27.2.22

Abusón

 


 

Tras muchos años olvidado, estos días he recordado a Vicente, el grandullón de mi clase que abusaba de todos los alumnos de su curso e inferiores. Incluso se atrevió a amedrentar a los del curso superior.  Un armario de tío, fuerte como un roble, hábil yudoca y boxeador pendenciero que nunca rechazaba una buena pelea. Siempre dispuesto a maltratar a quien consideraba débil solo porque le molestaba no encontrar rival de su nivel. 

 

Durante años sufrimos sus ataques, abusos, broncas y cambios de humor. Todos, salvo un puñado de amigos interesados que le acompañaban en todo momento disfrutando de la sangre derramada por cualquier infeliz que se cruzara en el camino del grandullón. Rodeado por sus cinco amigos con los que les une la pasión por infringir dolor a los demás. Me viene a la memoria un chico enclenque siempre situado a su izquierda, el único a quien escuchaba, le llamábamos Cerebro, era el único que pensaba del grupo. 

 

No recuerdo el día en concreto, ocurrió que Vicente decidió reventar a ostias la cara de su compañero de pupitre porque se negó a ayudarle durante el examen de matemáticas. Le pilló en el recreo y comenzó a pegarle sin piedad, izquierda, derecha, gancho de izquierda y sin dejar que se desplomara al suelo, le propinó una patada en la cara que contorsionó su cuello peligrosamente. Sin previo aviso, una llamada silenciosa de rabia unió a todo el patio, al igual que una manada de búfalos en la sabana africana todos a una cerraron su puños y rodearon al abusón. Todos fuimos conscientes que por separado no teníamos opción de lucha por la fuerza, pero unidos es otra cosa. Terminó mal la tarde para Vicente, Cerebro y sus cuatro amigos. Nunca volvieron al colegio, separaron al grupo que terminó repartido entre varios centros escolares tras la reacción y quejas de los padres de alumnos. 

 

Años después supe que Vicente no terminó sus estudios, conoció la cárcel por delitos con violencia y malvive gracias a los subsidios del Estado para gente sin formación ni recursos. A Cerebro le perdí la pista, habrá sobrevivido junto a otro matón necesitado de su visión estratégica a cambio de fuerza bruta que le defienda.

 

Ordena Putin atacar un país libre y democrático, Ucrania, al que hemos dejado solo militarmente por temor a que las posibles reacciones nucleares escalen un conflicto hasta el límite en el que nos juguemos la vida del planeta y la propia existencia de la raza humana. Estamos con ellos, todos de azul y amarillo, son nuestra primera línea de lucha por la democracia. Les ayudamos, con un poco de retraso, junto con nuestros deseos para que resistan hasta la victoria frente al invasor. 

 

Putin ha enviado soldados para matar y para morir. Sus familias y amigos no se lo van a perdonar. ¿Por qué no lucha él solo sus pelas y nos ahorramos sangre y sufrimiento de inocentes?

 

Nada bueno trae la guerra.

20.2.22

Barro

 

­La lluvia golpea la plancha de uralita que protege el interior de las cuatro paredes improvisadas construidas con tablones engordados gracias a decenas de periódicos que fijados a la madera, crean una capa aislante adicional en un intento por conseguir un interior más acogedor entre tanta miseria. 

 

Las frías noches de principios de febrero son una dura prueba para conciliar el sueño. Apenas protegidos bajo cuatro mantas desgastadas por el paso del tiempo, la familia Ramos Flores descansa compartiendo jergón y calor humano.

 

El calor ajeno es el único método de calefacción conocido por Miguel, suele apretar su espalda todo lo que puede contra el pecho de Ana, su madre, que a su vez se tumba resguardada por el calor de su marido, Jacobo El aceituno. Alicia, su hermana pequeña cubre el pecho de Miguel completando la escena familiar con todos tumbados sobre su hombro derecho en una imagen que recuerda a una lata de sardinas. 

 

Las paradas de metro más cercanas están a unos veinte minutos andando por caminos gobernados por el barro y la suciedad. El poblado de madera, tela y chapa se desarrolló en pocos meses, cientos de inmigrantes huyendo de la miseria y el hambre depositan sus esperanzas por encontrar una nueva vida en el Madrid que centraliza los mayores recursos del Régimen. 

