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16.1.23

Volar

 


 

Llega un momento en la vida donde caes en la cuenta de que te estás dejando llevar por una rutina dictada por la costumbre, donde te limitas a cumplir con aquello que se espera con los amigos, la familia o en el trabajo, donde olvidas los viejos momentos llenos de sonrisas y complicidad, donde llegas a obligarte a cumplir con una intimidad cautiva por fríos y previsibles turnos, donde te descubres perdiendo el respeto a tu compañero durante las discusiones, donde sobre actúas con ofensas llenas de reproches que se cobran antiguos roces sin cicatrizar o porque no encuentras nada de qué hablar. Cada una de estas situaciones forjan gruesos barrotes que aprisionan tu alma.

 

Todas estas ocasiones construyen una jaula que te ahoga poco a poco y frente al espejo reconoces signos de envejecimiento prematuro, barriga incipiente, celulitis, arrugas, canas, visitas al dentista, hipertensión, colesterol, insomnio, gastritis, cefaleas... 

 

Tu alma necesita respirar, el aire que atraviesa los huecos entre barrotes no te es suficiente y de manera inconsciente sueñas bucólicos atardeceres en prados verdes inmensos, playas de arena y aguas infinitas, montañas nevadas y desiertos enigmáticos. Sueñas con esa libertad que recuerdas que existió, con reencontrar tu sonrisa, con recuperar la energía para vivir lejos del dictado de la costumbre que orienta hoy cada uno de tus pasos.

 

Sin intención, desarrollas un sistema de búsqueda latente mientras tu alma vive alerta buscando la llave para escapar de la jaula. Entras en un estado de hibernación atenta, sin un plan específico y donde fías tu éxito a la intuición mientras caminas durante tu hégira particular. Ansías la llave sin buscarla, se te ha olvidado cómo y tu pereza existencial dentro de la jaula no te empuja a descubrir nuevos mundos. 

 

Un día cualquiera, amanece con un sol fuerte y luminoso. El calor derrite la cerradura de tu jaula y un nuevo pájaro se acerca para recordarte cómo se vuela. 

 

Recortando el horizonte, en dirección a las grandes explanadas de las segundas oportunidades donde las sonrisas llenan de felicidad a los que abandonaron sus jaulas, el vuelo de dos almas sonrientes se alejan sin mirar atrás. En ese instante se atreven a pensar en ellos mismos, recuperan la sonrisa. Unen sus almas creando un nuevo ser resultado de la suma de ambos juntos. Sonríen. Son felices.

 

Once años volando juntos, disfrutando de cada paisaje, de cada corriente de aire y con la certeza de que los próximos pasos también colmarán nuestras almas. Solo le pedimos a la vida disfrutar fuera de las jaulas, juntos y unidos. Gracias mi amor. 

1.1.23

1 de enero

 


Trasnochar le afecta bastante por su costumbre de despertarse todos los días a la misma hora, llueva, truene o haga sol. Después de aguantar casi dos horas del tedio televisivo tras comer las uvas con las campanadas y brindar, se acularon en los sillones para mirar la pantalla, comentar entre bostezos si alguien conocía al artista que por turno se asomaba por el escenario y mantener una conversación banal interrumpida cada vez que asomaba un nuevo cantante. Cambiaban de canal en cuanto cortaban para realizar una pausa publicitaria o si el artista en cuestión no era del gusto de alguno de los hermanos.

 

Su cuñada, aburrida, decidió recoger poco a poco los platos y copas para adelantar trabajo y, de paso, encenderse algún que otro cigarro en la cocina, lejos de la mirada censora de su marido.

 

Los canales compiten ofreciendo la misma oferta enlatada de música de calidad variable, tras la tercera vez que apareció repetido un cantante imitador de El Fary decidió que era su momento, Andrés se levantó dando por concluida su participación en la fiesta. 

 

Doscientos metros dista su casa de la vivienda de su hermano y cuñada. Calle abajo se cruza con varios jóvenes con paso acelerado camino a sus fiestas de fin de año, alegres y llenos de vida hormonada, atufando a desodorante a base de feromonas. ¿Dónde quedó la costumbre de usar colonia o perfume? 

 

El ruido de los cohetes y petardos lanzados desde las ventanas le acompaña durante su corto recorrido hasta su domicilio. Sin quejarse vigila las ventanas que se abren para reaccionar si ve caer algún petardo que le pueda buscar.

 

Una vez en casa, ni el viejo Sultán levanta los ojos para saludarle, prefiere mantenerse recostado en su manta de dormir junto al sofá. Ni un ruido, es hora de acostarse. Dientes, pis y a la cama, como le decía su madre hace cincuenta años.

 

A las seis de la mañana su entrenado cuerpo le exige levantarse, y sin atisbo de pereza, salta abandonando su caliente cama. Necesita un café bien cargado antes de encargarse de Sultán que ya merodea a su alrededor. Los finos pantalones de su pijama no son capaces de abrigarle las piernas y un incipiente temblor incontrolado en sus muslos le marca el ritmo con sus convulsiones mientras reconoce la tosecilla esa que aparece siempre que tiene frío. 

 

Sustituye en la alcayata de la pared de la cocina, el calendario con hojas mensuales, esta vez tocan fotos de montañas nevadas. Inaugura la hoja con el mismo pensamiento de cada uno de enero: –actuarialmente ya tienes un año más— De esta manera se flagela sin esperar a su cumpleaños en mayo. La autocompasión es uno de sus deportes preferidos que sigue con ahínco para destruir su escaso ánimo jovial.

 

Este año le caen sesenta y no quiere ni pensarlo, su deterioro físico asoma implacable anunciando con breves señales lo que le viene, la próstata, el mal dormir, la lívido que le abandona, las rodillas crujientes y ese puto dolor de espalda. Poco queda de aquel orgulloso treintañero sonriente que arrasaba entre las féminas. Huyó del compromiso y desde hace años la losa de la soledad le acompaña cada atardecer, Sultán su viejo compañero es ya un anciano que holgazanea casi todo el día. La radio, seguir alguna que otra serie de relleno en su plataforma de televisión preferida y releer sus innumerables novelas que pueblan su librería son su única compañía.

