradería, ejercicio, brisa, sol y felicidad.  Miguel no pide más, cuando termine los dieciocho hoyos y celebre con un vaso bien frío de cerveza el recorrido por la hierba verá el mundo desde otra perspectiva, con ánimo reforzado y una amistad consolidada.


Bendito y en ocasiones, maldito golf.

21.5.22

Huida



 

Lucía nota una mirada clavada en su hombro derecho, cautiva y atrapada por ese hilo invisible que une su cuerpo y el del mirón. No se atreve a darse la vuelta para descubrir quién la sigue con tanto interés.

 

Lleva dando vueltas por la ciudad sin rumbo fijo sintiendo cómo le falta el oxígeno, el estómago está encogido desde el momento en que notó esa mirada. Huye al ritmo de su respiración entrecortada, nota el sabor salado del sudor que le resbala desde el nacimiento de la frente y que en su camino descendente acaricia brevemente sus labios abiertos que buscan desesperadamente el aire que se le niega.

 

Gira a la derecha por un callejón peatonal en dirección a la calle Preciados, confía sentirse más segura entre la multitud, ansía el contacto humano y sentirse arropada entre tanto semejante. El escaparate de una tienda de zapatillas deportivas le devuelve la imagen de una mujer menuda, extremadamente delgada, pelo corto a la altura de los hombros, ropa humilde y ¡esos ojos! 

 

Es ella, lo sé. –Piensa Lucía mientras continúa su huida hacia la estación de metro más transitada de Madrid.

 

Baja la calle Preciados al ritmo más rápido posible entre la multitud. El contacto intermitente con los viandantes le transmite seguridad. Calcula mentalmente la distancia a su objetivo, el metro de Puerta del Sol, doscientos, ciento cincuenta, noventa metros...

 

Me es familiar, me recuerda a alguien de mi pasado. Pero ¿a quién? –Lucía se añade presión a la ansiedad como perseguida, intenta recordar quién puede ser la flaca.

 

Por fin en el metro, baja con rapidez las escaleras mientras con habilidad sus dedos localizan en su bolsillo del pantalón el abono transporte que valida con agilidad para pasar el torno de acceso y se dirige al andén de la línea 2. No necesita mirar hacia atrás, nota en su hombro el hilo que le conecta con la mirada penetrante de la flaca.

 

El panel luminoso informa que el siguiente tren parará en unos instantes, en la boca del túnel se nota la iluminación que precede a la máquina. Las personas que esperan en el andén se posicionan donde saben que suele quedar las puertas de los vagones. Lucía nota que la mirada perseguidora que la sigue espera desde un par de puertas más adelante en el sentido del recorrido.

 

Una marabunta de viajeros desciende del tren, dirigiéndose en un orden sin filas definidas hacia el corredor central que sirve de distribuidor hacia otras líneas o hacia las escaleras que llevan al exterior. Una vez han salido los viajeros con destino Puerta del Sol, los que esperan en el andén se atolondran hacia el interior del tren, Lucía espera paciente para ser la última en subir, de reojo quiere reconocer la mirada de su perseguidora que hace exactamente lo mismo que ella, esperar a ser la última en subir. 

 

El pitido previo al cierre de puertas avisa a los viajeros de la inminente partida del tren, cuando las puertas inician su cierre, Lucía desciende al andén y nota que la perseguidora repite el movimiento. En el último instante, Lucía sube la vagón justo cuando la puerta se cierra. Tan apurado realiza el movimiento que ambas puertas automáticas le golpean en ambas caderas al cerrarse e iniciar la marcha el tren.

 

Sobre el andén, la flaca con ropa humilde sobre unos zapatos de cuero propios de una estación más fría, muy poco útiles en pleno verano. La mirada de la perseguidora pierde fuerza y el hombro de Lucía se libera de la conexión.

 

Cruzan las miradas fugazmente, la reconoce, sabe quién es. Han pasado muchos años desde la última vez que se vieron. Ella es la tristeza que la visita cada cierto tiempo para intentar amargarle la vida. La Melancolía, esa compañera tenaz que la persigue desde su niñez y a la que siempre consigue esquivar. Una vez más se ha liberado de su persecución. 