 

Veinte minutos de caminata en fila india aprovechando las huellas previas que a fuerza de insistir en la misma pisada consiguen secar el barro facilitando el paso de los vecinos que madrugan para buscarse el sustento en la ciudad. Miguel acompaña a Jacobo quien tira de un carro con un eje de ruedas donde transporta diversos recipientes con variedades de aceitunas, conservas vegetales en vinagre y altramuces cocidos. Recorre, con su carro, los mercados callejeros ofreciendo su producto. Tetuán, Ventas, Cristo Rey, Pueblo Nuevo, Latina y el domingo el Rastro. Los jueves y los viernes se enfrenta a casi tres horas de paseo hasta los mercadillos de Latina y Pueblo Nuevo, las estrellas le acompañan durante mucho trecho durante sus desplazamientos, regresando bien entrada la tarde. Cuando llegaron a Madrid, no tuvo más recurso que vender la mula que les había traído hasta la capital desde su pueblo en Badajoz, para poder comprar tablones, clavos y chapas e improvisar una vivienda provisional que quince meses después tiene toda la pinta de ser definitiva... 

12.2.22

Feria

 


Alex no pierde detalle, a sus enormes ojos color almendra les cuesta pestañear, por primera vez en su vida va a estar en la feria por la noche, inconscientemente aprieta la mano de su madre buscando protección al sentirse rodeado por un multitud gritona y por el ruido ensordecedor de fondo.

 

Nota a su madre hablar sin conseguir entender ninguna de sus palabras enmudecidas por las bocinas estridentes de las atracciones anunciando el cambio de turno y las consiguientes carreras en busca del coche de choque libre. La música de cada atracción compite con su vecina en volumen y en sonido, cuanto más festivo y hortera más atención llama haciendo crecer el número de clientes expectantes a que llegue el siguiente turno.

 

Al fondo del todo, la noria llama su atención, sin ser muy alta, admite ocho cabinas, intenta soltarse de la mano de su madre sin suerte, hoy su madre no tiene dedos, tiene garras que le atrapan protegiéndole en exceso. Inicia la carrera hacia la luminosa noria, quiere montar en ella, sus luces intermitentes y el leve balanceo de sus cabinas le atraen.

 

Consigue subir a una de las cabinas acompañado de su hermana mayor, de a penas un año más, su madre prefiere aguardar en tierra hablando con varias madres de cosas aburridas de madres.

 

Mientras cargan las cabinas con cuatro pasajeros cada una, la noria se mueve lentamente, a golpes, una a una van mudando a sus visitantes. Durante la espera llega el momento cuando su cabina está en el punto más alto de la atracción y desde arriba divisa toda la feria y sus alrededores repletos de vehículos estacionados aprovechando la capacidad máxima de cada descampado gracias a la dirección de la policía municipal que en estas fechas acumulan horas extra de servicio a la comunidad.

 

Las vueltas de la atracción son rápidas, una fila larga acumula a decenas de niños expectantes por montar y el encargado de la noria decide acelerar para multiplicar las rondas y sus ganancias. Alex no se esperaba tanta velocidad y el balanceo de su cabina se exagera provocando en su estómago una reacción imprevista. Logra parar los espasmos de su cuerpo justo hasta que le llega el turno para descender del vehículo, a duras penas consigue evitar a la multitud y dirigirse hacia una de las columnas que soportan la atracción. El húmedo suelo de tierra regada para evitar la polvareda es testigo del menú de su cena. Queda blanco como el papel y con ganas de irse a la cama. No está saliendo la noche como esperaba.

 

Nota el dulce olor a lavanda que siempre acompaña a su madre, quien le ofrece un pañuelo de papel para limpiarse y un poco de agua para enjuagar su boca. Le tranquiliza con un abrazo, no necesita palabras para sentirse seguro y protegido. Su estómago se tranquiliza y el color regresa a sus mejillas. 

 

Un olor dulzón llama su atención, no sabe identificar de qué se trata y aún así, algo le dice que es familiar y que le gusta mucho. Identifica en una caseta destartalada una niña gitana con su pelo recogido en una coleta, mover con gracia su cuerpo al ritmo de las rumbas de la atracción anexa mientras gira con habilidad un largo palo recogiendo hebras de azúcar tintadas. Tras varias vueltas una nube rosa se forma alrededor del largo palo de madera.