 

Elena, su cuñada fumadora, le invita cada dos semanas al club de lectura que organiza en su casa sentándole siempre junto a Floren, una viuda sin hijos muy guapa, elegante, divertida, sonriente, perfumada y más simple que un ajo porro. 

 

–Te conviene Floren, algo me dice que sois compatibles.

–Elena, te lo agradezco, pero a mi edad no estoy para recordar cómo se conquista a una mujer.

– Si a Floren ya la tienes ganada, solo hay que ver cómo te mira...

 

Andrés recuerda para sí las veces que coincidió con Floren veinticinco años atrás. Un volcán lleno de pasión, desinhibida, viciosa e insaciable. Mal casada con un notario viejo, rico y del opus. Parece que salvo para procrear no la tocaba y como resultó que no podían concebir entre ambos por incompatibilidad seminal terminó por abandonarla por inservible. Andrés llenó los enormes vacíos físicos y emocionales de Floren. Todo fue perfecto hasta que ella le confesó su amor y su deseo de compartir vida. Andrés huyó del compromiso permitiendo que su decisión labrara el inicio de una profunda melancolía que con el paso de los años fue creciendo. Media vida después se la encontró en una de las citas literarias de Elena y notó cómo su acartonado corazón despertó un deseo antiguo y reconocible. 

 

¿Es posible recuperar, a los sesenta, la pasión perdida y su antiguo vicio? nota cómo su cuerpo despierta de un largo coma físico y emocional que durante una generación le tuvo postrado en una vivencia tenue y aburrida. Durante las últimas semanas el viejo recuerdo Floren mirando a Cuenca le despierta con sudores y palpitaciones. Algo tiene que hacer al respecto, tanta contención no es sana.

 

Sultán le recuerda que es la hora de su paseo matutino, le empuja las piernas apremiando a su dueño para bajar a la calle. Encuentra a Andrés muy extraño últimamente, despistado y hasta sonriente. Cuando le huele la entrepierna, reconoce los matices de las notas propias del celo. A sus doce años perrunos no recuerda haber olido nunca así a Andrés —¿será que los humanos tardan en madurar? mientras la hembra que elija no me moleste que haga lo que quiera— piensa Sultán. 

 

Sultán, en su vejez, sabe lo que le conviene a Andrés. Si tiene la posibilidad de ayudarle lo hará, pero ahora lo urgente es bajar a la calle antes de que estalle su vejiga.

24.12.22

Feliz Navidad, Benito

 


En cada familia o grupo de amigos existe la figura del hermano gruñón, ese o esa al que le gusta pinchar, destacar el error, decir la última palabra y presumir de que no le gusta la Navidad.

 

Benito se despereza bajo el edredón de su cama intentando ordenar el día que tiene por delante, se ha tomado el día libre y afortunadamente no tiene nada que hacer, salvo llevar dos botellas con vino de Rioja para la cena en casa de su madre. Echa de menos a Laura, se levantó muy temprano para irse a trabajar. Su empresa no facilita dar el día 24 como libre a sus empleados aunque sí les permite salir de la oficina a la una y media otorgándoles la tarde libre. A eso de las dos regresará para comer y dormir la necesaria siesta que le permitirá aguantar la velada nocturna sin que la venza el sueño por su costumbre de acostarse pronto a diario.

 

Decide aprovechar la mañana fría y nublada para darse una vuelta por el barrio, cobrar la pedrea de un décimo de lotería premiado y comprar el pan. En el paseo se cruza con varios vecinos que le desean feliz noche, felices fiestas o feliz Navidad, según la costumbre de cada. A cada felicitación contesta con un "igualmente" cada vez más desganado. No comprende tanta felicidad construida por la obligación de celebrar estas fechas en compañía de familiares y amigos por obligación. Es partidario de juntarse cuando apetece sin obligaciones impuestas por el calendario.

 

La pereza le va subiendo a cada parada de autobús que rebasa en su caminar, la publicidad agota. Cada marquesina está adornada con un cartel de 2 metros de alto con fotos de perfumes, productos de belleza o descuentos en líneas telefónicas, todos ellos adornados con árboles, nieve, bolas doradas y resto de iconografía navideña.

 

—Feliz Navidad, Benito— suena a su espalda mientras nota cómo se le clava la frase atravesando por debajo del omóplato hasta llegar al corazón. Se obliga a darse la vuelta y descubre sonriendo a Carmen, la vecina del sexto reluciente con su belleza perfecta. Su mirada consigue, en un instante, que desaparezca la punzada por la felicitación recibida y nota Benito que una creciente lujuria le invade. Es algo incontrolable e ilógico, consciente de que la triplica en edad y de lo imposible de la situación imaginada no puede reprimir una sonrisa torpe más propia de un adolescente inseguro que de un adulto que peina cada vez más canas.

 

Carmen sigue su camino ajena a las emociones provocadas en Benito que se contenta contemplando el perfecto andar de la vecina. ¡Qué bien le sientan esos pantalones que arrancaría a mordiscos para morir entre sus nalgas! Benito sigue parado en mitad de la acera, su musa se ha unido a otras tres jóvenes gritonas que celebran su encuentro hablando y riendo fuerte mientras caminan hacia la parada de metro.

 

—Feliz Navidad, Carmen— dice para sus adentros Benito.

 

De regreso a su casa y tras ordenar la habitación, se mete en la cocina para preparar la comida mientras la radio encendida recuerda en cada corte publicitario y en los comentarios de los periodistas las fechas en las que nos encontramos. Cocinar le relaja y se esmera en conseguir buenos platos para sorprender, está improvisando sobre el plato preferido de Laura mientras contesta, en voz alta, a la radio en una conversación imaginada con los comentaristas del programa de entretenimiento. 

 

—Tanta Navidad y felicidad, pero si se nota que no os aguantáis.

—Otra vez con lo mismo.

—Y ahora una receta navideña. Vaya truño de receta, eso no se lo come nadie.

—Estoy de publicidad de colonias hasta la coronilla...

 

Prueba el cocinado y nota que no está rico. No sabe igual que en otras ocasiones. Algo le falta y mucho le sobra. No hay quien se lo coma. Laura está a punto de llegar, tendrá que improvisar porque esto no lo puede servir.