 

Apoya su espalda contra la pared del vagón, junto a la puerta, mira a su alrededor cómo decenas de humanos miran hipnotizados la pantalla de su teléfono y al fondo del vagón, una esperanza, una mujer sentada lee un libro. Todos ocupados en su mundo, juntos y solitarios a la vez. Lucía se siente vencedora, ha conseguido otra prórroga de felicidad. Es la única persona que sonríe.  

 

–Próxima parada, Ópera. –Se escucha por la megafonía del tren.

 

Se aparta un poco para permitir la salida de viajeros en esa estación, ella continua hasta el final de línea, en Cuatro Caminos, cuanto más lejos de esté de La Melancolía, mejor le irá. 

29.3.22

El doctor Tiempo

 


Rafael repasa con su mirada la colección de diplomas colgados en la pared, testigos de asistencia a seminarios, cursos e incluso dos licenciaturas, medicina y biología. Varios marcos con fotografías destacadas junto a jefes de gobierno, premios Nobel y actrices famosas. 

 

El doctor Semper famoso por cultivar buenas relaciones y con un sin fin de pacientes satisfechos, tiene la consulta en el barrio más exclusivo de la capital. 

 

Rafael, casi seis meses después de solicitar la cita, se encuentra paseando por la sala de espera obviando los cómodos sillones y la montaña de revistas culturales y de viajes ordenadas por tamaños en la esquina de la mesa de metacrilato que ocupa el centro de la estancia.

 

La sala de espera es amplia y luminosa con vistas privilegiadas a la avenida frente al parque más famoso del reino. El sol vespertino calienta una estancia cómoda y solitaria mientras Rafa recorre con la punta de su dedo índice las costuras que hacen dibujo en la tapicería de los sillones mullidos y acogedores, tapizados en colores verde y caqui, que son una invitación a tumbarse para dormir la siesta.

 

–¿Rafael Miranda? –le llama una mujer entrada en carnes y mirada cautivadora, cubierta con una bata de color blanco.

–Sí. –Responde mirando a su alrededor comprobando que se encuentra solo él en la sala.

–Puede pasar, el doctor Semper le recibirá, haga el favor de acompañarme.

 

Rafa sigue a la joven hipnotizado con el andar de la mujer y los instantes que sus curvas se insinúan a cada paso en la tela de la bata. Con la nuca al descubierto gracias al recogido del cabello sobre la coronilla que transmite, en su caminar, una fragancia dulce y sutil que le trae a la memoria sentimientos del pasado.

 

La joven llama con los nudillos antes de franquear el paso al paciente.

 

El doctor repasa en el ordenador la incompleta ficha de su nueva visita, así comprueba que se trata de su primera visita. Se levanta para recibir a Rafael con una sonrisa amplia y luminosa.

 

Rafa se sorprende al descubrir una persona joven, atlética, tez morena, pelo negro, manos fuertes y sonrisa perlada. Por un momento intenta recordar las fechas de los certificados colgados de la pared en la sala de espera. 

 

–Esperaba pasar consulta con el doctor Semper, padre.

–¿Mi padre? –ríe el doctor– mi padre nos dejó hace varios años y era mecánico. Salvo que usted tuviera alguna avería en su automóvil, me temo que tendrá que conformarse conmigo.

–¿Entonces?

–Comprenderá que yo mismo debo ser el primer ejemplo del éxito de mi tratamiento. Pase y siéntese, por favor.

 

La consulta se prolonga durante casi dos horas, el doctor Samper promete resultados contrastables como los ejemplos mostrados que demuestran la calidad de los tratamientos. 

 

El precio del tratamiento completo hace dudar a Rafael, supone gastar la totalidad de su fondo financiero ahorrado tras una vida entera trabajando. Además de los riesgos inherentes a cualquier tratamiento médico, que debe firmar para autorizarlo asumiendo los efectos negativos posibles. 

 

–Nos vemos la semana próxima, Daniela le confirmará la cita, recuerde todo lo que hemos hablado. La próxima consulta será la más importante de su vida. Hasta entonces. –Le despide afablemente mientras aparece la mujer de la bata sincronizando su presencia con el apretón de manos del doctor.