 

En su mano descubre lo pringosa que llega a ser esa nube, desprende un trozo del tamaño de una nuez y lo pliega con su dedos antes de introducir en la boca su dulzor extremo. Siente la mirada vigilante de su madre pendiente de las reacciones de Alex, es su primer algodón de azúcar y ella sabe que para algunas personas tanto dulzor no les es agradable y para otras puede llegar a ser adictivo. Al ritmo que come su hijo, parece que es de los golosos, como su padre, veremos después cómo le sentará en su estómago recién vaciado.

 

Con siete años, todo se aguanta. 

 

Las risas y ruidos de fondo ya no le atemorizan, se ha acostumbrado a este bullicio y como él no es de mucho hablar tiene la excusa perfecta para observar cómo reaccionan los demás sin tener que mantener una conversación. Su madre es mucho de hablar, se pasa el día con comunicación verbal, con las vecinas, con su familia, por teléfono y hasta la escucha debatir con la radio. Su pobre padre, tan callado siempre cae hipnotizado cada noche con la ininterrumpida narración de su esposa. Un tándem perfecto unidos con comunicación visual, él asiente mientras ella describe sin parar.

 

Tras liquidar toda la nube de azúcar, devuelve a su madre el inútil palo momento que aprovecha ella para limpiar los restos de dulce rosa entre sus labios y la barbilla. Ha repuesto energías, se une a su hermana en la fila de otra de las atracciones, una noche completa y alegre no se la va a estropear nadie.

 

Sonríe mientras observa a otro niño vomitando a la salida de la noria, manchando una de las cabinas. Un oportuno manguerazo limpia el desastre, dejando el barbecho por una vez esa cabina esperando que se seque en los escasos cinco minutos del turno de la atracción. Ver a dos niños en la misma situación en poco tiempo desanima a muchos de la fila que cambian de atracción. 

 

De regreso a casa, pasan junto a la tómbola, donde exponen multitud de objetos, electrodomésticos pequeños, muñecas, una bicicleta, equipos de música. Un carrusel de números va cantando una mujer aburrida de su existencia. La lotería es muy caprichosa repartiendo muchos premios de escaso valor.

 

–Una muñeca Chochona para el caballero– grita por el micrófono el animador de la lotería, vestido de negro riguroso y tocado con un sombrero del mismo color cubriendo su melena azabache.

 

Saliendo del reciento, su madre les quiere comprar un juguete de recuerdo, Alex lo cambia por un paquetito de almendras garrapiñadas y su hermana por una bolsa de chuches.

 

¡Qué más se le puede pedir a un día de feria!

6.2.22

Estoy harto

 


Porque no se puede ser así, tan egoísta siempre, se tiene que hacer lo que tú dices, en el momento que establezcas y de la manera adecuada según tu opinión. Pues ya estoy harto, muy harto. Treinta años así no los aguanta cualquiera, muchos meses bajo tu supervisión caprichosa, demasiados días de opresión bajo la dictadura del "porque lo digo yo". Manuel, no para de pensar en voz alta. Oye el eco de su propia voz rebotando en la pared del final del patio. Mucha casa para solo dos.

 

Muy hijo de su mamá, desde siempre, en el ambiente familiar y patrocinado por sus hermanos mayores se estableció el rol de cuidador de Madre sobre él aunque tiene dos hermanos más pequeños, para todos siempre ha sido el hijo preferido de Madre.

 

La influencia de su progenitora es tan grande que fue espantando una a una a las tres mocosas que se atrevieron a intentar ser novias de su Manuel. —Unas aprovechadas– le repetía cada vez que salía el tema. —Unas muertas de hambre que solo quieren pillar a un inocente con dinero–.

 

Manuel, encargado de las finanzas de su madre, conoce mejor que nadie la escasez de recursos que dispone. Con su pensión y el alquiler del local donde en su día mantuvieron la carnicería que le facilitó la vida a la familia, tienen suficiente para vivir sin estrecheces, nada más.

 

No me líes, madre, siempre con lo mismo. Yo también tengo derecho a tener familia, una esposa que me quiera y un par de hijos. No me repitas que mi familia eres tú, egoísta de mierda. Manuel sigue elevando la voz de sus pensamientos mientras recorre con la fregona la zona más cercana a la puerta del dormitorio materno.