 

El sonido de la cerradura al abrir anuncia que Laura regresa de su media jornada pre-festiva. Su sonrisa perenne fue lo que le enamoró hace casi treinta años y sigue produciendo el mismo sentimiento que no ha matizado los años de convivencia. Deposita una bolsa sobre la mesa de la cocina.

 

—Traigo la comida, cariño. He recordado lo mucho que te afecta esta fecha y lo que se nota en tus cocinados. Se puede guardar para mañana en la nevera si consideras que lo que han preparado queda rico. Me cambio y regreso a ayudarte.

 

Benito prepara la mesa eligiendo los cubiertos adecuados para el menú que ha traído Laura, descorcha una botella de buen vino y mientras corta un poco de pan siente el abrazo desde su espalda de su compañera. ¡Qué bien le conoce y cómo sabe solucionar el problema culinario de cada año sin un reproche!

 

—Feliz Navidad, cariño.

—Feliz Navidad, Benito.

 

 

 

18.12.22

La gotera

 



Tic, tic, tic... el sonido rítmico consigue relajar el alma desasosegada de Almudena. Las gotas de agua caen dentro del cubo de fregar que ha colocado para evitar males mayores mientras espera la llegada del fontanero del seguro para reparar la avería del vecino de arriba.

 

Durante años Almudena deseó comprar una vivienda en el centro de la ciudad, una de esas con fachada elegante del siglo XIX, gruesos muros y altos techos. Vivir en el centro tiene como inconveniente las dificultades para circular con el coche, ese que tiene casi abandonado en el bajo de su casa. Principalmente por lo angosto del acceso y por tener que enfrentarse a un examen de conducir cada vez que se anima a sacarlo de paseo. Rodeado de columnas y con un pasillo estrecho, un par de centímetros le separan de las paredes a cada maniobra. Lo normal es que se mueva a pie. Decoró su piso de largos pasillos con los muebles heredados de su abuela con dos generaciones más de historia. 

 

El reloj del salón marca con su golpe de campana las cuatro de la tarde. Tras vaciar por segunda vez el cubo tiene la impresión de que el flujo de líquido va minorando. Parece que el fontanero ha cortado el acceso y comienza su trabajo.

 

El goteo se espacia definitivamente y al perder el hipnotismo del agua cayendo, su relajación se pierde, regresando a la melancolía diaria. Un estado en el que se sumerge desde que Manolo se marchó. El muy cabrito no tuvo otra idea que alquilar el piso de arriba de manera que el sonido del crujir de la tarima a cada paso alerta a Almudena de lo que ocurre sobre su cabeza, escucha a sus nuevas amigas e incluso tiene que soportar los viernes de chicos donde las risas se van distorsionando al compás del consumo de botellas de cerveza mientras juegan a las cartas con la música de fondo a todo trapo.


 

Almudena no llega a reponerse de la ausencia de Manolo. Coinciden en sus horarios laborales y cada mañana salen a la misma hora de casa. Ella espera tras la puerta de su piso hasta escuchar los pasos de Manolo bajando la escalera y hasta que no supera su planta no quiere salir para evitar coincidir con su mirada. No es capaz de mantenerla sin sentir la llamada a la dependencia emocional que la tuvo unida a él durante varios años.

 

Un profundo olor a gel de baño, bálsamo para después del afeitado y colonia Loewe permanece en la escalera tras el paso acelerado de Manolo hacia su trabajo a dos manzanas de allí. Almudena elige bajar los escalones en lugar del ascensor, la atrae ese olor tan grabado en su memoria, olores a abrazos en el sofá y a viajes a la playa. Nota que su melancolía crece a cada peldaño hasta que al alcanzar la calle, una perla emerge de su ojo malogrando su maquillaje al resbalar por su mejilla. 

 

Le duele la ausencia y le atormenta el roce por la vecindad obligada y no querida. Mientras busca el abono trasporte en el bolso, llega a la conclusión de que tiene que hacer algo para solucionar este desasosiego.


 

Aumentan los ruidos en el piso de arriba, muchas pisadas. En la calle un ambulancia y dos patrullas de la policía. El fontanero accedió a la vivienda franqueado por el conserje para buscar la avería y descubrieron al inquilino inconsciente sentado en la bañera llena de agua coloreada de color cereza. Se ha abierto las venas tras atarse con unas esposas al grifo. Curiosa manera de suicidarse, tomando medidas para evitar el remordimiento.

 

Sobre su mesilla de noche una caja de Orfidal totalmente vacía y las llaves de las esposas.

 

Almudena baja las escaleras echando de menos el olor a gel, bálsamo y colonia. Hoy ya no llora en el descenso. Una vez en la calle gira a la derecha en dirección al Centro de Salud, su médico de atención primaria no duda en firmar nuevas recetas de ansiolíticos. –Te veo mejor, Almudena, parece que el Orfidal te está ayudando –le comenta su doctora.

 

–No lo sabes bien, doctora.

11.12.22

Pedro el guapo

 



Comienza su jornada pronto, muy pronto, unos pocos minutos pasadas las cinco de la mañana. Sin pereza desfila hacia el cuarto de baño con un cuidado supremo para respetar el descanso de Begoña. Su mujer siempre necesitó dormir mucho más que él. Ese es su secreto para mantenerse bella y deseable con esa piel que al rozarse provoca en Pedro una reacción física muy evidente mientras su deseo carnal se apodera de su mente.

 

Tras una ducha larga y vigorizante, dedica unos minutos a afeitarse con su cuchilla preferida frente al espejo empañado por los vapores del agua caliente. Con la toalla que cuelga junto a su lado del lavabo limpia en vaho del espejo para poderse ver. Se encuentra guapo e irresistible en su desnudez. Se peina con precisión cuidando su mechón canoso que le favorece mucho en las fotos. La imagen es lo primero. Besa al aire con un gesto dirigido a su reflejo, sonríe. Se siente preparado para el día que tiene por delante.

 

Pasa por el vestidor y elige uno de sus trajes preferidos, solapa, talle y pantalones estrechos; ideales para presumir de percha. El color elegido para hoy es poco convencional, berenjena. Acompañará su serenata prevista para hoy, volar cualquier posibilidad de trabajo en conjunto con su compañero Alberto. No le soporta, sobre todo porque le recuerda a su padre. Siempre cumplidor, ordenado y lógico. Dotado de un enorme sentido común con el que compensa su falta de conocimientos técnicos. 