 

La tarde está agradable con la luz solar languideciendo mientras los pájaros animan la vida con su piar incansable en el inicio de la primavera. Rafael pasea meditando sus opciones con el recuerdo fresco de la interesante conversación con Samper. Tiene una semana para resolver un dilema, entrar en el exclusivo club de la inmortalidad o continuar con su vida común. Está en la edad límite para tomar la decisión, las probabilidades de éxito disminuyen drásticamente a partir de los cincuenta años, es ahora o nunca.

 

El club inmortal le ofrece un vida prologada siempre que renueve el tratamiento cada cincuenta años. Acompaña la oferta una solución para adaptar toda la documentación oficial cada vez que necesite actualizar su formación o situación personal. Volver a empezar profesionalmente con una experiencia vital privilegiada, conocer nuevos amores, crear nuevas familias, vivir nuevas aventuras, avanzar en conocimiento y habilidades, ser testigo del nuevo mundo, de los avances de la técnica, de los viajes espaciales y, por desgracia, de nuevos métodos de guerra para destruirnos entre nosotros y al planeta.

 

Rafael regresa a su domicilio y tras saludar a Laura, su amante compañera de toda la vida, repasa el correo que ha recogido del buzón. Tiene por costumbre abrir su cajetín una vez a la semana, apenas reciben correspondencia ya todo es digital. Entre la publicidad de agencias inmobiliarias, descuentos de supermercados y resto de ofertas, destaca un sobre amarillento con cierre de lacre y letra cuidada escrita con pluma estilográfica.

 

Querido Rafael, he sido testigo, en la distancia, de tu vida feliz en compañía de Laura disfrutando del cariño y respeto de tus amigos. Hace cuarenta años me vi obligado a desaparecer de tu vida para construirme una nueva. Los pacientes del doctor Tiempo, al que has conocido hoy como doctor Samper, estamos obligados a reinventarnos cada ciertos años. Los accidentes aéreos o navales son muy socorridos para ello.

 

Permíteme que comparta contigo las consecuencias de mi decisión al entrar en el club de los inmortales, que conociendo el proceso, deberás notificar tu decisión en los próximos días. 

 

He prolongado mi vida muchos años, he tenido la posibilidad de disfrutar de una prórroga profesional maravillosa, nuevas compañeras y disfrutar con cada avance técnico. Cierto es que me ha costado mucho ponerme al día en costumbres, formas de alimentación y adaptarme a las prisas actuales. 

 

Te confieso que toda esta vida inmortal trae un coste social y emocional nada despreciable, poco a poco te verás obligado a despedirse de todas y cada una de las personas importantes en tu vida. De Laura, tu compañera de siempre, de Friki, tu perro fiel, de tu querida Ana, tu hija y de Rafita, tu recién nacido nieto. De tus amigos, compañeros y demás. Todos desfilarán sorprendidos de que te mantengas sin envejecer año tras año. Cuando todo esto pase, vivirás solo en un mundo que no es el tuyo, sintiendo un desapego enorme solo comparado con lo que siente el inmigrante obligado a huir que termina en algún lugar apacible al que debe adaptarse para sobrevivir.

 

La semana próxima termina mi plazo para renovar la prórroga para los próximos cincuenta años, te anticipo que mi decisión es no ejercerla, no sé qué es lo que pasará. Samper no sabe decirme el ritmo de envejecimiento que me espera ni qué ocurrirá más allá de la prórroga no realizada. Deseé quedarme en este mundo para mejorar las condiciones y evitar en el futuro las guerras. No he sido capaz, la pasión autodestructiva de la humanidad le hace repetir errores cada ciertos años. No veo remedio y a mi edad, ya me canso de intentarlo. 

 

Deseo despedirme en paz con el mundo e incumpliendo uno de los puntos firmados en el acuerdo con Samper, interferir en la vida la mis herederos, recomendándote que no repitas mi error. No entres en el club los inmortales.

 

Tu bisabuelo que te quiere, Ernesto Miranda.

Buen viaje, Joe

  Joe, simplemente Joe. Omitiendo, desde siempre, el rango familiar de tío. Recuerdo tu aterrizaje entre la familia cuando Ana, también sin ...