 

Sobre la cama, descansa ella, como esperando que se seque el suelo para levantarse.

 

Manuel recoge la fregona y su cubo y regresa con un rollo de bolsas de basura de tamaño grande, las de cubrir el cubo del jardín. Solo necesita dos bolsas, una de abajo a arriba y la otra en sentido contrario para encontrarse y sobreponerse en el centro. Con una cinta americana cierra el paquete.

 

Ya te digo yo que a partir de hoy será todo diferente, ya es hora de que se me tome en consideración en esta casa. A partir de hoy, se va a hacer lo que diga yo. Ya está bien. Manuel sigue muy enfadado y eso se nota en el tono de su voz que baja hasta el nivel de susurro entre dientes. El nivel de enfado superior, justo el anterior en la escala de cabreo al del uso de la fuerza o del arrebato violento.

 

Carga el pesado paquete en el maletero de su camioneta. La oscuridad de la noche la corta el haz de luz de su furgoneta avanzando por el irregular camino de tierra entre los pinares que rodean el lago artificial creado por la presa hidroeléctrica de la comarca. 


La piedra del diablo es un peñasco que sobresale en la orilla sur del lago, justo por encima de un antiguo desnivel profundo que se inundó en cuanto se terminó la obra de ingeniería. Calcula que tendrá unos treinta metros de profundidad el agua en la orilla del diablo. 

 

Un paquete plastificado cae lastrado por una red llena de piedras desde lo alto del peñasco.

 

A ver si ahora te callas, madre. Manuel regresa a casa con una extraña sensación de libertad. Se quita un peso enorme, matar a su peor diablo es como volver a nacer.

 

De regreso a casa, sus silbidos delatan su alegría.

 

–¿Has enterrado ya al perro? –pregunta su madre desde la cocina.

–Sí, madre. Tal y como tú ordenaste.

 


30.1.22

La espera

 


 

 

Al atardecer, todos los días se abren las cortinas de la ventana del tercer piso. Una mirada se asoma tras el cristal cerrado que solo se atreve a abrir durante los meses de verano, ahora, en esta época se cobija tras el vidrio y al resguardo del calor emitido por el radiador de hierro situado a la altura de sus piernas. 

 

Su mirada rodeada de surcos labrados durante toda su vida junto a Concha dibujan una sonrisa en toda su cara. Expresa toda la felicidad que ha encontrado en la vida junto a su amada. 

 

Las obligaciones de las mañanas le llenan su existencia, recorre en cortos e inseguros pasos el centenar de metros que le separan de su panadería y en el camino suele visitar la frutería de Ahmed, un sirio muy afable que le trata con un respeto ya no encontrado en estas latitudes con sus ancianos.

 

Las tardes se le atragantan salvo los escasos días que recibe la visita de su hija Amparo. Los días pasan con la rutina que le ayuda a sobrevivir sin pensar, en cuanto cae el sol se asoma durante un buen rato a divisar su calle. Una acogedora penumbra le abraza mientras de fondo su programa de radio vespertino le acompaña en su soledad.

 

Un día de estos, Concha regresará, él solo espera preparado para recuperar su ritmo alegre. Ella que nunca calla le contará todo lo que ha ocurrido durante estos meses en el hospital. Aún no ha conseguido el permiso para poder visitarla, que si es peligroso, que con la que está cayendo, que si este virus y muchas otras excusas faltas de convencimiento. Sabe que él sin Concha no es el mismo e intuye que ella inconsciente y a su manera, le está esperando. Pasan las semanas y el brillo de esperanza se mantiene en su mirada mientras espera divisar a la ambulancia que se la devolverá.

 

Termina su programa de radio con las señales horarias, la cortina se cierra. Hasta mañana, Concha, a ver si nos quitan las prohibiciones y puedo ir a recogerte para volver juntos a casa. La rutina también marca el orden de sus pensamientos. La esperanza es lo último que se pierde. 

 

Nuevos surcos horizontales aparecen junto a sus ojos dibujando una nueva cara. La de la paciencia. 