 

Hubo una época en la empresa en que los dos departamentos principales colaboraron y desarrollaron estrategias conjuntas. Resultado de esa unión de esfuerzos vinieron los mejores años para la compañía, ascenso de ventas, crecimiento de clientes satisfechos y un clima laboral envidiado. Ahora las cosas no funcionan así. Pedro está muy satisfecho por la colaboración recibida por parte de los negocios minoritarios que ante el riesgo de ser amortizados se echaron en brazos del más grande para convertirse en imprescindibles. Como pago a esta unión, han visto recompensados sus presupuestos de publicidad y medios aunque sus ventas se mantienen en los niveles previos.

 

Alberto mantiene su oferta de diálogo y colaboración, incluso alentado por los socios de la compañía que ven con preocupación la deriva de Pedro que, en ocasiones, da la sensación de que piensa que es él es el dueño de la sociedad. Nada más lejos de la verdad. Los socios le mantienen mientras la rentabilidad alcanzada cumpla los mínimos razonables y eso comienza a ser imposible.

 

La directora financiera ha alertado sobre la debilidad del balance previsto para el cierre del ejercicio. Sobre endeudamiento, baja actividad, mano de obra improductiva, exigencia de subidas salariales por encima de la rentabilidad por ventas y exceso de capacidad productiva inactiva. Un cuadro que anticipa problemas de liquidez y solvencia.

 

El plan de Alberto consiste en retener el gasto, ajustar la producción a la demanda, flexibilizar los contratos laborales de forma que la compañía sea capaz de satisfacer la demanda sin llenar los almacenes de productos con riesgo a convertirse en caducos antes de su venta. Incrementar la colaboración entre todos los departamentos buscando sinergias y mercados alternativos que permitan incrementar la actividad y los beneficios, aprovechar las ventajas fiscales para favorecer la modernización del equipo productivo con el fin de ser mucho más competitivos y optar a nuevos clientes.

 

El plan de Pedro es potenciar la publicidad. Promocionar la imagen de marca aprovechando su propia estampa personal, confundiendo al mercado con la identificación de marca y personaje. El incremento de los costes en publicidad favorecerá también a sus departamentos afines. Las ventas no mejoran tras mucho gasto en imagen haciendo dudar a los socios de la bondad de esta estrategia aunque los datos de un mercado en descenso se utilizan por Pedro para defender su estrategia vendiendo como un éxito mantenerse en niveles similares a ejercicios anteriores. –En un mercado descendente, estamos consiguiendo crecer en cuota de mercado– repite Pedro cada vez que se cruza con alguien encantado de escucharle unos segundos.

 

El comité ejecutivo de la mañana será muy parecido a los anteriores, los socios mayoritarios escucharán y se guardarán para ellos sus impresiones. Todo parece indicar que en la próxima Junta de accionistas tienen previsto un cambio de consejero delegado y esa es la esperanza de Alberto quien no desprecia la habilidad de Pedro para convencer a los socios mayoritarios gracias a sus medias verdades adornadas con una sonrisa y un control sobre unidades de la empresa que de no ser por él habrían desaparecido aplicando la lógica del mercado.

 

Regresa al dormitorio deslizándose sobre sus calcetines para no molestar con sus pisadas el descanso de Begoña que adorna la blanca almohada con su melena castaña rojiza. Reprime con fastidio el impulso por besarla, recoge su reloj que descansa sobre la mesilla y sale de la estancia en silencio. Las seis de la mañana, una buena hora para salir hacia la oficina, gusta de llegar el primero para dar imagen de ser quien dedica más tiempo a su labor y que vela por los intereses de todos. Imagen, nada más que imagen. Todos le conocen ya de sobra, todos han vivido en mayor o menor medida los sinsabores de la espera infructuosa por la solución de alguno de sus problemas perfectamente conocidos por Pedro y tras haberse comprometido en solucionarlo no ha hecho nada por ello. El culto por la imagen multiplica el número de retratos de Pedro colgados por todos los departamentos de la compañía, recuerda a la época de los retratos en blanco y negro con la foto del Caudillo presidiendo cada estancia. Otro ejemplo más de que no por mucho repetir un lema, una frase o una foto se es más popular.

 

El espejo del ascensor descubre que Pedro se ha cortado afeitándose. Una pequeña gota de sangre, aun brillante, justo antes de coagular adorna su barbilla y le otorga una apariencia mundana y cercana. Habrá que aprovechar la oportunidad. La imagen es lo más importante, a la mierda el consejo. Cambio de agenda: sesión de fotos y reunión con el departamento de comunicación. Las estadísticas confirman que las ventas se mantienen gracias a trasladar su imagen de "latin lover" y qué mejor ocasión que lucir un pequeño corte. 

 

Begoña sigue descansando, se ha apoderado de todo el ancho de la cama y del calor residual que Pedro dejó entre las sábanas. Repite el sueño que le traslada a varios años atrás cuando ambos eran jóvenes y diseñaron una vida en común llena de buenas intenciones y justicia para todos. Las fotos de ambos repartidas por la casa expresan complicidad, compañerismo y felicidad. La imagen se ha convertido en el motor de sus existencias, del resto ya no queda nada.   

4.12.22

El éxito viaja en maleta

 


Dicen que el éxito es concluir una tarea, culminar algo de manera feliz o recibir buena aceptación de alguien. Asociamos el éxito a imágenes con los brazos abiertos celebrando la culminación de un tanto, de un título deportivo o de la consecución de un logro personal o profesional. Conseguir el reto se asocia con felicidad y por lo general solemos abrir los brazos para festejarlo.

 

Me repiten los amigos del barrio que tengo éxito, que se nota, un buen coche, una mujer inteligente a mi lado, ropa de marca, trabajos con cargos escritos en inglés y cosmopolita. Me paso la mitad de la jornada viajando de un lado a otro del mundo. Los aeropuertos se parecen todos una barbaridad salvo por la luz, los sonidos y los olores. Reconozco donde estoy en función de estos tres factores.

 

La luz. Solo cuando resplandece el ambiente, la vista de clarifica y los objetos toman vida por esa luminosidad fresca y definitiva sé que me encuentro en Madrid. Los aeropuertos del sur también son luminosos gracias al sol predominante aunque lucen menos, será por la bruma, será por el polvo, será por lo que sea. Son diferentes. El Cairo tiene luz roja filtrada por la polución y el polvo del desierto. Ammán su polvo es blanquecino. En cambio, en el norte y en Norte América son oscuros reflejo de su climatología casi siempre nublada que otorga a la luz una apariencia plomiza y grisácea.

 

Los sonidos. Los aeropuertos mediterráneos y los de la india son ruidosos, con risas estridentes y conversaciones en tono elevado. Los nórdicos son silenciosos, donde nadie quiere molestar y deambulas entre zombis paseando vasos de cartón con café mientras sondean las pantallas de sus celulares.

 

Los olores. Unos huelen a humedad, otros a flores y los desérticos a polvo en suspensión.

 

Me encuentro esperando la hora de embarque de mi séptimo vuelo de la semana y eso que estamos a martes. Hincho mi pecho inhalando una colección de olores. Huelo a cerrado, a húmedo, a moqueta pisada, a café aguado, a colonia monótona... me quito mis perennes gafas de sol y la luz grisácea tamizada por un banco interminable de nubes oscuras apenas me hace guiñar la mirada. Me concentro para percibir los sonidos, un grupo de procedencia árabe charlan animadamente a unos metros de distancia y aunque modulan su hábito captan la atención de las miradas censoras del resto de zombis enfrascados en sus periódicos, libros o teléfonos. El personal de servicio es multiétnico con escasa presencia de blancos rubios que mayoritariamente visten los uniformes de seguridad. No tengo duda, Hamburgo. La tarjeta de embarque me lo confirma. Una breve sonrisa dibuja mi rostro, esta tarde me toca la luminosa, ruidosa y caótica Roma. Disfrutaré de una cena en solitario mientras preparo la reunión de la mañana siguiente antes de regresar a casa.

 

Llaman a embarque y tras de mí, rueda una pequeña maleta. El éxito viaja en maletas con ruedas. Eso pensaba yo cuando las relaciones internacionales hicieron florecer mi negocio. 

 

En Madrid, de regreso, le pido al taxista que me lleve a casa pasando por el centro evitando la M-30. —Quiero ver un poco de vida– le digo. En un parque un grupo de jóvenes juegan al fútbol, voces, gritos y brazos en alto celebrando un gol. Ahí está el éxito y no viaja en maleta con ruedas.

 

Nadie me recibe con las mismas ganas de abrazos que traigo yo tras tres días y medio fuera. Soy un extraño en mi propia casa, miradas frías y lejanas me hacen sentir como un huésped incómodo. Todas las semanas es lo mismo, me toca reconstruir las relaciones tras las ausencias. Mi mujer me sonríe sin alegría, todos los sinsabores de la convivencia con los niños los ha tenido que gestionar ella sin apoyo. Cuando me ve, me informa de lo ocurrido pero ya es tarde para celebrar los avances de los chicos o para recriminar una mala acción. Siento un enorme vacío por todo lo que me pierdo por la falta de convivencia y recibo frialdad por lo tarde que aparezco, como si estuviera de visita hasta mi próximo vuelo.

 

Cuatro años de éxito paseando mi maleta aeropuerto en aeropuerto consiguen que mi proyecto empresarial llame la atención de una multinacional sueca que me hace una oferta irrechazable. Es mi oportunidad para estar en casa dedicando mis esfuerzos a otra ocupación que me permita convivir con la familia compartiendo todos los momentos de la vida, los buenos y los menos agradables.

 

El precio de venta es desmesurado, tan alto que me permitiría vivir jubilado desde los treinta y nueve años. Mi último viaje desde Estocolmo me pesa como una losa, vuelvo millonario y muy cansado tras años de vuelos, aeropuertos, hoteles sin alma y desayunos de bufé. 

 

Al entrar en casa, encuentro la casa desangelada con la calefacción y las luces apagadas, la cocina desordenada con los platos y tazones del desayuno sobre la mesa, una radio encendida en el baño del fondo me llama y me dirijo a apagarla. Caigo en el detalle de los armarios, abiertos y vacíos.

 

Puedo confirmar que el éxito no viaja en maletas con ruedas. El éxito se madruga, se trabaja y se lucha cada día en compañía de tus seres queridos. De nuevo, me toca esforzarme más que nunca para reunir a mi familia y poder, finalmente, levantar los brazos. 


27.11.22

La reunión

 


Una mezcla de pereza y curiosidad amanece dentro de Manuel. Frente al espejo, hace tiempo que no se reconoce. Arrugas, ausencia de cabella, ojeras crónicas y la sonrisa pagada. En el reflejo reconoce la inmortalidad humana mientras se afeita ve a su padre y gestos de su abuela. Quizá la perdurabilidad de los genes es lo que las religiones llaman inmortalidad del alma. Mientras repasa con la cuchilla, por tercera vez, el pliegue de la barbilla donde varios de los pelos esquivan el corte; duda si ir o no a la maldita reunión del setenta aniversario de la fundación del colegio.

 

Cuarenta años han pasado desde aquella agridulce graduación donde la alegría por el título alcanzado tras años compartidos en el centro se juntaba con la inquietud ante lo desconocido. La mayoría pasaban del colegio privado a la universidad pública. Dos ambientes tan separados entre sí como retadores.

 

Manuel olvidó a su primer amor, Camila, una morena bajita que era todo tetas. Hasta la semana pasada su imagen no volvió a su memoria y un recuerdo vago de una relación sin entrenar basada solo en la necesidad de experimentar en el amor. Poca huella le dejó, salvo su estreno carnal con final amargo por la poca habilidad de los debutantes.

 

Animado por su familia, Manuel decide finalmente acudir a la cita de cincuentones nostálgicos de una mejor vida y unos cuerpos atléticos que no volverán. Reconocer a los antiguos compañeros no es fácil, la gravedad, el buen comer, la genética y el paso del tiempo borra muchas de las características físicas por los que les recordamos. La semejanza son sus padres ayuda a reconocerse entre ellos y por supuesto, la pegatina con el nombre a la altura del pecho.