23.1.22

El despertar de Mario

 


Mario se despierta con un sobresalto que le deja aturdido en ese estado intermedio entre la somnolencia y la vida. No tiene claro si sus primeros pensamientos son reales o una prolongación de su sueño. Desconoce el tiempo que ha dormido, por el dolor de espalda y el cómo nota sus articulaciones han debido de ser más de siete horas. Raramente consigue dormir por encima de las seis horas, siempre ha sido de mal dormir. Su sueño habitual es reparador, profundo y corto, los médicos lo definían como mal dormir, él en cambio, prefiere definirlo como un sueño reparador con una duración inferior a lo que se considera normal.

 

Hoy es de esos raros días que su cuerpo se queja por haber descansado de más. Se despereza en la cama lentamente, necesita evacuar líquidos lo que le obliga a incorporarse hasta sentarse al borde de la cama. No localiza sus zapatillas en el suelo, sus pies desnudos cuelgan del lateral de la cama sin llegar a tocar el suelo. Descubre que en lugar de su pijama de algodón fino, tiene las piernas al aire. La camisa que lleva puesta a penas cubre su entrepierna que asoma orgullosa enfocando a la ventana por su reacción mañanera al despertar.

 

Salta para cubrir la distancia de unos centímetros que separan sus pies del frío suelo que no consigue reconocer ni por su color ni por su composición. El contraste de temperatura consigue varios efectos, su consciencia regresa de golpe, al mismo ritmo que pierde consistencia su erección mañanera. Se rasca su nalga derecha marcando sus largas uñas unos pequeños surcos en la piel que se diluyen con rapidez. Tanto gusto siente con ese rascado que su otra mano completa el gesto en la otra nalga. Nunca un gesto tan simple provoca tanto bienestar en una persona. 

 

No reconoce la habitación. Inicia la marcha hacia el baño con movimientos torpes y robotizados.

 

Parece que me he olvidado de andar, mucho he dormido. Un par de minutos tarda hasta que consigue enfrentarse a la taza del servicio, mientras alivia su vejiga su afán de rascado se traslada a su cabeza. A dos manos frota y mueve toda la superficie de su cabellera obteniendo un placer similar al de antes con sus nalgas. 

 

Abre el grifo de la ducha y el primer chorro que le cae está helado, no ha tenido reflejos suficientes para evitar recibir esa descarga de pleno. No le viene mal para espabilarse del todo. No localiza la toalla de baño y termina utilizando la que cuelga junto al lavabo. El espejo le devuelve la imagen de una persona desaliñada, pelo largo, descuidado, barba con zonas canosas con una longitud que le hace calcular que hace un par de semanas que no se ha afeitado.

 

Una mujer menuda, de anchas caderas y pelo rubio teñido entra en el baño haciendo aspavientos y gritando. Su voz aguda atraviesa el cerebro a Mario. No conoce a esta mujer y no sabe qué está haciendo en su baño. Mario oye sin escuchar y mira sin ver, desnudo y aún húmedo tras la ducha desanda el camino hasta su cama seguido por la gritona. Se arropa y se vuelve a dormir en un sueño reparador.

 

Al instante, alarmados por los gritos de la rubia, acuden un médico, otra auxiliar y un enfermero. Toman la temperatura, reconocen a Mario, intentan despertarlo sin éxito. Tres semanas antes, ocurrió un hecho inexplicable para los facultativos, el enfermo de la 502 apareció desnudo y mojado en la cama. Nadie pudo comprender quién había desnudado y duchado al enfermo en coma.

 

Trasladan a Mario a cuidados intensivos con la esperanza de que vuelva a despertar y así poder reaccionar a tiempo, sus constantes vitales se mantienen en niveles mínimos constantes. El sueño profundo lleva al habitual turno de erecciones involuntarias intermitentes. El ascenso de las sábanas bajo la cintura de Mario es motivo de comentarios y atracción para más de una trabajadora de la planta. Mario El mástil es el residente más visitado, cada vez que alza su fuerza una legión de curiosas acude a revisar al enfermo. 

 

Todos lo que leen cuentos saben que besar a la rana despierta al príncipe. Es cosa de tiempo.

Buen viaje, Joe

  Joe, simplemente Joe. Omitiendo, desde siempre, el rango familiar de tío. Recuerdo tu aterrizaje entre la familia cuando Ana, también sin ...