 

Jorge, Ernesto, Ana, Luis... se van uniendo por antiguas pandillas. Juan y Loreto siguen juntos desde entonces, consolidaron una unión tradicional. Novios con diecisiete, boda a los veinticuatro y abuelos a los cuarenta y nueve. María y Javier también se casaron aunque en su caso la lógica se impuso, su primer amor no sobrevivió al conocimiento de la vida. Siguen enfrentados pues se evitan en la reunión trastocando al resto de su padilla que se divide entre ambos sin llegar a juntarse.

 

Clarisa reconoce a Manuel, se le acerca muy cariñosa y sonriente. Ya le gustaba cuando joven y ahora, sin pelo y ojeras, siguen encontrándole interesante. El tacto nunca fue lo suyo y desde el primer instante, asaeta a preguntas sobre su vida, hijos, esposa, domicilio, profesión... quiere saberlo todo.

 

Manuel siente un golpecito en el hombro, suave, eléctrico y reconocible. Ya sabe quién está a su espalda. Camila. La pérdida de sonrisa de Clarisa confirma la identidad de quien espera ser saludada tras la espalda de Manuel quien gira su cuerpo para recibir a su antiguo amor.

 

¡Qué mal trata la vida a algunos cuerpos! Solo reconoce a Camila por el brillo de su mirada, el resto es la talla XXXL de su versión estudiante. Si de joven era todo tetas, ahora es difícil distinguir sus enormes mamas del resto de carne. El abrazo se queda corto por la dificultad para abarcar el contorno completo. El protocolo se repite y de nuevo, hijos, cónyuges y trabajos se convierten en temas de conversación.

 

Camila y Clarisa se mantienen en el mismo corro junto a Manuel que poco a poco va creciendo en miembros cruzando conversaciones entre varias personas poniéndose al día de sus vidas. Por un momento parece que los cuarenta años se han perdido y regresan a sus charlas durante el recreo de medio día cuando salían a la calle a comerse un bocadillo en el bar Sigüenza, que sigue abierto.

 

Avanzada la velada, llega Carmen, como siempre la última. Vestida con ropa cara, operada a simple vista de labios, pómulos y pechos. Muy amiga de Manuel en aquella época prefirió juntarse con Andrés, un chico de familia muy rica que presumía de moto, dinero y juergas. Divertido y mujeriego, encandiló a Carmen con su labia y posibles. Un amor breve y apasionado que terminó en cuanto Andrés se marchó a Estados Unidos a estudiar. Carmen terminó casándose un notario veinte años mayor que ella, rico, tradicional, perteneciente a la asociación más conservadora de la iglesia en España. Esa que mezcla la fe con poder y el dinero. Un viejo prematuro y con él, Carmen varió su forma de vestir a la moda tradicional conservadora, envejeció en ropas conservando su inocencia en la piel. Se incorpora al grupo y se entretiene en saludar de uno en uno a todos sus antiguos compañeros de clase, dejando premeditadamente a Manuel para el final.

 

–Oye, ¿y sabes algo de Andrés?

–Nada de nada, se marchó a América y le perdí la pista.

–¡Qué pena! pensé en volver a verle hoy aquí.

–Si te gustan malotes ¿por qué te casaste con un santo?

–Anda, quita, ¡qué cosas tienes! si solo es curiosidad. Mira allí está su primo Esteban, voy a preguntarle.

 

Manuel sigue con la mirada a Carmen, en el fondo le da pena. Sigue enamorada de un recuerdo, de una ilusión del final de su juventud. Una vida de parche, repitiendo los convencionalismos que guiaron a su madre, cinco hijos, poca intimidad, mucho aparentar, calendario gobernado por los ritmos de la iglesia y sin pasión. Se refugia en el recuerdo de un amor no correspondido donde ella entregó su cuerpo a cambio de diversión.

 

18.9.22

Milka

 


 

Milka es una perra guapa, de pelo blanco, bien cuidada y de raza indefinida. Es la fiel e inseparable compañera de mi tía Mayte. La bautizó como su chocolate preferido en el mismo momento en que se la entregaron hecha un ovillo recién destetada.

 

Perra inquieta y juguetona que alegra la existencia a tía Mayte. Sus hijas fueron volando para forjar sus vidas y terminó sola en una casa más grande de lo necesario. Viuda desde la juventud, le tocó luchar por la vida y sacar adelante a sus tres hijas. Trabajó en una inmobiliaria enseñando los pisos en venta, se le daba bien encontrar las virtudes de cada casa y saber esconder los problemas. Siempre positiva ante la vida, se llevó su filosofía al trabajo.

 

Veintiocho años después de enviudar, la última de sus hijas salió de casa para mudarse a otra ciudad. Un enorme vacío se apoderó de su corazón, arrugando su, hasta entonces, perenne sonrisa. Suspiraba mientras encontraba su lugar en el nuevo mundo.

 

Ahí apareció Milka, regalo de su amiga Celia. 

 

–A mí no me gustan los perros– le dijo justo antes de caer rendida ante esos ojos negros brillantes. Fue un amor a primera vista. Dejó la tableta de chocolate sobre la mesa para tener entre sus brazos a su nueva compañera. La coincidencia temporal en el mismo campo visual eligió el nombre de su nueva amiga.

 

Se hicieron inseparables, tía Mayte adecuó su ritmo vital a las necesidades de la perra, las horas de paseo, de juegos, de charlas y de paz. Los viajes quedaron condicionados al bienestar de la perra y a su admisión en los alojamientos.

 

Mayte está ingresada en el hospital, nada serio, de hecho se espera que pueda regresar a casa tras un par de días de convalecencia. Por carambola del destino y por ser el hijo de Celia, me toca ir a cuidar a Milka. 

 

Al entrar en su casa descubro el desastre, Milka que nunca se ha encontrado sola ha visto salir a Mayte y tras varias horas se ha desesperado, un par de cojines rotos por el suelo de la salita y ha defecado en la puerta de la terraza, incluso parece que intentó evitar aliviarse dentro de su hogar. Me recibe nerviosa y ladrando a la defensiva. No me reconoce de principio. Dejo que me olfatee, llevo impregnado olor a perro. Eso lo conocen todos los que tienen canes en su hogar. El olor a su madre. Se relaja, sin conocerme, me admite. Hablo con palabras suaves y me muevo con cuidado. Me gano su confianza y comienzo a recoger el destrozo de los cojines y las heces. Ventilo la casa, mientras localizo el pienso para cachorros, su manta para dormir y sus recipientes de comida y bebida.

 

Admite que una su correa a la cadena de paseo y sin fiarse del todo me sigue por la escalera hasta la calle. Descargo sus cosas en el maletero del coche antes de regalar a Milka un paseo largo por el barrio. Una vecina reconoce a la perra y se para para hablar conmigo y ya de paso, informarse sobre la enfermedad de Mayte que desconocía.

 

Milka duerme acurrucada junto a su madre sobre una amalgama de las dos mantas. Casi sin llegar a olerse se han reconocido al instante y tras brincos de alegría me han hecho partícipes de su felicidad correteando a alrededor de mí.

 

En un par de días, Milka regresará con Mayte. Mientras disfrutará con Freda de la infancia que le arrebatamos al destetarla precipitadamente. Tuvo una camada con cinco cachorros que la estaban agotando. 

 

Milka me mira y en ese gesto noto una enorme conversación de agradecimiento. Echa de menos a Mayte y la mejor manera de esperarla es en compañía de Freda.

10.9.22

La fiesta

 



El día de su cincuenta cumpleaños disfrutó como hacía tiempo, su marido, Stephan olvidó sus fríos y distantes orígenes suecos para involucrarse en organizar una fiesta sorpresa de aniversario que resultó un éxito completo. Asistieron muchas de sus personas más queridas, sobre todo, sus amigas del colegio de las Jesuitinas y las tres mosqueteras de la facultad de derecho. No pudieron faltar sus amigas del trabajo con quien les une infinidad de roces, alegrías y dificultades.

 

Stephan casi había olvidado hasta dónde llegaba la amplitud de la sonrisa de Ana. Cincuenta años ya y sigue aparentando ocho o diez años menos. Stephan reconoce que es un afortunado, a todas la virtudes de Ana se le suma su belleza, en los últimos meses más cansada y con menos vitalidad conserva ese halo que hace girar la vista a todo el mundo. Una inoportuna gripe la arrastró hasta el fango de la fatiga los últimos meses y todavía no ha terminado de remontar.

 

Como bien se encargaron de recordarle sus compañeros de trabajo, la política no escrita en su empresa condiciona el techo profesional a cumplir menos de cincuenta; desde ese momento sus oportunidades laborales se verán reducidas a mantenerse en su nivel siempre que no estorbe los futuros ascensos de jóvenes ambiciosos de corazón vacío o como formadora de los futuros responsables. Utilizarán sus habilidades como persona de confianza aprovechando sus conocimientos, experiencia y las relaciones con sus superiores con los que comparte vivencias y secretos.

 

Con el paso de los años los más veteranos se retiran. La presión comercial y la exigencia cada vez más descerebrada de la competencia cansa a los directivos que suelen jubilarse anticipadamente por salud mental y buscando aprovechar sus últimos años jóvenes antes de que los achaques les condicionen el poder disfrutar de la familia y de los amigos.

 

Ana, conocida por todos, se encarga de organizar las comidas de despedida donde no puede faltar un vídeo lacrimógeno con fotos de recuerdo con los momentos pasados por el protagonista en la compañía. Incluso se encarga de encontrar el regalo ideal, del gusto del homenajeado y útil en su nueva vida de ocio y disfrute.

 

La vida profesional de Ana vuelca una mañana durante el desayuno. Su empresa anuncia una reunión con los representantes de los trabajadores para negociar un expediente de regulación de empleo. El borrador presentado por la empresa supone, leyendo entre líneas, que Ana se verá en la calle. No la quieren ni por edad ni por antigüedad.

 

Cuatro meses más tarde, Stephan la acompaña en su día más triste. Es el momento del adiós a la empresa de sus amores donde ha trabajado casi treinta años siendo muy feliz, incluso en los momentos más complicados. A las nueve la esperan en Recursos Humanos para firmar el acuerdo de rescisión laboral y en una media hora recogerá sus pocas pertenencias para irse con una sensación agridulce mezcla de indignación, sorpresa y tristeza. Atrás quedan sus compañeros, sus hitos, sus ascensos prometidos y nunca llegados. En definitiva, su vida. 

 

Stephan mira al frente conduciendo el coche entre el abundante tráfico. Guía el vehículo con cuidado de no molestar la mirada al infinito de Ana. Necesita tiempo para ella misma, tanto que no es consciente de que el recorrido del vehículo no la dirige a casa. Recupera el hilo del presente tras frenar el coche en un aparcamiento subterráneo del centro de la ciudad.

 

Camina de la mano de Stephan dejándose guiar bajo la sombra de los enormes plátanos ornamentales del paseo del Prado. En su nebulosa mental cree reconocer el lugar, su sonrisa lejana y turbia no permite lucir sus blancos dientes. Es más una señal de agradecimiento que una sensación de bienestar.

 

Sin saber cómo, despierta de su ensoñamiento frente a uno de sus cuadros preferidos del Museo del Prado, «La última cena» de Bartolomé Carducho. La imagen le trae un recuerdo.

 

–Después de tantos años organizando la despedida de todos mis compañeros y jefes, espero que la mía sea bonita.

–Claro que sí, cariño. Te mereces la mejor despedida nunca organizada. Comenta Stephan mientras la abraza por la espalda pasando los brazos por sus hombros mientras ella mira cada detalle de su admirado cuadro.

 

Seis meses después, nadie llama a Ana y su ilusión por la fiesta de despedida se desvanece mientras un callo se endurece en el fondo de su alma. Asume que nunca tendrá su despedida, nadie la echa de menos, ya no está y no van a dedicar ni un minuto de sus vidas para acordarse de ella. La empresa, tras superar el conflicto laboral, continua bajo la dirección de otras personas con poco corazón y nuevas ideas. 

 

La vida no es justa. Cumplir años suele ir acompañado de una pizca de tristeza. Envejecer no es la peor parte, lo es el olvido. 

2.9.22

Tímido

 


Es una putada perder todas las oportunidades que me pone la vida por delante. Semanas pasé bebiendo los vientos por Elena sin atreverme a dar el paso, recibí miradas de permiso y casi súplica para que me atreviera. Me acojoné ¿y si se ofende, se molesta o no vuelve a hablarme?

 

Como fiel escudero la acompañaba a todas las fiestas, ponía el hombro para sus emociones, escuchaba sus dilemas adolescentes, era el perfecto amigo sin derecho a roce. El pagafantas de turno. En esas fiestas me refugiaba en la seguridad de mis amigos de siempre y justo antes de terminar la juerga, Elena venía a buscarme para que la escoltara hasta su casa. Era mi oportunidad y siempre la dejé escapar. Apareció el chulo ese de Esteban que hizo lo que quiso con ella y le destrozó el corazón. No volvimos a coincidir, me dejé ligar por Claudia, paliducha, fea y con esas gafas fabricadas para el salpicón que nunca llegué a estrenar. Duró lo que ella quiso, poco tiempo. Fea sí y muy puta. El lelo de su novio, léase yo, no supo aprovechar. El día que ella dio el primer paso para avanzar en el conocimiento físico di un respingo y salí huyendo. Si siempre fui bastante gilipollas.

 

Al terminar mis estudios solo encontré ofertas de empleo donde buscaban vendedores. La necesidad aprieta y acepté un trabajo como comercial de maquinaria de calibrado de neumáticos. Mi labor consistía en visitar talleres de reparación de vehículos para comentarles las bondades de la herramienta que me encomendaron vender y ampliar la explicación a las facilidades de financiación que tenemos negociadas para facilitar la adquisición. Toda la timidez que me paraliza frente a una mujer desaparece cuando comparto con hombres, ahí me conocen como buen conversador, excelente escuchante, amigable y sonriente, vamos que caigo muy bien. Gracias a estas habilidades mis cifras de ventas sorprendieron en la empresa pues superaban las habituales de un primerizo. 

 

A los pocos meses ampliaron mi cartera de productos y comencé a vender maquinaria más elaborada y mis visitas a talleres se multiplicaron con gestiones a empresas con flota propia de vehículos. Gané buenas comisiones por ventas y mi autoestima creció hasta alcanzar niveles que nunca había sentido.

 

–Mañana te toca ir a sustituir a López que está enfermo. Tiene cerrada una visita al taller Emilio Torres en el barrio de La Lanza.

–¿La demostración de qué producto es?

–Ve con la mente abierta, es un taller de los grandes y una enorme oportunidad. Que sepamos, toda la maquinaria de la que disponen es de nuestro competidor italiano. Si consigues meter la cabeza ya es mucho.  

–Vale, yo me encargo. ¿Por quién pregunto?

–Por E. Torres hijo. Se hace cargo del negocio porque el padre se retira.

 

La mañana se levanta nublada, una sueve brisa anticipa que el otoño se asoma. El aire procedente de la sierra recuerda que la cazadora ya es la prenda del momento. Descarto subir a casa de nuevo y apechugo con mi camisa. Los pezones, duros como el botón de un bolígrafo, subrayan mis iniciales bordadas en la pechera. I.I. La doble i. Ignacio Imaz. Así me llamo.

 

A las nueve, el taller está en pleno fragor. Mucha actividad, movimiento de carros con piezas, ruidos de aceleración de motores, silbidos propios de compresores y todo ello rodeado por medio centenar de coches entre los que están atendiendo y los que se encuentran en espera de alguna pieza o que simplemente a que regrese el propietario para llevárselo. Cuento, a vuela pluma, al menos quince mecánicos más dos personas más en administración y recepción. Un taller de los grandes, con una actividad envidiable, una oportunidad de negocio de las que no se me escapan. Pregunto por Torres y me señalan con la cabeza hacia unos pies que asoman bajo un vehículo que tiene un potente haz de luz en sus bajos.

 

–¿Torres? Hola, vengo de Maquinaria Imaz. Cierto, se me ha olvidado explicar que solo conseguí trabajo en el negocio familiar.

 

Recibo por respuesta un guante que asoma por debajo del Peugeot con el dedo índice extendido. Comprendo que es el tiempo de espera que me toca. Me entretengo repasando con la mirada la maquinaria que utilizan en el taller, voy girando sobre mis talones para repasar los modelos, detectar las que más uso tienen y las residuales. En pleno proceso de inspección ocular, a mi espalda, chirrían las pequeñas ruedas que mueven la tabla sobre la que está Torres trabajando bajo el vehículo.

 

Me giro para recuperar mi orientación y dirigirme hacia el dueño que en ese momento me da la espalda mientras acciona unos botones para bajar el coche hasta el suelo. Unos pantalones de mono color verde, bastante limpios, la verdad y una camiseta sin mangas tipo baloncesto del mismo color. Noto mi lengua como se estropajea por momentos. Un culo perfecto, de los que llenan el espacio dentro de los pantalones sin dejar nada para la imaginación, hasta soy capaz de dibujar el contorno del tanga. Un culo para azotar, sin duda. Bajo los tirantes, dos maravillas luchan por salir de su cárcel de algodón. Melena corta recogida en una coleta. No me encuentro la saliva suficiente como para hidratar mi boca, seca como el desierto. Se gira y la perfección en la tierra reclama mi interés con unos ojos verdes que brillan con picardía. –Madre mía, es perfecta–.

 

–Hola Nacho ¿te vas a quedar ahí parado con la boca abierta sin decir nada?

 

Algo cambia en mi interior, solo sigo mi instinto de vendedor. Hay que vender como sea y lo primero es ganarse la confianza del cliente. Adelanto dos pasos para saludar y le planto un beso en todos los morros que silencia el patio de trabajo. Las máquinas paran durante ese instante mágico mientras recupero mi saliva y siento como escriben sobre mi camisa dos botones de bolígrafo de color verde.

 

–Hola Elena.

Buen viaje, Joe

  Joe, simplemente Joe. Omitiendo, desde siempre, el rango familiar de tío. Recuerdo tu aterrizaje entre la familia cuando Ana, también sin ...